sábado, 30 de agosto de 2008

Solo, dioses – Ricardo Giorno


Una noche, hace unos siglos, en el monte donde todo se ve, conversamos sobre el amor... Y pensé que éramos uno. La divina dualidad: yo, la madre; tú, el padre.
Sobre las colinas, se alzó una enorme luna roja y, bajo ella, avanzaba una tormenta eléctrica; tan lejos que no les llegaba a los del valle el sonido de los relámpagos.
Te erguiste —en ese momento ignoré por qué— y realizaste los movimientos preparatorios para un disparo con arco y flecha. El arco se materializó, alto y delgado. Y la flecha, erecta, cimbreante, hacia la luna voló.
Me hiciste el amor mientras la luna se desinflaba y el valle se quebraba con un terremoto.
Llegaron con ofrendas y rezos, pidiendo por sus efímeras vidas. Me dijiste que les daríamos otra oportunidad. Y yo nuevamente pensé que éramos uno
Te fuiste sin darme excusas. Quedé sola. Y los advenedizos acapararon las plegarias que nos pertenecían.
Aquella otra noche fue diferente.
Sobre el monte donde todo se ve, la luna volvió a ser un gigante rojo. Floreciste ante mí. Te vi más poderoso, si hubiera sido posible.
Me tocaste el vientre. Lo acariciaste.
Y otra vez el arco y la flecha se materializaron. Y otra vez la luna comenzó a desinflarse. Y otra vez llegaron con ofrendas y rezos, pidiendo por sus efímeras vidas
Al final, entendieron que a pesar de sus máquinas, habían vivido en el error.
Te les apareciste, en esa forma tan terrible para ellos, y les hablaste, con esa voz que derriba montañas:
—Ya es tarde.
El mundo fue una roca húmeda y muerta.
Te apoyaste sobre mi vientre. Y yo, nuevamente, pensé que éramos uno. Pero, por tercera vez, me equivoqué:
—Dame un nuevo barro —me dijiste, mirándome—. No me falles esta vez.
Y tus ojos quemaron mi esperanza de que alguna vez seremos realmente uno.

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