sábado, 29 de diciembre de 2012

El hombre y los girasoles – Francisco Garzón Céspedes


Por esos espejismos del destino, el hombre joven no vio un girasol, de los de verdad, hasta no haber cumplido treinta años. Tampoco hasta entonces había deseado contemplar en medio del monte un campo de girasoles, pasear por un jardín donde creciera uno u otro girasol, sostener un girasol por su tallo, o ejecutar cualquier otra acción que incluyera girasoles.
Aunque desde niño, cada vez que había hallado la foto de un girasol, o un girasol pintado o dibujado sobre una superficie, no pudo evitar el quedarse largo tiempo contemplando la imagen y sentir un hambre más y más desesperada.
Nunca asoció aquella hambre voraz con el deseo de comer girasoles, pero sí, inevitablemente, dada la persistencia y aumento de su hambre a la vista de postales, dibujos o pinturas con girasoles, terminó asociando aquella necesidad imperiosa y des-comunal de comer con la imagen de la flor.
La primera vez que vio un girasol en vivo y en directo fue, al día siguiente de haber cumplido los treinta años, al caminar angustiado por una insatisfacción cuya causa no lograba determinar, y por el temor de haber llegado a aquella edad sin una auténtica pasión y sin un gran amor.
Al girasol lo vio en una calle del centro de la ciudad, detrás del cristal de una vitrina. Era de un amarillo de esos de sol de primavera.
El hombre, sin poder impedirlo, entró, lo agarró por el tallo de un tirón, y, en un dos por tres, se lo comió. El tallo, no. Se comió única y exclusivamente la flor. La flor sí, completa.
No hubo palabras con la dueña del establecimiento.
La mujer, al ver cómo el hombre devoraba el girasol, sufrió una conmoción, que la dejó, además de estupefacta, inmóvil. La temperatura era calurosa, pero la mujer permaneció en silencio y congela-da, esto último, tanto en un sentido como en otro. Y, convertida en una estatua de hielo, continuó durante un buen rato después de que el hombre, sin explicaciones, le pagara el girasol y se marchara.
El hombre no comentó este suceso ni con su familia ni con sus amigos, ni con sus compañeros de trabajo, ni con sus conocidos. Se encerró varios días a meditarlo.
Cuando volvió a salir a la calle compró aceite de girasol, desechando las ofertas de menor precio de otros aceites, y buscó por toda la ciudad hasta que localizó un sitio que, más que parecer un local de venta de flores diversas, parecía un mercado dedicado en específico a los girasoles.
Allí compró una docena de girasoles, y de nuevo sin poder aguardar dada la urgencia de su hambre, los roció con aceite de girasol y se los comió a la vista de los empleados. Los tallos no. Sólo las flores. Las flores sí, completas.
Desde entonces su dieta diaria consistió en girasoles.
Y fue feliz, a pesar de que su familia y sus amigos, sus compañeros de trabajo y sus conocidos, tan pronto fueron descubriendo aquella particularidad gastronómica, se negaron a comer en la misma mesa con el hombre, al que clasificaron de raro.
Y feliz fue, a pesar de que su novia lo dejó por otro hombre que comía rosas. Alimentación que su novia consideraba normal.
Feliz, a pesar de aquel abandono, porque lo cierto es que no amaba a su novia. Durante todos los años del aquel noviazgo, él había sentido que los dos “hacían tiempo”. Por lo visto, su novia, a la espera del que comía rosas. El hombre, a la espera del acontecimiento desconocido que cambiaría su vida.
El hombre supo que ese acontecimiento había llegado, no con certeza cuando se comió el primer girasol; pero sí, sin duda, cuando se comió la primera docena de girasoles. Y, porque en aquel mercado de delicadezas, conoció a una joven mujer, a la que también muchos clasificaban de rara, porque al igual que el hombre no comía otra cosa que no fueran girasoles.
Y esta mujer, la rara de su vida, sabía innumerables recetas con girasol. Y los cocinaba de maravilla, cada vez más apetitosos.
Los normales de sus respectivas familias, sus amigos, sus compañeros de trabajo y sus conocidos, se burlaron, y dijeron que ellos dos, de tanto girasol saboreado, no iban a tener niños, sino soles. Y el hombre y la mujer callaron, y volvieron a callar desde su amor cada vez que escucharon el burlón vaticinio, porque, de pronto, podría ser cierto y, como todos conocen, los soles siempre, siempre pero siempre, tienen luz propia.

De: Historias de raros y amorosos
Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes

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