martes, 22 de febrero de 2011

Futuro incierto - Javier López



Por entonces yo trabajaba en una farmacia. Y, aunque tenía el título de farmacéutico, de poco me valía en esa época oscura que me tocó vivir. La humanidad parecía absolutamente trastornada por los acontecimientos y abocada a la desaparición.
Ciertamente, el consejo de un farmacéutico ya no valía de mucho. Hacía años que el Ministerio de Sanidad había impuesto lo que llamábamos el "cóctel", una especie de batido a base de fármacos, cuyo componente principal eran antibióticos, para controlar los múltiples agentes infecciosos que nos amenazaban.
En otro tiempo esto podría haber parecido una locura, porque es sabido que los antibióticos hay que recetarlos con precaución. El sistema inmunológico se acostumbra a ellos y, con la edad, dejan de hacer su efecto. Pero el Ministerio lo tenía todo previsto. Desde que alcanzábamos la mayoría de edad, se nos hacía firmar que nos comprometíamos a morir a los 45, a cambio de seguir teniendo acceso al cóctel. A los niños y adolescentes se les administraba sin ningún trámite.
Así que poco importaba que nuestro sistema inmunológico se degradara. Si no lo tomabas, estabas muerto.

Volviendo a la farmacia, recuerdo el día en el que se produjo un hecho que iba a cambiarlo todo.
Había entrado un extranjero. El aspecto de su cara era realmente repulsivo, y manaba de ella una especie de líquido oleoso que caía a chorros al suelo.
—Necesito una crema para la piel seca —me dijo, y yo sentí que iba a morir de un espasmo.
—Pero oiga, ¿de veras cree que es eso lo que necesita? Yo no le recomendaría... —traté de decirle algo, pero él me interrumpió.
—¿Ya estamos con la discriminación? ¿Estoy equivocado porque soy inmigrante? ¡En mi planeta mi piel es seca! Así que déme la maldita crema y ahórrese sus recomendaciones, o le denunciaré. ¡Haré que le encierren! —y la amenaza la tomé muy en serio, porque la discriminación racial contra nuestros visitantes llevaba aparejada la pena de muerte.
—No, señor, no es eso —le dije mientras iba a la trastienda a buscar un rollo de papel para extenderlo en el suelo, pues varios clientes ya habían resbalado—. Aquí tiene su crema —y se la alcancé de una estantería que tenía a mis espaldas.
Esa misma noche tomé la decisión. Estaba cansado de todo. Me iría a otro lugar para vivir.
Desde que el Ministerio de Interior del Gobierno de la Tierra había abierto las fronteras a los inmigrantes, todo se había vuelto realmente difícil. Llegaban en oleadas en sus naves —a las que nuestros Agentes de Seguridad tenían en múltiples ocasiones que auxiliar a orillas del sistema solar— y estaban cambiando nuestros hábitos de vida y nuestras costumbres, hasta el punto de que yo ya no reconocía la Tierra como el planeta en el que me había criado. Además, estaban el cóctel, la obligación de morir a los 45... Ellos habían traído todos esos problemas y se estaban imponiendo. Todos aprendían rápidamente la lengua terráquea para reclamar sus derechos y amenazarnos si llegaba el caso.
Así que fui yo el que decidí devolver la visita. Ahora me convertiría en emigrante y buscaría nuevos horizontes. Supe de una mafia que fletaba naves con destino a Orión. Cobraban caro, pero incluso proporcionaban los papeles para que no pudieran expulsarte.
Además, había escuchado que allí te permitían vivir hasta los sesenta años.

No hay comentarios.: