martes, 10 de septiembre de 2013

Le debo un uppercut – Héctor Ranea


Paco “Chirlazo” Damianes paseaba con sumo orgullo su continente por la playa Bristol, en el verano de 1957, donde creo que lo vi por última vez. Mi padre, que por entonces usaba traje oscuro para ir a la playa, lo reconoció por el sombrerito marinero, el mismo que usaba para subir al ring y por el tatuaje de un ancla en el brazo izquierdo, con el que había noqueado a varios ilustres del peso pesado. Incluso al campeón sudamericano, el gran Andrés “Tigre Rayado” Zelta, loco como indicaba su apodo, había llegado a voltearlo dos veces en una pelea de fondo que fui a ver de chico, aunque después de la paliza que el Tigre le propinó en el noveno o décimo round, el Chirlazo se cayó como una bolsa de papas a la lona y le contaron hasta cien, calculo.
Le decían Chirlazo porque la partera que ayudó a que naciera le pegó el clásico chirlo para que llore, pero el Paco se negó. La partera y la abuela se pegaron flor de susto así que le entraron a zurrar por turnos y con ganas en las nalgas hasta que lo hicieron llorar de rabia, calculo. Desde esa fecha data el considerable atraso que había tenido en todo su desarrollo, excepto en el físico. Y la historia que voy a contar tiene que ver precisamente con algo de eso.
Yo pienso que debe haber sido Carnaval, porque no recuerdo otras fechas tales que mi madre nos llevara al mar, más que esas. Y por entonces era proverbial que el Tigre Rayado se pusiera bastante pesado en lo que respecta a quienes le lambeteaban una mirada a la mujer, una rubia espectacular, con senos casi desnudos y un trasero tan descomunal que costaba no mirar. El Tigre se ponía más que en guardia al acecho para captar miradas y repartir sopapos a diestra y siniestra, a tirios y troyanos, a niños o viejos, a jubilados o mozalbetes. Sin distinción. Y ocurrió lo que tenía que suceder. El Chirlazo se le cruzó al Tigre y no perdió oportunidad de mirar con sorna al contendiente al cual hizo besar la lona y con lujuria inocultable a toda esa piel tensa que hubiera querido amasijar a besos. Y fue para allá la trompada más terrible que yo hubiera visto jamás. Se escuchó desde La Perla hasta Playa de los Ingleses. Me alcanzó un pedazo de diente que conservo de recuerdo, aunque no sé de quién fuera. Cayó en el balde que estaba llenando de agua para mojar a una piba que me gustaba, y prolijamente le saqué la sangre, calculando que eso sería un trofeo, cosa que fue así, efectivamente, todo un éxito en la Escuela Mitre. Pero vuelvo a la pelea del siglo. La rubia se levantó con unas gotas de sangre, presumiblemente nasal y del Chirlazo, tomándose las tetas con la loneta y a los gritos. Cuando llegó al policía, el Tigre estaba magullado pero de pie. El Chirlazo tenía la cara hundida como un caramelo hueco. No fue que lo durmió, lo mandó al menos diez años en coma. Cuando lo despertaron, el Paco quería ponerse los guantes, pobre, para ir a darle el uppercut que le debía al otro, pero no sabía que ya el Tigre Rayado había muerto de tuberculosis en una celda en Sierra Fría y a él le quedaban pocos meses. Cuando preguntó por los dientes, le dijeron que la mayoría se los había comido pero habían logrado recuperarlos a todos, menos a uno. En esos meses, el Chirlazo talló figuras en sus dientes. Notable aptitud: cuando juntaban los dientes, ahí estaba la cara de Zelta. De la rubia ya ni se acordaba. Un tipo raro el Chirlazo. El diente que le faltaba no lo extrañó nada, pero yo tampoco lo pude vender, ni siquiera hoy. Ya nadie se acuerda del Chirlazo Damianes.

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