lunes, 29 de septiembre de 2008

Arte y vida - Enrique Anderson Imbert


Jack Turpin (Inglaterra, 1750-1785) fue el actor más afamado y difamado en el reino de Jorge III. Afamado por su elegancia de galán en las comedias de Sheridan que se ponían en el Teatro Drury Lane y difamado en la sociedad de Londres por las explosiones de su carácter irascible. Una noche, en una taberna, el crítico Stewart se atrevió a burlarse de esa doble personalidad de caballero en la ficción y energúmeno en la realidad. Discutieron. Una palabra dura provocaba otra aún más dura y al final Turpin, fuera de sí y contradiciéndose, le gritó a Stewart:
-¡Le voy a probar que soy capaz de comportarme en la vida con el decoro del arte!
A Stewart no se lo pudo probar porque, en uno de sus irreprimibles arrebatos, lo mató allí mismo de un pistoletazo, pero lo probó ante el mundo en su primera oportunidad. Un testigo describe la escena así:
El actor Turpin, desde lo alto del tablado, echa una mirada al público. Piensa: "Hoy, en esta tragedia a la manera de Richard Cumberland, desempeñaré con toda mi alma el papel de condenado a muerte". Y, en efecto, resulta ser la mejor representación en su brillante carrera teatral. Avanza con las manos entrelazadas por la espalda, el cuerpo erguido, la cabeza orgullosa, hasta que se abre a sus pies un escotillón y Turpin, en el patio de la prisión de Newgate, queda colgado de la horca.

Escaques - Sergio Gaut vel Hartman


Kurosawa se aferró a las cerdas que sobresalían del cuerpo de la abeja; las cerdas chillaron como marranas, pero el japonés no se soltó. 
—Hiroshima —gritó, con la esperanza de que el conductor accediera a venderle un pasaje. Pero el conductor era la abeja y la abeja era el buz; estaba de pésimo humor.
—Vamos al torneo de ajedrez de Bersheeva —dijo un calvo menudo que también estaba aferrado a una cerda, aunque con asco. Se parecía a David Bronstein.
—No sé jugar al ajedrez.
—Podemos enseñarle —respondió el ruso—. Aquí hay más ajedrecistas de los que se necesitan.
Kurosawa miró a su alrededor y comprobó que, en efecto, había más ajedrecistas de los que se necesitaban. Estaban el prepotente Kasparov y el taimado Lasker, Alekhine y su gato, Tahl y una bataclana, Fischer y dos enfermeros que procuraban que no usara su genio para sacarse el chaleco de fuerza.
—Bersheeva está en medio del Negev —protestó el japonés mientras trataba de adaptarse al manejo heterodoxo del conductor.
—Lo de los desiertos es relativo —dijo Kasparov, que se comportaba como si ya fuera presidente de Rusia—. Preparen los paracaídas que el buz no baja a menos de cien metros.

Huevos frescos para trompas largas - Guillermo Vidal


Es verdad, los trompas largas tenemos costumbres no sólo extrañas sino limítrofes. Desafiamos el peligro más allá de lo conveniente. Los huevos hay que consumirlos antes que la cubierta se vuelva traslucida, pero son más apetecibles cuando rezuman humedad y se vuelven flexibles, listos para eclosionar. Tenemos sentidos adicionales para disfrutar este manjar exquisito. La importación y exportación de estos huevos, y aun el tránsito, están prohibidos en casi todas las supra dimensiones, excepto claro en la nuestra, ya que están restringidos y no pueden producirse en otro lugar más que en una sub dimensión reconocida y sellada. No puedo dar esa información. Una brana completa fue diezmada por completo de toda vida por eso. Cualquier ser vivo puede ser incubadora de las larvas que después se abren paso a través del cuerpo del huésped matándolo en el camino. Sí, estoy de acuerdo, asqueroso. La brana fue aniquilada, es un error que no volvimos a cometer, ¿ve que le cuento todo? Por supuesto que delicias como esta no las va a encontrar en dimensión alguna. Los trompas largas los consumimos en grandes cantidades y lo que más interesa, pagamos fortunas.  El pago en el portal por la entrega de cada carga intacta es inmediato . Podemos hacer un gran negocio; ustedes llevan los cargueros de un portal a otro, como intermediarios casi sin responsabilidades; nos hacemos cargo de lo demás. Los controles son muy estrictos para este tipo de biocargas. Por eso buscamos transitar por un corredor distante. Quedando afuera de mundos y zonas habitadas, el riesgo de contaminación en la práctica es ridículo. Hay sistemas de autodestrucción para casos extremos, pero no es aconsejable, se pierde una carga costosa y hay múltiples sistemas de contención. Si algo pasa y los descubren no hay conexión alguna entre nosotros, pero con estas ganancias, ¿quien no acepta algún riesgo? Ha sucedido ocasionalmente que navegantes trompas largas se tentaron y comieron huevos. Varios se descuidaron y terminaron de la peor manera. No pasó de allí. Por esos buscamos nativos de esta dimensión; para ustedes es menos peligroso porque no les resulta comestible. Por ninguna razón ingresen en las góndolas donde están almacenados y de ser así, si alguno lo hace, aunque parezca saludable, mátenlo sin piedad y quemen los restos. Fuera de estos detalles ambas dimensiones obtenemos enormes ventajas y eludimos los controles abusivos que nos imponen las otras branas.  ¿Cerramos trato? Espero respuesta, la propuesta es limitada, hay otros sub dimensionales interesados.

El guardián - Yoss


El Valle Yermo es un desierto inmenso. En su centro se alza lo que para unos es un templo y para otros la cápsula donde un dios destronado duerme fuera del tiempo. No hay modo de saberlo: el castigo de los milenios lo ha reducido a ruinas amorfas. 
Pero el Guardián sigue impidiendo que nada o nadie se acerque. Nunca duerme y patrulla sin descanso. Es la Bestia Definitiva: seis patas robustas con garras terribles, una gran boca repleta de colmillos y una larga cola que culmina en aguijón. Piel verde y erizada de púas que resiste al láser y a las explosiones atómicas. Tan astuto que nadie ha burlado jamás su vigilancia, y velocísimo, aunque hoy mide más de cien metros de largo.
Como el mítico Fénix, es único en su especie e inmortal. Cada cinco años su epidermis invulnerable se raja y de sus entrañas surge otro Guardián, o ¿quién sabe? quizás el mismo, pero algo más pequeño que en su forma anterior, cuyos restos devora con parsimonia.
Nadie lo ha visto jamás comer más que eso, y que los cadáveres de los pocos temerarios que lo desafían penetrando en el Valle Yermo. Por ello, y por su color, algunos sabios suponen que se alimenta del sol y el aire y que más que animal es planta.
Para los sabios es una entidad creada por alguien o algo, y no surgida de modo natural. Como no puede volar, lo estudian desde el aire. 
Dicen que, vista desde lo alto, la forma del Valle Yermo es idéntica a su silueta. 
Basándose en la lenta pero constante disminución de su tamaño, y suponiendo que originalmente sus dimensiones fueran las del valle mismo, han intentado calcular cuánto tiempo lleva allí el Guardián, vivo, solo y custodiando las ruinas. 
Los cálculos arrojan una cifra que supera en cientos o hasta miles de veces la edad hasta hoy aceptada del Universo.

