lunes, 29 de agosto de 2011

Destiempo – Piera Pallavicini


Ella siempre me ha querido, lo sé. A veces le costaba demostrarlo y creía que con una buena comida yo me percataría.  Por las mañanas yo leía el periódico en la terraza y ella aparecía radiante, con un café cargado y alguna que otra vez con un pastelito de acompañante. A media mañana, a eso de las doce, me daban ganas de conversarle. Los temas me daban igual,  aunque porqué negar que siempre he querido contarle mis sueños de la noche anterior o simplemente comentar un reportaje que haya visto en el discovery channel. Sin embargo, justo a esa hora ella no podía saber de mí. Presidía una reunión de actividades solidarias todas las mañanas, y las realizaban en nuestra casa, por lo que debía transformarse en la brillante anfitriona que es. A veces yo le hacía “hola” con una seña como ésta. O le guiñaba un ojo aún sabiendo que lo ignoraría. Entonces, resignado, me iba a leer. 
A la hora de almuerzo ella aparecía con una rica comida que, aunque era preparada por la nana, ponía sobre la mesa con cara de “mira lo que hice para ti”. Pero como yo no podía ver las noticias en otro horario (justo a la hora de almuerzo debía chequear si habían novedades) mi mujer comprendía que era mi trabajo y por ende, mi obligación. Entonces ella cuchareaba la sopa con desgano y me miraba (lo sabía porque a veces la miraba de reojo).
Cuando terminaba el noticiero, yo me volteaba velozmente ya que la extrañaba tanto. Pero me encontraba con la silla vacía y un café helado. Ella dormía plácidamente la siesta cuando yo me iba al canal catorce a trabajar. Después no se qué planes desarrollaba (no tenía mucho tiempo para preguntárselo).
Al volver a casa, a eso de las nueve, me tenía una rica cena en el microondas en el cual pegaba una nota que decía “lo hice para ti”. Y mi rostro esbozaba una sonrisa, aún sabiendo que era mentira. Entonces, comprendía que debía haberse ido a la casa de su hermana a cuidar al pobre Pepe que está tan enfermo. Yo la admiraba por eso y aceptaba el porqué de sus siestas. 
¡Qué desgracia que después del postre a mí me daban unas ganas desesperantes de conversarle! Entonces hablaba solo o llamaba a algún amigo, y le contaba mis anécdotas del día y lo que tenía planeado para el siguiente. 
Cuando me ponía pijama yo siempre pensaba en ella, quizá por eso nunca me ponía el de color café (mi mujer simplemente lo odiaba). En la televisión encontraba invariablemente una película. A veces me entretenía viendo unos films de acción pero me decía a mi mismo “¿Qué te diría Laura si estuviera aquí?”. Entonces, comprensivo, cambiaba el canal y dejaba alguna película romántica o  un programa de esos que te ríes de lo poco graciosos que son, pero que a ella le gustan tanto. Cuando mis ojos comenzaban a resbalar de sueño, ponía su canal preferido. “Así cuando llegue va a estar contenta”. Le acomodaba bien su almohada, doblaba las frazadas, encendía la lamparita de su velador y le dejaba un vaso grande de agua.
En la mañana yo despertaba y ansioso me volteaba para saludarla, pero ella ya no estaba. La televisión en el canal de deportes ¡Qué bien! Entonces me duchaba y me iba a la terraza a leer el diario. En eso aparecía ella…radiante, con un café cargado y una que otra vez con un pastelito acompañante. Ella entendía que yo debía leer las noticias, por eso se retiraba discretamente, esperando que a media mañana me dieran ganas de conversarle y le fuera a guiñar el ojo por la ventana.

Piera Pallavicini Jiménez

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