lunes, 17 de febrero de 2014

El último - Alberto Jaumot de Zuloaga



Mas allá de la civilización se encontraba el “Buena Esperanza”, constantemente lijado por las terribles ventiscas y martilleado por el duro hielo que flotaba inerte sobre el mar. No se podía decir que fuera el mejor barco crucero ni que siguiera su rumbo. Mejor dicho: iba a la deriva.
En sus entrañas se encontraba solo, callado y asustado un hombre joven, escuálido y más pálido que la nieve. Había sobrepasado la veintena de años. Ahora dentro de un camarote sucio, mohoso y frío estaba sentado en la cama. Mirando a la puerta cerrada que lo separaba del resto del barco.
Intentó mirar por el ojo de buey, pero solo vio vaho.
Él no recordaba nada, ni durante ni antes de subir a ese barco. Hasta ignoraba su nombre y su edad. Lo único que sabía no era más que un mero presentimiento, arraigado a su corazón, de muerte y horror.
Decidió salir.
El pasillo de afuera, con las paredes doradas, alfombras rojas y las puertas de madera de los otros camarotes, estaba en igual de condiciones. Todo roto y sucio. Pero allí había algo más. arañazos tan grandes que ni un tigre podría haberlos hecho. Los miró boquiabierto y empezó a caminar, era mejor salir de allí. Todo a su paso era igual, solitario, sucio, mohoso y con esos arañazos. Pero ni sangre ni cadáveres.
Empezó a sentir que los seguían, en un momento dado le pareció vislumbrar por el rabillo del ojo una silueta. Aún más, a lo lejos se oyó el chirrido de un ascensor al funcionar que reboto en forma de eco por todo el lugar. ¿Había alguien más?
Al compas del sonido su estómago se quejó y pronto el hambre supero al miedo. En la cocina palpó en busca de alimentos por que había poca luz. Solo encontró dos manzanas.
No estaban muy buenas pero se las comió con gusto.
“Opulencia, risas, danza, felicidad, amor”
Pasaron como imágenes por su mente. Decidió que lo mejor era continuar y descubrir más, las dudas lo estaban matando. Necesitaba una respuesta y ya.
Guiado por un mal presentimiento se llevo las manos a la cabeza. No halló pelo alguno. Y aunque padecía amnesia de alguna forma tenía la certeza de que él nunca había sufrido alopecia.
Para colmo, en la inmensa soledad del barco empezaron a resonar cientos de pasos, risas y murmullos. Provenían de la cubierta. ¿Pero quien en su sano juicio saldría a fuera con ese frio? El “buena esperanza” vagabundeaba por uno de los polos. Trago saliva y guiado por otro impulso empezó a correr, este parecía más kamikaze. Fueran quienes fueran los del baile tendrían respuestas.
“muerte, sangre, gritos, horror, pesadilla”
De nuevo imágenes, flash-backs. Su corazón se sobrecogió.
Finalmente llegó a otra puerta cerrada, esta separaba el interior del exterior.
La abrió.
Afuera sorprendentemente no hacia frío. Pero si ventisca que le golpeaba con violencia el rostro.
La aurora boreal surcaba el cielo negro y lo partía en dos. Su luz se reflejaba en el hielo y lo iluminaba todo. Daba un efecto mágico de cientos de remolinos de color. Parecía “la noche estrellada” de Van Gogh. Una música dulce y tranquila acompañaba la escena, al ritmo de los pies danzantes de la gente.
Más de cien personas vestidas con trajes y vestidos de gala bailaban bajo aquella estampa. Varios camareros iban de un lado al otro sirviendo copas. Todos ellos muerto. Actuarían como vivos pero a él no le engañaban, lo veía en sus ojos perdidos y vacíos. Él era el último pasajero.
Pero los fantasmas no eran los únicos allí, había un invitado más. El causante de los arañazos. El joven empezó a temblar. La criatura parecía salida de los avernos. Aquello tenía cuerpo de hombre alto y corpulento, con pelaje negro, tras su espalda unos grotescos tentáculos danzaban en el aire y sobre los cuellos, tres en total, nacían cabezas de perro. Como un cancerbero.
Una de ellas estaba devorando un cadáver, las otras dos lo miraban. De las fauces y las garras le goteaba sangre medio coagulada.
Permaneció inmóvil, excepto por el temblor, mirándolo también.
El cancerbero olfateo el aire, contrayendo y relajando uno de los hocicos. Rió como una hiena, contento de haber encontrado al último. Se puso en posición de ataque y aulló. Cargo contra él, con las tres bocas libres para morderle mejor.
Cada zancada que daba retumbaba en el suelo, casi al mismo ritmo que su corazón.
En aquel momento pre final sus ojos pasaron de la bestia a una mujer de entre la multitud. Tenía su misma edad y observaba con admiración un anillo. Era un fantasma como el resto.
Y entonces sus recuerdos volvieron.
Notó las tres bocas cerrarse en su piel.
Ya sabía su nombre y que hacia allí. El “Buena Esperanza” en un principio iba por el Atlántico, antes de desviarse claro. Había venido con ella, con la intención de pedirle matrimonio. La respuesta fue sí. También recordaba un baile, aquel. Bailaron hasta que esa cosa apareció, de o por donde no se sabía y comenzó a matar a la gente. La vio morir y corrió, esquivando a gente e intentando ignorara los gritos, a esconderse en su camarote.
Cerró la puerta tras de sí.
Dentro bajo el llanto y las suplicas de los demás olvido todo, debido a un trauma, que también le hizo perder el pelo. y quedó allí en shock mental, esperando. Cuando recobro la conciencia vi o la puerta y salió en busca de respuestas.


Acerca del autor:  Alberto Jaumot de Zuloaga

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