domingo, 28 de septiembre de 2008

El ángel - Juan Rodolfo Wilcock


El ángel Elzevar está desocupado, lo único que sabe hacer es llevar mensajes pero ya no hay más mensajes que llevar, y entonces el ángel da vueltas revisando en la basura del gran basurero municipal en busca de restos de comida y sobras de fruta: algo tiene que comer. De noche, hizo la prueba de recorrer la orilla del río en calidad de prostituto todo servicio, y de hecho sabe hacer muchas cosas y su condición angélica lo exime de cualquier escrúpulo moral; pero la mayoría de las veces el encuentro termina mal, por ejemplo cuando el cliente, antes o después, descubre que Elzevar no tiene sexo: por lo que parece, en ciertas ocupaciones el sexo es particularmente requerido, e incluso indispensable. Para aplacar al desilusionado cliente, Elzevar le muestra un poco cómo vuela, primero a la derecha, después a la izquierda, después le pasa sobre la cabeza y le desordena los cabellos como una brisa ligera; pero los clientes de la orilla del río exigen algo más concreto que una normal exhibición de levitación; uno le mordió el tobillo en pleno vuelo, otro calvo con peluca lo llamó sodomita y un tercero lo denunció a la policía, basándose en un artículo del Código Penal que prohíbe exaltar la seducción y otros dos artículos del Código de Navegación Aérea relativos al vuelo urbano sin documentos. Después de lo cual Elzevar tuvo que mudarse a otro recodo del río, peligrosamente frecuentado por familias y pescadores con cañas, incluso de noche.
Estos inconvenientes, natural consecuencia de su desocupación temporaria, no pueden realmente preocupar a un ángel. Para comenzar los ángeles son inmortales, y son pocos los mortales que pueden decir lo mismo. En cuanto a la falta de mensajes, un día u otro tendrá que terminar. Nuevos emisores se están alistando, y los potenciales receptores por cierto no escasean. Ya en el pasado le sucedió estar sin trabajo por períodos más o menos largos, sin hacer nada. Basura de comer nunca le ha faltado; es verdad que la prostitución angélica ya no es lo que era , pero de cualquier forma, hasta que esté listo el nuevo mensaje, hay que seguir en contacto con los hombres. Mientras tanto Elzevar siempre puede encontrar trabajo en un circo, en tanto lamentablemente muchas cosas cambiaron desde que existe la televisión. Si el Gran Silencio durase mucho, otros caminos interesantes y poco recorridos se le abren: por ejemplo el cine underground, la aplicación de antiparasitarios, la manutención de computadoras, la limpieza de ascensores y los desfiles masculinos de moda.

Ajedrez - José María Méndez


Le apasionaba jugar al ajedrez y siempre llevaba consigo un pequeño tablero de bolsillo con sus respectivas piezas. En cuanto subió al tren trabó conversación con el compañero de viaje que ocupaba el asiento situado frente al suyo y lo instó a jugar una partida. El invitado se negó.
—Conozco muy poco, casi nada, del juego ciencia —le respondió cortésmente.
Entonces él insistió con tanta porfía que logró convencer al renuente viajero. Se inició la partida. Como su forzado contrincante jugara en forma inusitada, estrafalaria, perdió la serenidad, cayó en error, y al cuarto movimiento dejó un caballo e merced de las piezas enemigas. Su adversario, tal vez distraído, iba a pasar por alto la jugada que le favorecía, pero él, caballerosamente, le llamó la atención:
—Cómase usted el caballo —le dijo señalándole a la pieza indefensa.
—¿El caballo? ¿Esa pieza es un caballo? ¿Quiere que yo me lo coma?
—Sí. Es imperativo que se lo coma. No quiero ventaja. Cómaselo. Por favor, cómaselo.
—Si usted lo pide tan fervientemente... —dijo con voz sumisa.
Y tomó la pieza que se le señalaba y la engulló de un bocado. Al segundo se levantó presuroso, aprovecho el paso lento del tren, que se acercaba a una estación, saltó a tierra y se alejó en ligero trote, relinchando, por una vereda que de seguro conducía a un potrero cercano.

