sábado, 21 de diciembre de 2013

Ingeniería en alimentos - Lucila Adela Guzmán


Poco a poco la humanidad fue olvidando el verdadero sabor de los tomates, la textura primigenia de las frutillas y el color intrínseco de las remolachas. La biogenética ensartó nuevos sabores inventados y desvistió de cáscara a las frutas para que toda su piel fuese tierna y comestible. La variedad fue tantas veces multiplicada que se nos hizo difícil recordar el nombre de cada una.
¡Somos lo que comemos! dirían algunos despabilados a modo de advertencia.
Nuevos conservantes fueron permitidos con tal de lograr le erradicación del hambre en el mundo, una loable meta que jamás sería alcanzada gracias a un rasgo constitutivo de nuestra especie, una intrínseca estupidez hereditaria que podría ser clasificada por los primates como propiedad intelectual de la raza humana.
El problema es la distribución, concluyeron algunos iluminados en la última cumbre de Hambre Cero. Los Líderes, satisfechos, declararon que el índice de mortandad por hambruna había descendido en los últimos años. Los muertos por el hambre se habían convertido así en una lejana minoría
A su vez los modernos frigoríficos supieron bien como lograr que sus productos fueran cada vez más tiernos. En sus vacas, en los cerdos, en sus pollos inmóviles y gordos, ahítos de alimento balanceado y hormonas se gestaría nuestro estado actual ¡Somos lo que comemos! insistirían algunos activistas a modo de advertencia.
Las nuevas tecnologías globalizaron el sedentarismo y así nos fuimos quedando quietos, gordos, tiernos y conservados. Ahora ya no hay marcha atrás y nuestros cadáveres, desviados del cauce natural desconocen la putrefacción y el cuerpo inerte humano ya no se descompone. Repito: somos lo que comemos.
Ahora es nuestra propia carne incorruptible la que se muestra fofa y tierna.
La invasión fue súbita e indolora, simplemente aterrizaron pacíficamente para saciar el hambre acumulada en la boca después de tanto viaje errante. Llegaron y nos miraron con gesto simpático, deseoso y babeante.
Matamos dos pájaros o tal vez tres de un tiro. Por un lado saciamos el hambre de los extranjeros, que tanto elogiar la exquisitez de nuestros cadáveres nos dieron pie para realizar excelentes inversiones en nuevas cadenas de comida rápida y por otro lado logramos solucionar la crisis desatada por el veloz incremento del índice de sobrepoblación cadavérica, constituida por humanos estáticos e improductivos que teniendo demasiados años de muertos sólo servían a los efectos de dar apariencia de concentración popular a uno que otro acto político. Desde los helicópteros se podía apreciar una multitud de cabezas (esta práctica fue pronto descartada por la poca actitud de los presentes a la hora de vitorear al orador de turno).
Deshacerse de los muertos se había convertido en el gran debate de los últimos siglos. Cada milímetro de tierra se usaba para cultivo y los últimos cadáveres enterrados ya ocupaban demasiado espacio. La cremación y el rociador de ácido fueron descartados por una sensible y tardía cuestión: La preservación del medio ambiente. Pero lo cierto es que ya nadie podía caminar por los jardines hogareños, siempre cultivados, sin esquivar a alguno que otro pariente lejano. Sólo uno, el occiso más recordado, era estaqueado y clavado en tierra para venerarlo con alguna que otra mirada mientras cumplía con excelencia su función de espantapájaros.
Pasado un tiempo fuimos llevados a la fama por el “boca en boca”, los viajeros del espacio aterrizaban sólo para degustar nuestros cadáveres exquisitos. Si bien al frente del menú se leía un cartel de advertencia, los visitantes no entendían su significado. Leían “Somos lo que comemos” y la añorada calavera con dos huesitos cruzando para alertar peligro ya no servía como símbolo de muerte
Pasado un tiempo adquirieron esta costumbre tan nuestra, digo nuestra como pronombre abarcativo para referirme a la especie humana ¿verdad? Resumiendo: Los extranjeros no tuvieron que leer el Martín Fierro para aprenderlo e hicieron suya nuestra sentencia. Cuando vieron que era posible eso de “Todo bicho que camina va a para al asador" avizoramos un futuro, nuestro futuro, comprometido
¿Cómo es que algunos nos salvamos? Muy simple, ser parte de aquella minoría lejana resultó ser una bendición, piel y huesos éramos cuando los vimos abandonar nuestro planeta. Pero repito somos lo que comemos... Sólo es cuestión de esperar.
Tras tantas décadas de trabajosa digestión ellos se mostrarán apetecibles para saciar el hambre de alguna otra especie. Una, que aún no me he puesto a imaginar.

Acerca de la autora:  Lucila Adela Guzmán

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