jueves, 9 de febrero de 2012

El último vampiro perdido en el tiempo - Fernando Andrés Puga


—¿Yuca?
—No, batata.
—Te dije que lo hicieras de yuca.
—No pude conseguir, Su Excelencia, discúlpeme. Es que todavía no hemos descubierto América. En el mercado me dijeron que tenemos que esperar unos añitos.
—Una excusa bastante endeble, ¿no te parece? ¿O no te traje a vos de Las Indias? Sin embargo, por esta vez, te perdono, pero si se repite volverás a tu antiguo trabajo de mucama ¿te queda claro?
—Sí, sí, claro como el agua, Su Señoría. No se volverá a repetir.
—Bueno, ya veremos si es así. Para la cena quiero que prepares una ensalada de algas, siguiendo la receta minimalista de Francois Dijon, ese chef nuevo recién llegado a la corte que está tan de moda. Y no me vengas con que estamos lejos del mar…
Subo al ascensor con la bandeja y los ojos caídos. La misión se está complicando más de la cuenta y el jefe no se conformará con un resultado parcial; es a todo o nada. Está claro que tengo que conseguir la receta y los ingredientes para satisfacer el pedido de este terco defensor de anacrónicos privilegios. De lo contrario no podré ganarme su confianza. ¿O no es esa la finalidad de esta misión?

—Hola, ¿cómo anda todo por ahí?— pregunta el jefe por ese artefacto móvil que trajo del futuro.
—Mal; ahora quiere una ridícula ensalada que está de moda en la corte o la vio por tele ¡ya ni sé! Los ingredientes son imposibles. La verdad que esto se está poniendo muy oscuro. Necesito que aparezca una luz en el horizonte, si no voy a renunciar.
—¡Ni se te ocurra! Fijate en el almanaque y vas a ver que falta poco, ya estamos sobre la fecha. Un esfuerzo más y todo este oneroso trabajo rendirá sus frutos. Lo demás es accesorio.
—Mire, jefe. Para serle franco me temo que esta misión hay que abortarla. No podemos aspirar a tanto.
—¿Qué decís? ¿Te vas a achicar ahora? Es el último que queda. Una vez que lo hayamos eliminado, este mundo ancho y ajeno, se volverá amigable y para todos. Dale, che. En cualquier momento te pide el jugo venoso de una virgen, llenás un vaso con tu sangre y se lo das a beber. La pureza del líquido rojo que corre por tus venas infectará el azul de su estirpe y morirá.

—Aquí tiene la ensalada, Señor Conde.
—Muy bien. Veo que te has esmerado. Para acompañarla necesitaré una copa del jugo venoso de una virgen. Vení para acá. Acercame tu pescuezo.
Mordió con fuerza el muy canalla y no larga mientras los dos nos deslizamos suavemente sobre el charco rojo y azul que crece hasta hacerse violeta.

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