Primer día de escuela - Carlos A. Duarte


Cuando cumplí cinco ciclos mi precursor, V435, me llevó a la Curia de Instrucción. Algo desconcertado, me deslicé en el recinto iniciático. Un nanociclo después, una luz apocada iluminó la esfera y dejé de ser un observador externo para fundirme con la escena.
Primero fue la génesis de un sistema solar. Luego recreé, a través de seis cámaras, el surgimiento de estructuras carbonadas y su evolución en organismos unicelulares, que a su vez mutaron y se diversificaron en seres multicelulares. Recorrí en microciclos la epopeya de millones de años.
En la séptima cámara fui Cromagnon, domé el fuego, el palo y la piedra. Comí carne. Mi cerebro floreció. Las señas dieron paso a los sonidos articulados. Trascendí las fronteras biológicas. Fui Nabuconodosor, Buda, Heródoto, Calígula, Lady Godiva, Colón, Newton, Jack el Destripador, Gandhi; volé en el Enola Gay, fui Lennon, Reagan, Carl Sagan; Armando Fallas y Mulah el Hadid. Me sentí cada vez más poderoso y más frágil.
Todo colapsaba. Catástrofes y guerras; degradación. Pedimos ayuda y las IA crearon IA-Tierra8. Simbionte de todas las IA del planeta, procesó el Conocimiento y concluyó que el Homo sapiens no tenía sino una salida: Trascender en una especie que conjugara la individualidad con la conciencia arraigada de ser fruto y parte indisoluble del multiverso: Homo virtualis.
Terminada la sesión reorganicé mis quarks y mis leptones hasta adquirir una apariencia feliz y me escurrí fuera de la Curia. Emocionado me cuasidimensioné con V435.

Mi dulzaina - Antonio Mora Vélez


Esa tarde mi madre se peinaba su larga cabellera frente al almendro de la puerta y se untaba una tintura para esconder los años. Mi padre solía llegar todas las tardes con un periódico viejo, una bolsita de algo y una tristeza. Después del colegio yo jugaba en la sala con una dulzaina y cantaba las canciones que escuchaba en la radio del vecino. Los domingos salía a cazar torcazas con mi honda y un arsenal de bolitas que elaboraba con el barro del río.
Mi padre era un empleado de la ruleta del gamonal y trabajaba todo el día en el bar de Sagbini y los sábados en la gallera. Esa tarde llegó con el periódico y su tristeza pero sin la bolsita, y quiso que yo le prestara la dulzaina a uno de los contertulios de la parranda de enfrente. Rascaba la guitarra un guitarrista trasnochado y el gamonal quería escuchar el vallenato que le cantaba Abel Antonio cuando llegaba de correrías. “Este es el amor, amor, el amor que me divierte”. Pero hacía falta la acordeón para entonar la melodía y la dulzaina la reemplazaba. Y se trataba del gamonal, el dueño de vidas y haciendas, que quería complacer a su “querida” del barrio Abajo, la mulata culiparada que se bañaba todas las tardes en el canal con nosotros.
Mi madre –temiendo el contagio de una mala enfermedad-- se opuso al préstamo y se enfrentó a la obligada y lamentable sumisión de mi padre como una fiera, como nunca la volví a ver en mi vida, y yo escondí mi dulzaina en los matorrales del patio. Mi padre, lleno de rabia porque quedó como un zapato ante el patrón, me botó en la letrina la honda, las bolitas de barro y un pedazo de mi alma. Mi madre, al tratar de impedírselo, regó la tintura y la otra mitad de sus afectos por el suelo.
Desde entonces dejé de matar torcazas y esperanzas y empecé a ver al gamonal de otra manera. 

