lunes, 8 de febrero de 2010

Partir – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


El viejo agarró el diario de ayer y miró el horario de los trenes. Se dio media vuelta y vio que en el andén de la estación el tren se preparaba para partir hacia la ciudad donde él había nacido. En el diario no figuraba ese tren, pero sí uno que salía cinco minutos más tarde. ¿Qué son cinco minutos para uno como yo?, pensó el viejo. Y se sentó mirando al parque. Sobre una rama baja de un árbol reconoció un pájaro que, cuando era un niño, había visto en la ciudad a la que se dirigía ahora. No se acordaba cómo se llamaba pero era más o menos como cualquier pájaro. Es más, no podía acordarse cómo lo reconoció como de su pueblo. Alguna pluma revirada, alguna mancha en la cabeza o en el pico que no había en otros pájaros.
La señora de la bolsa de plástico que pasó frente al viejo lo saludó cortésmente. Pero él hizo un movimiento apenas perceptible con la cabeza. No le gustaba entablar conversación con desconocidas, menos en el parque. Y aún menos ahora que estaba por partir hacia la ciudad donde había nacido. ¡Qué se cree ésa!
Mucho tiempo no debió haber pasado, porque el sol seguía en el mismo lugar y también el pájaro, hasta que un niño vino a darle agua y saludó al viejo, quien respondió con un hosco encogimiento de hombros. Se le estaba haciendo tarde y el tren no aparecía. Estudió de nuevo los horarios y vio por primera vez que junto a sus pies el niño había dejado un tablero de ajedrez donde se veía una partida que estaba a punto de terminar. El viejo no recordaba nada; sólo quería dos cosas: no tener que hablar con el chico y no perder el tren. Pero no pudo evitar lanzarle una mirada a la partida.
Le llamó la atención que el caballo ocupara una casilla inadecuada, o tal vez era que el caballo negro sólo podía llegar ahí si se daban ciertas condiciones. El viejo no sabía cuántas movidas se habían realizado, pero las calculó de a poco. Cuarenta y dos. Algo escribió en su cerebro y recordó que él había cabalgado hasta un monte con alguien a la grupa. No debería estar aquí, dijo la joven; y él se vio en sus ojos: también era joven. Fue entonces que se entusiasmó. ¿Eso era tener memoria? ¿Recordar a esa joven? Pero tal vez esa joven nunca existió, pensó el anciano.
El tren apenas se notaba en la vibración de las vías. Llegaba desde muy lejos, como esa sensación del caballo extemporáneo. O la del alfil blanco que amenazaba al caballo pero no se animaba a matarlo, azuzado por la reina, templado por dos peones. El viejo estuvo a punto de ceder, pero cuando advirtió que venía el tren, tomó el tablero, trepó la escalerilla, recorrió el pasillo, se sentó y, una vez acomodado, siguió estudiando la siguiente jugada. ¿Cuál era la siguiente jugada? Así pasó la tarde, callado, contemplando cómo se viene la muerte y entendiendo por qué había querido perder la memoria, pero a su vez bendiciendo al niño que le ayudó a recobrarla.

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