sábado, 21 de febrero de 2009

El cartero - Luis Alberto Guiñazú


Para eliminar lo tedioso de la distribución, imaginaba el contenido de las misivas.
Comprobó que tenía una cierta percepción extrasensoria cuando los receptores le comentaban sobre los contenidos; por ejemplo, sentía livianas las cartas con buenas noticias y más pesadas, con las malas.
Un día, pesaba mucho la mochila y pensó que le habían dado a distribuir el triple de lo normal, pero se sorprendió al contar la cantidad habitual. Advirtió entonces, que debía distribuir la noticia del ómnibus desbarrancado con vecinos de una excursión.
Cuando percibió nuevamente su saca recargada, confirmó que una sola era la que producía esa sensación. Observó que correspondía al término de su recorrido y no recordaba haber llevado alguna vez correspondencia a esa dirección.
- Posiblemente, -pensó- en anteriores oportunidades, la habrá llevado el cartero de la otra zona. Lo que ocurría cuando se solapaban los recorridos
La misiva estaba ensobrada en grueso papel madera de color marrón y por remitente ostentaba un sello oficial, que indicaba la pertenencia de las fuerzas armadas, y la entrega debía ser personal; adjuntando al efecto un recibo para ser firmado únicamente por el destinatario.
Decidió dejarla para el final.
Iba tan preocupado que pensaba todo el tiempo en el contenido de la misteriosa misiva; presentía que en las malas nuevas había algo que lo inquietaba.
Tan fuerte era la sensación, que sentía las piernas como si hubiese recorrido diez veces su habitual ronda.
Llegó por fin a una mansión cuando caía la tarde; y verificó que nunca antes había traído correspondencia a esa casona, rodeada de una imponente reja de hierro con puntas de lanzas doradas, la que estaba aislada de las otras por terrenos baldíos, limpios y amplios parques.
Tocó el timbre de un portero con visor de circuito cerrado.
A pesar de haber repartido la totalidad de su entrega, la ominosa carta parecía crecer de peso a medida que llegaba el momento de entregarla. Se le hacía insoportable tener sobre su hombro las riendas de la saca. La depositó en el suelo, mientras informaba que no podía dejarla en el buzón, porque el cartero debía comprobar su identidad y firmar delante de él.
Aparecieron como de la nada tres mastines, que le obligaron a levantar la voz para hacerse oír por sobre el estruendo de los ladridos.
Salió una mujer secándose las manos; con su delantal, ahuyentó los canes y lo hizo pasar a un despacho.
Se presentó un anciano en silla de ruedas, quien le recriminó el no haber dejado la misiva en el buzón. Explicó nuevamente que era oficial y con el requisito imprescindible de firmar y constatar su identidad.
El anciano llamó refunfuñando a la mujer para que le alcanzara sus documentos.
En el ínterin, la desazón se confundía con la idea de que de alguna parte conocía al postrado. Le alcanzaron el documento, extrajo la carta y la entregó; al momento en que vio el adusto rostro cubierto con un gorro militar que adornaba la cédula, reconoció al destinatario.
Una imagen estalló en su mente.
Trató de impedir que abriera el sobre, pero, fue demasiado tarde.
El estallido desparramó piel y huesos por la habitación.
La condena fue de veinte años.
No convenció a los jueces de que no sabía que fuera una carta bomba, ni que había tratado de salvar al hombre. Que no fue por arrepentimiento, sino por premonición.
Además, que no conocía al notorio torturador del proceso, sobre todo, porque entre todas las víctimas estuvieron sus padres.

2 comentarios:

Ogui dijo...

Muy bueno! Las malas noticias?

guiñazu dijo...

Gracias ogui por tu aprecida opinión Luis