Genocidio - Javier López


Genocidio

Esta mañana he roto el despertador.
Lo he machacado, sin piedad. No sé con qué lo hice, porque apenas había salido del sueño. Quizá le aticé con un zapato, o directamente lo estrellé contra el suelo. No lo recuerdo. Sólo el resultado, verlo destripado e inerme sobre el piso cuando encendí la luz.
Y no lo hice por mí, no fue la reacción violenta de un sueño interrumpido. Nada de eso. Ha sido por la humanidad.
Soñaba. Después de una noche no muy ajetreada de sueños tópicos, de nadar en playas irreales, de subir y bajar escaleras que conducen a sitios extraños, de actos de amor interrumpidos en el momento menos oportuno... tuve un sueño diferente.
Me encontraba en una manifestación (aunque pocas veces estuve en una), rodeado de millares de personas. No era mi ciudad, no. Era una mucho más grande, y lo podía adivinar por el tamaño de las avenidas. Madrid, Sevilla, quién sabe. Recorríamos lenta y pacíficamente las calles, gritando no sé qué consignas. Por la subida de los precios, por el último atentado, por la nueva ley de educación, por cualquier cosa que esté mal y contra la que haya que protestar. No lo sé, las voces sonaban como murmullos, como esas veces que las escuchas pero sólo entiendes su musicalidad, los sonidos vocálicos, pero no logras distinguir bien las palabras.
Y en medio de esa manifestación, cuando ya me eran familiares las caras de las personas que ocupaban posiciones más cercanas a la mía, cuando aprendía de memoria las curvas de la chica que tenía delante, la mirada de la que estaba a mi lado, la forma de andar del hombre que estaba a mi otro lado, y sabía que miles, cientos de miles de personas me rodeaban, ese timbre metálico me despierta, y acaba con todas ellas, de un plumazo, las evapora igual que habría hecho una bomba nuclear que cayera en mitad de esa multitud.
No pude soportarlo, ese despertador genocida merecía ser ejecutado en el acto.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Destino - Roxana Heise


Vienes como siempre, a las diez y quince, con aquella tenida de payaso dominguero y un saxo bajo el brazo por si cae algo. Reímos por las calles como dos perros vagos y la luz de los faroles comienza a iluminarnos. Dices que sí, que esta noche será la vencida, que hay amigos influyentes por ahí, apostando por ti y yo me río: te digo que es por un chiste que recordé, y me guiñas el ojo alegremente, como diciendo: vale, esta será la vencida. Pero aunque niegas reconocerlo, sabes que tu destino es tocar en los burdeles, oliendo a sexo barato y cigarrillo trasnochado; viéndome sólo a mí, cuando el frío de todos los inviernos te desgarre la garganta de tanto darle y darle, de esperanza en esperanza. Me preguntas qué me pasa, no entiendes que estoy divagando. Dices que aún vale la vida, porque estoy a tu lado, y me das justo en el pecho de loca desvergonzada. Aseguras que algún día el mundo verá tu talento, y te aplaudo en la avenida haciéndote una reverencia. La calle nos pertenece, mi bufón de pacotilla: mira como todos vienen a escucharte, y te dejan monedas que recojo en mi sombrero, y te aplauden cuando gritas: ¡esta será mi noche!, yo quisiera llorar, pero prefiero lanzarme alrededor de tu cuello y besarte con locura, como en un fin de mundo. La gente nos aclama, en un enorme alboroto. Los vecinos se aproximan, si hasta la policía aparece de improviso. 
Cuando lleguemos al bar y aparezcan los amigos... los amigos aquellos...
Agacho la cabeza mientras entramos al carro policial. Le pido al matón aquel que nos deje en libertad y te devuelva el saxo, pero dice que no, por ofensas a la moral... Ofensas a la moral... ofensas a la moral... quién mejor que nosotros puede saber de eso, respondo en voz bajita, sólo por no atormentarte, pues sigues reza que reza: cuando lleguemos al bar y aparezcan los amigos... los amigos aquellos... entonces será mi noche. ¡Basta Rubén! —te suplico—. ¡Basta de darle a los sueños! —Sólo me respondes: —Juan... —y quedas como volando...

Primer Beso - Pablo Giordano


¿Te acordás Cachilo que íbamos seguido a espiar a la vieja? Ella se depilaba en la ventana de atrás, y nos escondíamos entre las cubiertas de tractores tiradas, me acuerdo. Tenía unas piernas perfectas y nunca nos descubría, o se hacía la boluda. Me habían contado, nunca supe si era cierto porque el Jenjo ya se había ido del barrio, que un día, él con los del otro barrio, le preguntaron si los dejaba tocarle la concha. La vieja lo agarró de la oreja y lo devolvió a su casa. Le hizo pasar un papelón con los padres que ya me imagino al Jenjo meándose delante de todos, porque así era él. Para mí que un día la vieja nos vio y anduvo toda la semana esperando, porque la tarde que fui solo ella salió por la puerta del patio antes de que yo me acomodara y me descubrió. Me la quedé mirando con los ojones sin saber qué hacer. Ella se acercó sin decirme nada, paso al lado mío rozándome con esa pollera celeste que se ponía siempre. Entonces me agarró la cara con las dos manos. Yo no daba más. Se acerco a mi boca y me dijo “tu primer beso”, y me lo dio.

