lunes, 30 de julio de 2012

La fabricación de navajas en tierras de los gigantes - Daniel Frini


Entre los gigantes, se considera a las navajas fabricadas por la gente de la Marca de Oriente como la suprema expresión del arte de la forja de aceros. Una navaja oriental tiene la tenacidad óptima para resistir impactos sin sufrir fracturas, la elasticidad necesaria para tolerar deformaciones sin quebrarse y la dureza suficiente para romper el pecho del carnero como si fuese pergamino o la cota del enemigo como si fuese seda.
Estas navajas se conservan como valiosa heredad entre las casas nobles, cada una con su nombre propio e historia, transmitida de padres a hijos. Algunas, incluso, han adquirido un hálito legendario y son veneradas como sagradas.
La antiquísima técnica de fabricación, conservada en secreto bajo sentencia de muerte inmediata, es orgullo de los expertos acereros, que son tenidos en la más alta consideración.
El Maestro reúne en el crisol al azafrán de Marte y al mejor carbón de madera de roble del norte; y deja a los aprendices la tatrea de atizar, durante días, el fuego que calienta la mezcla. En los momentos justos, el maestro incorpora la tierra de alumbre, el corindón y el ácido boracino que quitan impurezas e igualan la preparación. Agrega, también, las cantidades exactas de plomo rojo y piedra de duendes que le darán al acero la característica dureza; el régulo de nickel, que le confiere tenacidad; el ácido de molybdos, la piedra de rutilo y la alabandina que le otorgan resistencia; el olivino, que le brinda elasticidad; y el erythronium y el cardenillo, que lo hacen resistente a los aires malos y al agua. Cumplidos los tiempos, se hacen los lingotes que más tarde van a la forja.
En la fragua, los aprendices disponen el metal bien arropado en Piedra Negra y accionan los fuelles que soplan el aire vital hasta lograr que el tocho tome el color rojo cereza que indica la temperatura justa para el trabajo en el yunque. El martillo estira y obra la forma buscada; y en sucesivas caldas, se trabaja el acero plegándolo sobre sí mismo innumerables veces. Los golpes endurecen aún más el metal y los plieges logran capas muy finas que, luego, permitirán un filo insuperable.
Después, las muelas pulen el aspecto basto de la forja y la lima logra los detalles de la hoja.
Más tarde, llega el momento clave: el temple; del que sólo se encarga el Maestro, como sacerdote de en un ritual religioso. A muy temprana hora lleva el acero por última vez a la fragua hasta que adquiere un color azul violáceo, toma la espiga de la hoja con sus guantes de diez capas de cuero, y lo introduce, muy lentamente, por el hombro derecho del humano seleccionado, hasta que la punta de la hoja asoma en la zona del ano. El humano está atado en cruz a un armazón de madera y durante la noche anterior le han obligado a beber agua del infierno para mantenerlo lúcido, quitarle el alivio del desmayo y hacer que no se ahorre ninguna etapa del tormento. El acero esquiva los órganos vitales; y la temperatura de la hoja cauteriza, a medias, las heridas internas. Al final de la mañana habrá perdido la voz de puros gritos, llamando a una muerte que aún tardará uno o dos días en llegar.
Cuando el humano expira, el acero se enfría y el olor a carne quemada abandona le herrería, el Maestro quita la hoja a la que la sangre le habrá dado su característico color acero morado.
Después, los aprendices montan la cruz, el puño de madera de palisandro y remachan el pomo en la espiga, lustran la pieza con aceites y ceras. Finalmente, el Maestro estampa su sello al pie de la cruz. Esta marca incluye, al menos, dos símbolos: el ideograma de la Acería, que es la firma del artista y define a cada pieza como única, y las dos líneas paralelas y oblicuas que indican que esa navaja ya ha probado carne humana.

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