lunes, 19 de agosto de 2013

HISTORIAS DEL HOMBRE DEL SACO 1 - José Vicente Ortuño

David: El niño en el armario

En el reloj electrónico del salón sonó Para Elisa, de Beethoven, señal de que era medianoche, la hora en que la realidad vibra, se estremece, se retuerce y se rasga. La hora en que las criaturas que moran en los sueños atraviesan la barrera de la realidad para deambular por nuestro mundo. La hora en que seres creados en nuestras pesadillas acechan desde los rincones oscuros a los niños insomnes.
El pequeño David estaba acurrucado en la oscuridad del armario de su cuarto. Sentía mucho miedo. Tenía los ojos cerrados con fuerza y se apretaba en el rincón intentando ocupar el menor espacio posible. No quería que nadie lo descubriese, por eso procuraba no moverse, ni hacer ruido al respirar. A pesar de la calefacción tiritaba de frío. Para que el castañeteo de los dientes no le delatara, mordía con desesperación la manga de su pijama estampado de ositos de peluche. Deseaba que todo desapareciese y que sólo existiese el oscuro interior del armario, donde creía sentirse seguro. Pero en el exterior sonaron pasos lentos, pesados, cansinos, que le indicaron que más allá de la puerta existía un terror indescriptible.
En otras ocasiones, cuando tenía un mal sueño, era suficiente con llamar a su madre y ella venía corriendo a protegerlo y consolarlo. Aunque temía que ahora nadie vendría a calmarlo con palabras suaves, ni a arrullarlo entre sus cálidos brazos. Esta vez no era una pesadilla, lo sabía porque tenía mucho frío, el suelo estaba duro y porque había intentado despertar y no lo había conseguido.
Unos minutos antes escuchó como el hombre del saco subía por la escalera, con pasos lentos, pesados, cansinos. Pasos fuertes y espaciados como para darle tiempo a paladear el miedo. Al escucharlo, él se había tapado con la manta, como hacía siempre que despertaba asustado por una pesadilla. Luego escuchó como el malvado hombre abría la puerta del dormitorio de su madre, primero el crujido del picaporte, luego el leve gruñido de las bisagras y después los pasos lentos, pesados, cansinos que se internaban en la habitación.
No sabía lo que el hombre malo le podía haber hecho a su mamá, pero seguro que era algo terrible. Sus compañeros de guardería le habían contado que el Hombre del Saco hacía cosas muy malas, «cosas peores que la muerte», según la abuela de su amigo Kevin. David había visto una vez un gato muerto, tenía los ojos llenos de moscas y de la boca le colgaba la lengua ennegrecida. Suponía que estar muerto dolía y se imaginaba que algo peor debía de doler mucho más, sobre todo que le arrancasen a uno la piel para quitarle la grasa, como decían que hacía el Hombre del Saco. Por eso también lo llamaban sacamantecas.
Cuando se dio cuenta de que un hombre malo estaba en el dormitorio de su madre, salió de la cálida protección de la ropa de cama y se escondió en el armario. Estaba seguro de que allí el hombre malo no lo encontraría. Si su madre no era capaz de encontrarlo cuando jugaban al escondite, seguro que él tampoco lo haría. Al fin y al cabo su madre era la persona mayor más lista que conocía.
Los pasos siniestros, lentos, pesados, cansinos se aproximaron, muy despacio, por el pasillo. Parecieron detenerse en la puerta del dormitorio de David. Éste se imaginó al sacamantecas mirando por el cuarto, buscándolo. Pensó que tendría que haber apagado la lámpara de la mesilla de noche, que su madre le dejaba siempre encendida. Se encogió más en el rincón del armario. El desconocido entró en la habitación y provocó un ruido inesperado que sobresaltó al pequeño y estuvo a punto de hacerlo gritar. Algo había caído al suelo, pero se dio cuenta de que era su pelota favorita, la reconoció por el sonido que hizo al rebotar varias veces y alejarse luego rodando. Los pasos sonaron cerca del armario. Oyó una respiración pesada en el exterior, un gruñido, una tos bronca, el sonido de un roce contra la puerta, el crujido de la madera. El extraño parecía estar escuchando, para comprobar si había alguien en el interior. David aguantó la respiración y apretó los ojos todavía más. Le dolía todo el cuerpo de estar encogido. Le hubiese gustado poder desaparecer. Sabía que no tenía escapatoria. «¿Dónde está mamá?», se preguntaba.
El picaporte comenzó a girar, con lentitud deliberada, como deleitándose en la espera y, de pronto, la puerta se abrió. David gritó y gritó hasta quedarse sin aliento, pero siguió encogido y con los ojos cerrados, esperando que sucediese algo. Notó que se había orinado, pero no le importó. Sabía que su madre le reñiría. Su madre... ¿por qué no venía ya?
Una mano, grande y áspera como una garra de madera, lo cogió del cuello y lo levantó sin esfuerzo. David se quedó sin respiración y no pudo gritar más. Se sintió desplazado por el aire. Tras quedar un instante suspendido la presión cedió. Cayó y al golpear contra el suelo abrió los ojos. Vio el interior de un saco mugriento que se cerraba sobre él.

 Continuará... 


Sobre el autor: José Vicente Ortuño

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