La ciudad de la Distinción Política - Ambrose Bierce


Jamrach el Rico, ansioso de llegar a la Ciudad de la Distinción Política antes de la noche, encontró una bifurcación de caminos, y estaba indeciso acerca de cuál tomar; así que consultó a una Persona de Aspecto Sabio, sentada a un lado del camino.
—Tome ese camino —dijo la Persona de Aspecto Sabio—: se lo conoce como la Carretera Política.
—Gracias —dijo Jamrach, y se dispuso a seguir viaje.
—¿Con cuánto me agradece? —fue la respuesta—. ¿Supone que estoy aquí haciendo una cura de salud?
Como Jamrach no se había vuelto rico por su estupidez, le dio algo a su guía, y apresurándose, pronto llegó a una barrera de peaje custodiada por un Caballero Benévolo, quien lo dejó pasar tras recibir algo. Un poco más allá, halló un puente que sorteaba un arroyo imaginario, donde un Ingeniero Civil (que había construido el puente) le exigió algo para permitirle pasar. Ya se estaba haciendo tarde, cuando Jamrach arribó a la orilla de lo que parecía un lago de tinta negra, donde terminaba el camino. Viendo a un Barquero en su bote, Jamrach pagó algo por la travesía y estaba a punto de embarcarse.
—No —dijo el Barquero—. Ponga el cuello en este lazo, y yo lo remolcaré. Es la única manera de pasar —añadió, al ver que el pasajero estaba por quejarse de las comodidades.
A su debido tiempo, Jamrach fue arrastrado a través del lago, y llegó medio estrangulado y atrozmente empapado por las aguas fétidas.
—Bueno —dijo el Barquero, remolcándolo sobre la ribera y soltándolo—, ahora usted está en la Ciudad de la Distinción Política. Tiene cincuenta millones de habitantes, y como el color del Pozo Asqueroso no sale con el lavado, todos parecen exactamente iguales.
—¡Ay de mí! —exclamó Jamrach, llorando y lamentando la pérdida de todas sus posesiones, gastadas en propinas y peajes—. Volveré con usted.
—No creo que lo haga —dijo el Barquero, desatracando—. Esta ciudad está ubicada en la Isla de los Que No Vuelven.

No se toca - Ricardo Manuel Ganso


Tatiana empujó suavemente la puerta prohibida. En puntas de pie y casi colgada del picaporte, avanzó silenciosa. El hombre dormía ruidosamente, así que tomó confianza y entró en la habitación. La puerta se cerró tras ella, pero no la asustó. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra vespertina creada por la celosía, y entonces vio cosas que nunca había visto antes en esa habitación. A los pies de la cama había un triciclo parecido al suyo pero oxidado, como los clavos aquellos que quedaron tirados en el patio. Sobre la cama había un montón de autitos de juguete, algunos con ruedas, otros no. El más grande era un camión de color rojo cargado con bolitas de vidrio. Encuriosada, Tatiana sólo miraba, porque el viejo le había prohibido tocar sus cosas y se enojaba mucho cuando la pescaba. Se acercó a la mesita de luz y vio una pila de fotitos redondas. Las agarró tratando de no hacer ruido y vio que eran fotos de hombres parecidos a los que salen en los partidos de fútbol de la televisión. Entonces advirtió que el viejo dormido tenía algo redondo en la mano, algo rojo y blanco que tenía escrito lo mismo que las botellas de cocacola. Tatiana dejó las fotitos donde estaban y trató de agarrar ese objeto redondo, pero descubrió que el viejo lo tenía atado a un dedo con un piolín. En la otra mano, la derecha, tenía un lápiz, y sobre la almohada había un cuaderno abierto, escrito como los papelitos que escribe la abuela antes de ir a hacer los mandados pero con las letras torcidas. Su mirada siguió por la almohada recorriendo pomitos de colores, tijeras y pinceles. Llegó a la otra mesita de luz donde apareció un juego de ladrillos para armar. Tatiana quiso ir a verlo de cerca rodeando la cama, pero pisó un autito a cuerda que cruzó entre sus pies. Para no caer se apoyó en una pierna del viejo, que dejó de roncar y abrió los ojos. En ese momento todo desapareció: los autos de juguete, las fotitos, el triciclo, el cuaderno, las bolitas, todo. Tatiana miró a su abuelo que despertaba y alargando una mano hacia ella acaso rezongaba, o la llamaba:
—¡Tatiana!
—¡Abu!  —contestó. Y salió corriendo.

