sábado, 14 de julio de 2012

La desconocida – Javier López, José Luis Velarde & Ana Caliyuri


Puedo asegurar que es hermosa. No necesito conocer todas sus facciones para afirmarlo. La belleza de un rostro femenino se cimenta en un mentón armónico y una fascinadora sonrisa, aunque el resto quede oculto detrás de una máscara veneciana.
Y eso conocí de Marie, de la que únicamente sé su nombre porque lo pronunció, a modo de despedida, cuando sus dedos se escurrían entre los míos mientras se giraba para alejarse. Salió del salón y no volvimos a vernos. Segundos antes nuestras manos estaban entrelazadas. Bailábamos el “Trifoilen waltz” de los Strauss, y sé que fue amor lo que ambos sentimos durante esa pieza.
Por eso estoy dispuesto a buscarla por todos los países de los que había invitados esa noche en la Embajada. Pero sé que no va a ser fácil. Entre las que asistieron con ese nombre —la información me la proporcionó confidencialmente el embajador—, había una mujer ítaloamericana, otra francesa, y una tercera procedente de las colonias. Eso significaba que podía ser de cualquiera de los lugares del sistema solar asentados por humanos desde finales del siglo XXI.
El embajador no tenía más referencias y eso no era el mayor problema. Ideático como soy de pronto supuse la posibilidad de un nombre falso. Quizá Marie sintió raudales de amor por mí mientras valsábamos por la sala ajedrezada. No me atrevería a dudarlo. Lo extraño sería descubrir mujeres de sonrisas resplandecientes sin compromisos previos. Marie, de uso tan común, podía ser el nombre de cualquiera una vez entendido como complemento de una máscara. ¿Y si la máscara ocultaba tenebrosas cicatrices? ¿Marie sobreviviente de una guerra, un aterrizaje forzoso o un incendio en la cocina?
De inmediato quise retirar las acometidas de mis conjeturas. Sabía que estimularlas podía conducirme a consecuencias peores que las representadas por seguir mis instintos. A fin de cuentas no me representa mayores problemas viajar. Siendo comerciante libre y propietario de un yate espacial da lo mismo ir a Titán que a los mundos de Andrómeda. Indagaría sin mostrar demasiado interés en un rostro construido a partir de un mentón perfecto y una sonrisa tan reluciente como la porcelana finísima que la enmarcaba.
El embajador me ofreció una copa de champaña venusina y brindé por Marie un tanto meditabundo. Hice grandes esfuerzos por recordar su voz. Lo cierto es que un ligero temblor se apoderó de mi. ¡Su voz! No recordé haber escuchado con claridad la voz de Marie; sin embargo, tuvimos una completa forma de comunicación. Las palabras no fueron parte de nuestro concierto de almas. Abstraído en este pensamiento no reparé en mi derredor, hasta que sentí que alguien tironéo de mi chaqueta, al tiempo que una blonda mujer decía:
—Señor Verissimo, el embajador lo espera en su despacho. En quince minutisimos, luego que culmine las ejercitaciones diarias de comunicación esencial.
Sinceramente, todos pensaban que Monsieur Franoit había perdido un tornillo o mejor dicho, estaba en franco retroceso de sus capacidades lógicas. Yo no tenía nada para perder, por lo cual, asentí con la cabeza y me dirigí hacia el pasillo que comunicaba con el despacho. La puerta estaba entreabierta. No pude permanecer indiferente, y literalmente me dispuse a espiar. Pude ver como Monsier Franoit daba vuelta los ojos hasta convertirlos en dos bolillas de color blanco, luego absurdamente sonreía a la mismísima nada, pero siempre de cara al ventanal donde se colaba el sol. Pasado tal trance, hizo sonar sus dedos cual castañuelas y con voz alzada dijo:
—Señor Veríssimo, ya he terminado. Puede usted pasar.
Un tanto avergonzado por el descubrimiento de mi vulgar intromisión, carraspié a modos de borrar el instante y entré.
Antes de que pudiese yo decir nada, él apresuró sus palabras.
—Tengo la solución para hallar a Marie, Señor Veríssimo.
Una fuerte conmoción sacudió mi cuerpo, el corazón quiso salir de su sitio, lo domé a duras penas. Sin dudas, se leía en mi rostro los sentimientos que me embargaron. Sobre todo Amor e ilusión.Todo pareció luminarse, hasta yo mismo creí ver una cola de luz que escapaba de mi boca. Monsieur Franoit se alzó de su silla color púrpura y prosiguió diciendo.
—Tengo en mi poder la lista de invitados que asistieron a la Embajada la noche en que usted conoció a Marie. Daremos una nueva oprtunidad a las agujas del incipiente amor que usted dice que se profesan. Ya he ordenado todo al respecto. Se han cursado las invitaciones para la nueva gala ajedrecistica en la Embajada. Será dentro de 4320 minutillos. Está usted formalmente invitado Señor Verissimo. Y si su Marie asiste sabrá usted distinguirla entre miles. Déjese llevar por el sonar esencial.
Debo deciros, que a esta altura de los hechos, yo me sentía mareado. Todo giraba, incluídos mis pensamientos. Salí de allí a tientas, como pude. En el primer peldaño de la escalinata de la embajada, regurgité. ¿El Amor provoca todo esto?, me dije a mi mismo un tanto asustado. Conté cada minutillo al son de mi corazón. Usé la cábala del amor: me vestí con la misma chaqueta y el mismo pantalón que aquella noche. Espero que ella haga lo mismo. Aún recuerdo la sonrisa cautivadora que parecía espejarse en su vestido azul francia.
El momento indicado había llegado. Desesperadamente hurgué en cada mirada, en cada sonrisa femenina que había asistido a la fiesta. Ninguna mujer se parecía a Marie. Tuve deseos de abandonar el lugar y emborracharme con aire puro. Pero ello hubiese significado setecientos mil quinientos cincuenta y tres minutillos menos de vida para la estación espacial Spectrum. Desistí de ello. Recordé a Monsier Franoit. El sonar esencial. ¡El sonar esencial! Sisisisí, yes, ouiiii. Corrí hacia el Claxon sideral bidcret, de mis labios pareció brotar un pentagrama rojo. Mi mente concentró su poder en recordar los acordes de “Trifoilen waltz” de los Strauss. Algo sobrenatural se delineó frente a mi. Sentí los dedos deslizarse entre mis dedos. Un acorde similar a una voz que decía: mon amour. Marie estaba allí. Somos un indivisible arpegio minimalista…disfraz de nuestro prohibido Amor.

Acerca de los autores
Ana Caliyuri
Javier López
José Luis Velarde

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