martes, 4 de febrero de 2014

Tiroteo en letras – Héctor Ranea


Kant fue el primero: disparó sus prolegómenos, tres tomos de cuero grueso. Impactaron de lleno en Joyce como un imperativo. James apenas pudo lanzar un monólogo de Molly intenso pero ya sin vida que llegó a Wittgenstein haciendo que se incendiara su solipsismo inencontrado, deconstruyéndolo con poca o nula piedad, de modo que, aun a riesgo de no saber qué estaba haciendo, disparó proposiciones epistemológicas que lastimaron profundamente a Kafka, que debió huir en seis patas mientras arrojaba maldiciones con aliento a cerveza Pilsen que llegaron a oídos de Madame de Staël que, desmayada por el espanto, cayó con un cigarro en la tela de un cortinado de brocato que dio comienzo al incendio de la biblioteca, al cual asistieron algunos afamados guionistas de Hollywood que expresaron su embeleco lanzando rollos de papel de limpieza íntimo escritos con poemas de amor salvajemente malos, pésimas conversaciones filosóficas que nadie hubiera tragado con el fin de atragantar a Charles Laughton, a Sophia Loren, a Anna Magnani y a José Carrera quien cantaba “Che gelida manina” y todos en el anaquel lloraban de envidia por Rilke caminando por la cornisa de Duino de la mano de una bella dama que parecía salida del cuento del Cazador Furtivo pero que nunca dijo una palabra de más y en eso se sintieron tocados, heridos, lastimados sin culpa pero no sin responsabilidad, el maduro Nietzsche y el joven Kierkegaard, quienes tiraron sus sogas para hacer recapacitar a los suicidas y conversos sacrificales.
Tanto libro que volaba de aquí para allá, tanto epíteto cruzado en una epopeya campal inédita, desconcertó a los pie de imprenta y sus genuflexos colofones de poca veracidad. De Sócrates casi nadie supo después de que Dostoievsky disparase su cañón cargado con las culpas, los castigos y los crímenes esenciales. Tampoco se salvaron los griegos que fueron Homero, ni los que copiaron con mano de púa los Veda y otros círculos de letras. Todo pasó como pasan los furores de los tiburones. Pronto la calma volvió a ser como debe ser la calma y el silencio en la biblioteca se restituyó con un breve tratado de paz sellado entre Monterroso y Alice Munro, por un lado y Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar por el otro. Hubo algunas protestas, sobre todo de matemáticos que argüían que ningún polígono convexo podía tener sólo dos lados, y los escritores de la extrema izquierda los apoyaron pero se llamaron a sosiego pronto al ver que la biblioteca abría nuevamente al público. Sólo quedó un monstruoso insecto caminando entre los libros como relicario de esas letras trenzadas en las poco hipócritas batallas literarias. Pronto, sin embargo, se convirtió en una cucaracha más y nadie notó su presencia.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

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