viernes, 30 de octubre de 2009

Perimortem - José Vicente Ortuño



El hombre miró a la Muerte a la cara, es decir, a la calavera. El pánico le hizo estremecer. Sabía que algún día tendría que enfrentarse a ella, pero todavía no estaba preparado.
—¡Espera, espera creo que te equivocas! —exclamó presa del terror, retrocediendo hasta tropezar con una pared—. ¿Seguro que no vienes a buscar a otro?
La parca no respondió. Avanzó hacia él con un movimiento fluido y grácil, como si se deslizase sobre hielo en un lugar sin gravedad ni atmósfera que agitase su túnica.
—Vale, de acuerdo, pero ¿no podrías volver otro día? Es que todavía no estoy preparado —insistió con voz quebrada—. Verás, aún me queda mucho por hacer y…
La Muerte levantó un brazo y una mano, formada por un manojo de huesos blancos, asomó de la manga. Hizo un leve gesto y en ella apareció un instrumento, largo como una lanza, pero con una cuchilla fina y curva en el extremo, que recordaba vagamente a una guadaña. Con un suave giro de muñeca cortó el filamento invisible que conecta a cada ser vivo con la fuente de la vida. El cuerpo físico del hombre se mantuvo en pie unos instantes, mientras el corazón se detenía y la anoxia producía un fallo cerebral. Luego cayó desmadejado. Fue una caída humillante, que lo dejó en una postura ridícula, carente de dignidad.
El hombre, sobresaltado, se apartó de un salto de su propio cadáver, que atravesó sin esfuerzo. La Muerte hizo desaparecer su herramienta con otro giro de muñeca, dio media vuelta y comenzó a alejarse.
—¡Oye, Muerte! —llamó el recién fallecido—. ¿Dónde vas? ¿No se supone que debes llevarme al otro mundo?
La Muerte, sin detener su avance, se encogió de hombros.
—¿Te suena lo de cruzar la laguna Estigia en una barca? —insistió el espíritu, pero la parca siguió alejándose—. Al menos me dirás dónde está el embarcadero, ¿no? —añadió sin demasiada convicción.
La Muerte soltó una carcajada, que congeló el tejido de la realidad, mató a todos los insectos y pájaros en un kilómetro a la redonda y agrietó la piel del cadáver, luego desapareció.
—¿Y qué hago yo ahora? —se preguntó el recién fallecido, pero nadie respondió.

2 comentarios:

Ogui dijo...

Muy bueno! Como decimos acá: Mortal! Una buena razón más para morirse sin dejarse matar por la muerte...

Víctor dijo...

Bueno este cuento, José Vicente. ¡Que morirse no es tan fácil, carajo! Te dejo una versión mía de la muerte y la laguna Estigia:

http://realidadesparalelos.blogspot.com/2009/08/caronte.html

Un saludo.