domingo, 13 de noviembre de 2011

Remedio - Andrea González


El murciélago se posa como una virulenta y enorme mariposa encima del féretro abierto. Se queda reposando un momento, relamiéndose las alas y los bigotes. Cae súbitamente. El murciélago cae como muerto encima del féretro. Un momento después una densa nube de humo lo cubre y al disiparse se vislumbra la figura de un hombre pálido y delgado. Sus patillas negras enmarcan el afilado perfil transilvaniano. Sus ojos se abren, pero sus pupilas no existen. Sólo existe la blancura viscosa del sueño. Por sus afilados colmillos todavía resbala alguna gota de sangre. Sus brazos cruzados sobre el pecho protegen el corazón congelado de las tinieblas que rodean el sepulcro. El vampiro emite un gruñido de dolor. Inhala y por sus poros se introduce el abismo de la soledad. Un estremecimiento recorre su espalda adolorida. Tiene los brazos entumecidos e hinchados. La garganta se le seca cada vez más. Ahora sí, ya no queda ni rastro de la merienda roja que le refrescó el alma. El vampiro exhala malestar y achaques. Se levanta cansado de su féretro. Camina con la pesadez de mil siglos. Llega a la cocina del castillo, se sirve una taza de buen café caliente y sale a trabajar, despierto y mejorado, a la fábrica de chocolates envinados.

1 comentario:

Leo Mondragón dijo...

Muy bueno, vampiro de noche y blue collar worker de dia!