sábado, 23 de febrero de 2013

Una huella añil en aguas blancas – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—No quiero quedar pegada a esto —dijo Alejandra en tono imperativo—. Me parece que te equivocaste y por orgullo no lo querés reconocer. Pescar esos peces no era ni remotamente parte de lo convenido. Mirá en qué desastre nos metiste a todos.
Justamente, estaba mirándolos a todos. Miguel bajó la vista, Piera se ausentó al permitir que sus ojos volaran como mariposas; de Roque y Hortensia no esperaba nada porque estaban cocinando y en esa situación estaban tan absortos como cuando hacían el amor. No pude ver ni a Mele ni a Tulio. ¿Se habían ido? La preocupación se me debe de haber transparentado en la mirada porque Alejandra afinó la puntería.
—¿Sabés que varios estamos pensando en irnos? Por ahora tenés suerte porque preferimos seguir juntos. La maldición que nos echaron por tu culpa nos hace vulnerables y necesitamos estar juntos.
Entonces —pensé— Mele había salido por poco tiempo. Tal vez estaba bañándose con Tulio para darme celos.
—¿En serio creés que esa pesca prohibida puede hacer fracasar toda la operación? —le dije a Alejandra con la convicción de quien no pensaba en el asalto a los peces rojos en términos de tabú sino de hambre.
Alejandra rió pero se la veía perpleja.
—No puedo creer que seas tan ingenuo, Merlo —dijo aguantando una carcajada—. Te diría que me preocupa que lo seas.
Miré en todas direcciones para estar seguro de que no me equivocaba y le di la espalda. Alejandra es la clase de persona que trata de salirse siempre con la suya, pero se queda sin recursos cuando alguien no le hace frente. La retirada estratégica no está en su catálogo de conductas. Esperé unos segundos para confirmar la certeza de mi actitud y salí en busca de Mele y Tulio.
La piscina estaba vacía. Solo merodeaba el caimán robótico que poníamos para ahuyentar a los intrusos. ¿Estarían en alguna de las habitaciones del complejo? Era cierto: los celos me estaban carcomiendo. Y eso no me ocurría únicamente porque Mele es mi hermana y me devora una pasión incestuosa, no reconocida ante el mundo, por supuesto, sino porque sabía que Tulio me había empujado en la dirección equivocada. Yo no quise ser el foco de la maldición, y mucho menos poner en riesgo a mis amigos de toda la vida. Pero aunque odiaba ciertas actitudes de Alejandra no podía dejar de reconocer que tenía razón.
—Demasiado inicio para una ficción breve —dijo el autor saliendo de una de las casillas que usábamos para cambiarnos. Se secaba con un gran toallón blanco y no parecía preocupado por el fracaso—. Demasiados personajes, también.
—Demasiado, demasiado —me burlé—. ¿Se puede saber qué se considera exacto en esta ficción?
—Exacto... —El autor se rascó el cuero cabelludo; se estaba quedando pelado—. Mil palabras sería exacto.
—Mil palabras amontonadas sin ton ni son. —Hice una mueca de fastidio que él interpretó como de asco. Mele y Tulio aparecieron, materializándose de la nada, lo que me hizo sospechar que el autor empezaba a hacer trampas.
—¿Hablás solo? —preguntó Mele—. Sabía que estás loco, pero no pensé que la cosa pasara de alguna fobia, alguna manía y cosas como esa.
—Hablo con el autor —repliqué muy suelto de cuerpo—. Somo seres inventados; no existimos.
—Mirá vos —dijo Tulio—. O sea que el polvo que acabamos de echarnos no fue real.
—¡Tulio! —exclamó Mele—. No seas grosero.
—Volvamos con los otros —dije—. A ver si podemos estirar esto. Lo de los peces puede servir.
—¿Qué pasó con los peces? —dijo Mele.
—Necesito que ellos también te vean. —Miré hacia las cabinas. El autor me contemplaba sonriendo; por lo visto lo divertía verme en aprietos.
—¿Seguís hablándole a la nada? —Tulio partió una rama de sauce; estaba cantado que iba a golpearme.
—Alejandra dice que no quiere quedar pegada a eso, al asunto de los peces. —Le di la espalda al autor y decidí terminar la historia por mi cuenta, aunque eso no fuera más que un ardid barato para prolongar la agonía.
—No te vayas, Merlo —dijo Mele—. Sé lo que sentís, pero los peces no te devolverán lo que perdiste al no arriesgarte.
—¿Arriesgarme? —No podía creer que Mele estuviera admitiendo mi perversión como la cosa más natural del mundo.
—¿De qué hablan? —dijo Tulio.
—Sí, ¿de qué hablan? —Alejandra bajó la colina desprendiendo pedregullo con sus zapatos de montañista—. Hubiera jurado que te fuiste para pegarte un tiro en los huevos, algo que es preferible hacer en la intimidad.
—El autor no es tan torpe —dije.
—¿El autor? —preguntaron todos a coro.
—Yo soy el autor. —La materialización, en medio del grupo, produjo un efecto espectacular. Los títulos empezaron a descender como la pluma en Forrest Gump, la cámara se alejó haciendo un travelling en retroceso similar al de El dependiente, de Favio, y el cuchillo subió y bajó tres docenas de veces acompañado por la chirriante banda sonora de Bernard Herrmann.
—¡Esto es muy barato! —exclamé—. Me hubiera gustado ser parte de una ficción un poco más inteligente. —Mis compañeros aprobaron. Al autor no le importó.
—Es lo que hay —dijo—; tómenlo o déjenlo. Ya escribí dos mil microficciones y una más o menos no me cambia nada. No es la peor.
—¿Podemos retomar lo de los peces? —De pronto me asaltó la esperanza de que al autor lo entusiasmara la posibilidad de escribir un cuento largo, o incluso una novela.
—Lo único que te interesa es durar, pobre infeliz. —El autor sacó una notebook del bolsillo y empezó a escribir—. Mil palabras sin final. ¿Están satisfechos?
Nos miramos como si el mundo recién empezara y movimos la cabeza, asintiendo. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?


Los autores: Sergio Gaut vel HartmanHéctor Ranea

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