martes, 25 de febrero de 2014

Sopa de tetas - Héctor Ranea



Epifanio, en otra de sus aventuras maravillosas, estuvo a punto de delirar en el Bar La Distracción, justo entrando en la curva del Piche Viejo, en la Ruta 61 vieja. No va que el tendero, que oficiaba de cafetero y expendedor en el bar le dice con voz cómplice:
—Creamé, Epifanio, el plato del día es sopa de tetas. Muy buena sopa, muy buenas tetas.
Al punto justo de la incredulidad, el otro le hace que no con la cabeza, muerto de risa.
—Tabio, no me llenés la cabeza —Tabio se llamaba el cafetero—. Estoy seguro de que es sopa de letras. Letras. ¿Cómo va a ser tetas? ¡Hacé el favor!
—Vos haceme caso. Muy buenas tetas. Y tiene alverjas. Rica sopa.
El Epifanio no le hizo caso y siguió tomándose la caña de durazno con parsimonia pampera, haciéndose como quien pensaba aunque en realidad pensaba en la sopa. Una imaginación así, pocos tenían en el pago y el Epifanio si se imaginaba cosas ésas eran las tetas. El Tabio siguió su prédica con otros parroquianos y por ahí uno que parecía venido del Tuyú por el barro seco del poncho, le pidió un plato grande.
Se hizo silencio. Tanto que se sorprendió hasta el del poncho bayo. Tabio, con una sonrisa de oreja a oreja, fue a la cocina y trajo la sopa. A medida que pasaba por el salón la gente se levantaba, los espejos se movían con la mirada de los que jugaban al truco a cara de piedra, las miradas exaltadas de los que todavía olían a caballo y, por supuesto, la exclamación al borde del desmayo del gaucho del Tuyú que, en un rapto de embelesamiento procaz, se convirtió en payador solista, lanzando a los vientos del Sur un par de coplas por décima que nadie había escuchado de aquí al Napaleofú. En suma: todos, quien más, quien menos, silbaba de alegría, gemía de lujuria contenida, saltaba de salacidad y lascivia, brindaban a la salud del desenfreno y se hipnotizaban con el centro de ese plato de comida que todos le envidiaban al paisano de poncho manchado.
El Epifanio no pudo más, lo llamó al Tabio y le dijo:
—Tabio, perdoname hermano, no creí que fuera así tu sopa. Traeme un plato bien lleno, que me quiero mandar esa sopa.
—Lo siento —dijo el Tabio—. Fueron las últimas de las once mil vírgenes. No sé si va a volver a ocurrir algo así, no puedo prometértelo hermano. Se terminó la sopa.
Hubieron de sujetarlo al Epifanio antes de que ensartara sus partes con el cuchillo macho con empuñadura de plata con adornos de oro que le había regalado su Tata.


Acerca del autor:  Héctor Ranea

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