jueves, 25 de septiembre de 2008

Error de apreciación — Antonio Mora Vélez


La nave galáctica se posó suavemente sobre un paraje del gran desierto americano. El sol se ocultaba, en ese instante, allende los montes Grapevine y un hermoso cielo anaranjado anunciaba la llegada del frío. En la distancia, dos zorros jugueteaban cerca de una chumbera florecida y una serpiente reptaba afanosamente en pos de un roedor solitario.
—¡Hay vida! —exclamó entusiasmado uno de los tripulantes. Su cara triangular huesuda asomaba por una de las ventanillas de la astronave.
—El aire es como el de Pólux —agregó el otro, luego de leer la pantalla de su microprocesador.
Cerca de allí, un poco más allá de las primeras dunas, recostado a un saguaro de tres metros, un viejo indio fumaba y contaba las estrellas que ya empezaban a tachonar el firmamento. Era la hora del coyote. Entre una y otra fumarada el viejo indio silbaba una melodía dulce que más parecía un lamento nacido desde bien adentro en el ancestro.
—¿Escuchas ese canto nostálgico? —preguntó el comandante del espacio. Este encabezaba el grupo que ascendía lentamente por las dunas hacia el cactus gigante cuya copa sobresalía por encima de las arenas.
—Parece un silbido de piroxal —le anotó su más cercano compañero.
Al rato, ya casi en el límite de la fatiga, los astronautas llegaron al lugar del indio. Lo encontraron sentado, con un sombrero alerón casi cubriéndole el rostro y una pequeña rama en la mano que masticaba después de cada fumada.
—¿Hay otros como tú en este planeta? —le interrogó el comandante haciendo uso de su traductor instantáneo.
El viejo aborigen se quedó mirando fijamente el infinito de las dunas hacia el norte y le respondió: —¡Están muertos!
—¿Muertos? ¿Todos? —insistió el comandante.
—¡Todos! —respondió el indio—. Todos murieron de soberbia. Quisieron llegar más lejos de sus límites y lo destruyeron todo y se destruyeron ellos mismos.
El joven del cosmos inquirió otra vez pero el solitario de las dunas no habló más. —Es una lástima porque el planeta es hermoso —dijo entonces al partir.
Cuando los navegantes de Pólux retomaron el trayecto y se volvieron a su lugar de origen: varios años luz arriba en la dirección de Venus a las seis de la tarde, el anciano indio sacudió la arena de su poncho mientras se erguía, escupió las huellas dejadas por los forasteros plateados y musitó indignado:
—¡Blancos de mierda!

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