sábado, 19 de septiembre de 2009

El troyano - Héctor Ranea


Miriápidos era el dentista de los mirmidones. Con su taladro deshacía las caries y emplomaba a los soldados que tenían alguna falla en la masticación. Todas las noches trataba al menos setenta caries, diez emplomaduras por persona, ciento en total. Más las extracciones y arreglos de sustitución de pernos y prótesis.
Pero él era un troyano enviado por Paris para lograr que los ejércitos aqueos sucumbieran.
Con su taladro, Miriápidos trazaba en los dientes de cada uno de sus pacientes los rasgos del demonio que debía poseer al desdichado. Como lo hacía en los caninos superiores, nadie podía ver esa cara y quedaba sin sospechas marcado para siempre. El maleficio se completaba con un brebaje en base a miel, alcohol y cardamomo que todos se peleaban por beber.
Noche tras noche caían mirmidones, aqueos, tirios, frigios, espartanos, beocios y persas infiltrados en sus manos quirúrgicas que tallaban la maldición diminuta.
No tardó en hacer efecto el maleficio y de las escotaduras de la costa, una noche, cada uno de los demonios convocados se llevó una dentadura al Hades.
El ejército aqueo y sus generales (sólo se salvó Néstor, quien ya no tuviera dientes) huyeron despavoridos de las playas de Troya, no vaya a ser que los de AFP los fotografiaran sin dientes.
Maldecido por todos, Miriápidos fue borrado de la historia de Troya.
Eventualmente, los aqueos volvieron e hicieron pelota la ciudad de Príamo, como corresponde. Todos con relucientes sonrisas de metal plateado.

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