jueves, 27 de junio de 2013

Sobre la superficie de la Tierra - Raquel Sequeiro


Teníamos treinta y cinco años, el doctor Abbot y yo, y nos reuníamos en un café (estudiantes, científicos y eruditos, en el ámbito de la conciencia y la formación del espíritu humano, dentro de unos cánones de convivencia y estructuras arquitectónicas aplicadas hábilmente para nuestra supervivencia con una cierta armonía y comodidad, debido a que las ciudades, y hombres y mujeres —sabíamos— nos encontrábamos al borde de una hecatombe de magnitudes considerables). El doctor Abbot era el único amigo de la infancia que conservaba. Era un tipo bastante absurdo en sus conclusiones, antropólogo por vocación y urbanista por obligación; también estaba Laura, que había hecho méritos para pertenecer al grupo, demostrando sobradamente que era una de las mejores psicofísicas de nuestra época. Sobre Mathew no tengo mucho que contar, era el benjamín de la confabulación y casi en cualquier caso debía limitarse a escuchar, dada su juventud y parciales conocimientos. Estudiaba en la Universidad de Michigan mecánica aplicada, era el primero en llegar y el último en marcharse. Benedict Parrot se dedicaba a las ciencias comunes. Clare Denison era experta en asimetrías y campos magnéticos; el doctor Blent trabajaba en mundos alternativos.
—¿Estamos de acuerdo, entonces? Ese edificio no puede ser situado en esa zona, las placas están frágiles y puede producirse un hundimiento –.Charles era geofísico.
Laura sonrió aviesamente, todos dirigimos la vista hacia Sir Abbot, Abbot y su mostacho asintieron moviéndose de arriba a abajo, con movimiento sincopado. El dueño de "El gato negro" dejó las bebidas sobre la superficie marmórea de la mesa.
—¿Quién lo presenta en la cumbre? En la decimoctava conferencia del doctor Flecher nadie quiso dar su brazo a torcer —dije.
Charles adujo que no era tan difícil hacerles comprender el objeto, el propósito y la enmienda de nuestras conjuras clandestinas (esto es un resumen mío, él es bastante menos pretencioso y grandilocuente).
—Por lo tanto, a mi entender, consideras que no presentemos nuestro terriblemente elaborado proyecto, sólo nos quejamos por el edificio en construcción. —Mathew me rió la gracia, Charles se puso blanco como el papel, se acomodó en otra postura en el asiento y no contestó.
—Propongo, sus señorías —dijo Laura Dinisen, refiriéndose al catedrático Madson y a mí— que presentemos nuestro ideario completo; el cisma que pueda producirse en la cúpula no es asunto nuestro, ya no. Sabes de sobra, Charles, que es insuficiente atentar contra la construcción de un edificio. Pregúntale a Denison cuánto queda de selva amazónica, o a ti —expresó claramente, girando en el asiento—; Ed, ¿cuántos milímetros de tierra edificable quedan? ¿Cuál es la proporción de CO2, metano e hidrocarburos...? —Éramos once; aquí se refirió a Marga Muton, que se revolvió los pelos cobrizos, resoplando, y contestó en un mal inglés que era el momento de hablar con los de la ‘suprema corte’. Acordamos por unanimidad dejar de estar en las sombras en lo referente a toda la información que poseíamos.
—¿Sigues teniendo buen contacto con Aredilel-1? —le pregunté a Dinisen.
—Inmejorable.
Nos levantamos. Broker y Ed Harrow, apenas habían intervenido en la discusión. Alguno de nosotros había pedido algo de comer, aún lo llevaba pegado a los bigotes como una rata: dos bolitas pequeñas de bizcocho. Atraje la atención de Charles y Mathew cuando se marchaban.
—Procurad que ese edificio no tenga ni planos. Presentaremos nuestro proyecto este 18, yo me encargo de lo trámites, pese a que estamos un poco escasos de tiempo. —Mathew sonrió, pues conocía mis métodos. Yo era un cirujano de los buenos, además del mejor conferencista y un adulador de los altos cargos implacable, odiado por mi carencia de escrúpulos para saltarme los pasos y acceder a cualquier programa o plataforma divulgativa, abierta o privada. Estábamos dispuestos a representarle al mundo una vía de escape. Lo primero que se eliminó del urbanismo consistió en los mastodontes de acero y amianto; si les relato aquí cuantos cambios se sucedieron en el siglo convulso en el que nos movíamos, sus ojos y oídos no podrían dar crédito a semejante semblanza. "El gato negro", con lo vivido allí, quedó en un recuerdo, nos hicimos viejos, dejamos de juntarnos tan asiduamente y, cuando lo hacíamos, una caterva de chiquillos jugaba en el jardín de Lawrence Denison. Nuestro ideario se completó: En la Cumbre Internacional de Bruselas de 1945, conseguimos mucho más que la supresión de edificios con poder para destrozar con su peso las frágiles placas tectónicas del planeta. Copiamos a la perfección sus discursivos giros aleatorios y obviamos sus refutaciones; apoyados por el Grupo Interestatal de Agrupaciones Extraterrestres, hundimos, en unas horas, a los cuatro ministros y al presidente. Alguien derrocó el gobierno. Laura escuchaba con atención las palabras de su hija de seis años: —¿Y Charles impidió que construyeran esas cosas, mami? —La pequeña Prest llevaba un precioso vestido, se le habían caído dos dientes y farfullaba al hablar. Laura le contó por enésima vez que su padre no construía ‘dinosaurios’, se marcharon a jugar al croquet-flauta.
En los jardines me topé con Broker. Hacía mucho que no lo veía, nuestra amistad se había roto por una diferencia de opiniones absurda, ambigua y desastrosa sobre si debíamos colocar el catéter en la vejiga de un paciente por incisión o a través de la uretra; cuando el paciente está muerto esas discusiones calvinistas no deberían producirse. Acodado en uno de los setos del laberinto de la campiña —solía internarme en él para pensar y alejarme de los ruidos y los juegos— allí me di de cara con Broker. No hablamos de lo sucedido, me comentó algo sobre su esposa Claire y los niños, estaban en Brasil, donde él volvería en escasamente tres horas, eché de menos la ingenuidad e ilusión que todavía poseíamos en nuestras primeras reuniones y en los años posteriores. Broker era octogenario, y, qué decir de mí… había engordado y encanecido, acomodándome a la vida un burgués retirado, con la compañía de mi sirvienta, mis investigaciones sobre cloruros, mi perro Bonn y un gato.

Acerca de la autora:
Raquel Sequeiro

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