jueves, 15 de octubre de 2009

¡No mentes al...! - Álvaro Valderas


Buscaba la libreta de mi infancia para consultar unos datos que había olvidado y de repente me era necesario recuperar, pero no lograba hallarla por ninguna parte. Miré en el guardalibros y en la alacena de los cuadernos perdidos, en el cajón de los papeles y en la maleta de aquello que nos llevaríamos a una isla desierta, sin éxito. Le pregunté al silencio si la había visto por alguna parte y él no me contestó, pero me dio a entender que tal vez la había echado a quemar en la hoguera del olvido voluntario –en cuyo caso no habría remedio- o quizá la había enviado al infierno en un mal momento de ira (entonces, aún podía bajar a buscarla, si le ponía valor a la empresa). Y en aquel momento necesitaba tanto mis recuerdos que no me importaron los trabajos ni el miedo, cargué a espaldas mi hatillo de pecados para irlo purgando por adelantado y me llegué a la gélida tumba que abre sus túneles a la Estigia, luego las llamas. Al poco, y tras favores y ventas que no relataré, entré en la verdadera cocina del dolor, tras bajar una interminable escalera de piedra siempre húmeda y cubierta de un moho que es trampa resbaladiza para los pies. Sentado en la baranda había un niño, o lo parecía, que lloraba su juguete roto. “¿Quién te hizo esto?”
—Ubi Dubi, rey de los malos.
Un adolescente sin piernas me llamó a su vera, pocos metros más allá, para confesarme:
—No le crea, maestro, eso se lo hizo Oti Doti.
Fueron muchos mi curiosidad y atrevimiento para llegar a preguntarle al frutero quién le había podrido la mercancía o a la pareja quién los había enfrentado, al ganadero quién le enfermaba la vaca y le cortaba la leche. Continué mi indagación, y supe de Umma, de Palomalo que hacía enfadar a los padres y de Achuptuco, el que incita a los profesores a las notas bajas y el castigo, de Oostre que te cambia los números de la lotería y de Sum Sum, el que te riega de mala suerte general, y así de tantos otros, como Virus, el que te sube la fiebre, o Amigdala, el que te inflama la garganta. Supe de Lunallena y el Sereno, y los señores de todas las desgracias, y sobre ellos hablé con el anciano terriblemente viejo que regalaba helados que nadie por allí quería, hacían como si no lo viesen, ensimismados en su desazón. Como ya no podía oír, me alcanzó el taquito de las esquelas mortuorias en que envolvía los cucuruchos y le fui escribiendo en ellas los mensajes –que tardaba una infinitud en lograr leer y más aún en contestar- y por ellos me enteró de que los condenados habían sido engañados tan a conciencia que ya no sabían por quien, hasta el extremo de que cada uno le daba el nombre que buenamente se le ocurría o, quizá, sólo era que sentían gran temor de pronunciarle el verdadero. “No uno de fantasía, sino el real: Él es el Diabol.” Ahh, el Diabol, ¡cuánto comprendí de pronto! No es lo mismo repetir una palabra relacionada con una idea abstracta que tener el referente delante, entrar en él, sentir su fibra.
No recuperé la libreta, aunque sí la libertad, pagando un alto precio. Desde entonces respeto que algunas palabras se mantengan secretas y, algunos entes, inefables. Yo mismo, algunas noches de locura, pierdo hasta la última sílaba de mi nombre.

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