miércoles, 15 de julio de 2009

A los espejos - Dagoberto Friguglietti


Me enteré que durante un tiempo Pablo no anduvo bien emocionalmente, que solía tener ideas y comportamientos extraños. Supe que una mañana se paró frente a un espejo bien grande y con gestos ampulosos denotó toda su bronca, mirándose de frente y de perfil hasta encontrar la pose que mejor lo reflejara. Enseguida ensayó el habla con una voz tan gruesa y áspera que parecía arrastrada desde el fondo de la garganta; sus medias palabras, apretadas y trabajosas, eran evidencia de problemas. Tuvo entonces la extravagante idea de grabar en un viejo Geloso lo que iba a decir: “voy a interpelar a los espejos que nos miran sin reflejar pieles y rostros con mudanzas en un monótono interlunio, y callan. ¿Por qué no delatan a los que fingen si con la mirada del que posa les alcanza? Si la figura reflejada adquiere fuerza gracias a la autenticidad de las formas que vienen desde adentro es justamente en soledad cuando uno mejor logra desnudarse. ¿Por qué los espejos no tienen el coraje de mostrarnos de verdad cómo somos? Quiero interpelar a esos espejos…y decirles desde el alma que se animen a denunciarnos tal cual somos en un viaje de ida y vuelta sin distracciones ni ropajes. Voy a denunciarlos por falsía porque no creo lo que dicen”. No había dudas que a Pablo lo atormentaba algo.
Días después tuve un encuentro con él. Su comportamiento resultaba tan extraño como inusual y nada sabía yo acerca del motivo. Recién comencé a saberlo cuando me hizo escuchar esa grabación, y a sospechar que su raro estado tenía relación con su acostumbrada manera de fingir. Incluso comprobé más tarde que no era capaz de reconocer el gran desasosiego que le producía vivir así. Cuando al final me confesó su angustiosa situación me conmoví. Me dijo que llegó a pensar cosas tan desmesuradas como que la cicatriz en su rostro era fiel reflejo de cuánto lo embargaba la pesadumbre, y que preso del pasado sentía que esa marca indeleble era una amarga secuela, un resabio de viejos engaños y fracasos. Llegó a decir que la cicatriz le reprochaba desde lo profundo de su espesura: “estoy en tu mismísima cara porque lo quiere la memoria. Te miro, te siento, y no me acostumbro aún a tus lacerados gestos que intimidan, ni a la desnudes de las palabras que pones en tu boca, siempre hirientes por su filo; ni a tu elocuencia muchas veces sanguinaria, por demás egoísta. Estoy aquí por dolor y a tiempo te prevengo que un día cualquiera esto terminará peor. Soy la que avisa malos presagios. ¿Recuerdas…o acaso olvidaste tus engaños? Una y otra vez te atreviste a marchitar nada menos que la confianza, haciendo perder su belleza. Y estoy a pasos de hacerte doler para que se te escape un sollozo. ¡Quiero prevenirte a vos, que mataste al amor y continúas descaradamente vivo, como si no te bastara la interrupción hacia ese paraíso que es la confianza, que no te sigas engañando, y por favor no culpes más a los espejos!
Enterado yo que Pablo tenía percepciones como esas no pude evitar preocuparme aún más recomendándole una consulta profesional.
Pablo finalmente pasó esa mañana sin otros sobresaltos y recuperado de su pesadumbre no dudó en tomar una decisión. Por la tarde, a la hora que acostumbraba caminar por el parque, llamó a Cecilia, una ex novia, concertando una cita con ella. En ese momento Pablo habló en forma temblorosa y entrecortada, sin embargo Cecilia no le hizo comentarios y pareció finalmente aceptarle la invitación. Se reunirían esa misma noche en un viejo bar donde circulaba poca gente. El hizo preparar una mesa con candelabros y velas encendidas, gesto demasiado ampuloso para la sencillez del lugar. El horario del encuentro fue fijado de común acuerdo a las nueve. Pablo llegó minutos antes y mientras esperaba reflexionó acerca de lo que quería decir, cuánta pasión ponerle a su súplica para que ella lo perdonase. Pasaron quince minutos, luego treinta y Cecilia finalmente no apareció. Pablo pasó de estar confuso, luego preocupado, a mostrarse por fin bien irritado. Le costó entender la ausencia de Cecilia pero se prometió llamarla hasta conseguir el perdón por aquello que él había cometido. De mala gana asumió su evidente pero“a la postre pasajera derrota” y quiso emprender la retirada.
Antes de abandonar el lugar cruzó su mirada con una joven que acababa de ingresar tiritando de frío y suplicando “un café bien caliente por favor”. Pablo entonces decidió quedarse, habiéndose olvidado aquello que hacía minutos nomás lo tenía preocupado. Desde que la vio supo que la mujer le había gustado y que había reciprocidad. En segundos pergeño una estrategia de seducción y plenamente decidido intentó conquistarla. Inventó una historia cualquiera con tal de entrar en conversación. Ella respondió siempre con una sonrisa rápida, transparente, jovial. Él dijo que era un estudiante avanzado de arqueología y otras cosas más, todo producto de su jugosa imaginación. Al rato su prédica dio frutos y ambos se fueron juntos para comenzar una historia que no se bien cuánto duró. En aquel momento Cecilia se le borró de la cabeza así como del corazón la pesadumbre. Pablo no tuvo lugar donde acomodar remordimientos sino más bien le nació un resquicio para otra cuota de cinismo: un sutil pensamiento le recordó casualmente a los espejos. Convencido que tenía sus razones repitió aquello de…“los espejos no nos muestran en realidad cómo somos. De nuevo los maldigo, denuncio, y sentencio por falsía porque no creo fielmente lo que dicen”, mofándose porque la cicatriz debería esperar la concreción de su presagio.
Por lo poco que pude saber, Pablo hoy continúa yendo solo por la vida.

No hay comentarios.: