El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios
apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y
taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un carácter alegre y
gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de
la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía
en una bola para ocultar su rubor.
Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar
de rociarlo con agua o arrojarle humo -como aconsejan los libros de zoología-,
tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o
quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije
de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una
pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo,
hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.
Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un
emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las
luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del
Bucentauro, o, si lo miraba algún envidioso, un bufón.
El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de
felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera
aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando
llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía
hermoso.
Acerca del autor: Marco Denevi
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