Noticias - Jorge Martín


Pican aquí, tocan allá, como la plaga de langostas, no se quedan quietas en ningún lugar y por donde pasan no dejan ni al suplente. 
Venden los crímenes como un thriller de suspenso, como una lujosa comedia de enredos. Prometen protagonistas elusivos cambiando según la temperatura o el rating. Apuntan la adrenalina directo a los detalles más oscuros; las víctimas, los daños son siempre personajes secundarios. La verdad es un pobre argumento. Nos robaron el tono y las palabras para ocultar los duelos bajo la mirada preocupada y el gesto adusto de alguien que habla mesurado sólo para escuchar lo que le dictan. Eso sí, siempre con aspecto impecable.
Bajo la potente luz de los reflectores se ilumina el ángulo que favorece la ley de las grillas y el presupuesto. El control remoto selecciona bajo libertad vigilada, son muy pocos los que se atreven a elegir y muy fáciles de detectar.
En ese estrecho rectángulo de alta definición donde se ve menos con más acción, ataviada de lujo la realidad se viste de mona y aspira como en los concursos de belleza a ser la reina de la ficción. 

viernes, 26 de septiembre de 2008

Las últimas miradas - Enrique Anderson Imbert


El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.

En la ciudad vacía - Lewis Shiner


En la ciudad vacía, suenan los teléfonos. Contestan las máquinas.
—Para dejar un mensaje, por favor, marque el “uno”. (Pausa). Gracias por su interés.
—Por favor, escuche todo este mensaje porque las opciones han cambiado.
Los ordenadores están llamando a las grandes empresas de Internet para demandar cortinas nuevas para sus talleres; están encargando videos y éxitos clásicos; están reenviando los e-mails más graciosos. Prosperan los negocios en la ciudad vacía.
Las casas resuenan con la risa de las comedias de la televisión. Todas son reposiciones, todas son los programas preferidos.
Las carreteras de la ciudad están llenas de coches, camiones, todoterrenos. No se mueven, como siempre.
Hoy el aire es un poquito más fresco que ayer. Por un momento, el sol casi rompe las nubes.
En un callejón de la ciudad vacía, una paloma de luto arranca un poco de piel humana para llevar a su nido.

Páramos sombríos - Sergio Gaut vel Hartman


Una granja de órganos, abandonada. El remedio y la enfermedad son nada, si las confrontamos con el desamparo. Kurosawa vio orejas muertas, ciegas a todo sonido, y narices en las diez de últimas, tratando de ver la espira final de alguna palabra sucia. Ya estaba harto de sitios en los que cualquiera puede soltar la basura que se le antoja. Buscó la salida y divisó a una oveja aburrida y triste, que por lo visto era lo más extravagante de una granja como aquella.
—Dígame, oveja —Kurosawa no se atrevía a tutearla porque no habían sido presentados—: ¿conoce el camino a Hiroshima?
—¡Por supuesto! Dentro de diecinueve minutos pasará un buz a rayas que lo dejará en la puerta. Hay que buscar nuevos pastos, coincido con usted.
—¿Pastos en Hiroshima? —rió Kurosawa—. Allí no hay una brizna; aunque a usted esto le parezca deprimente, le aseguro que allá se moriría de hambre.
—¿Qué le hace pensar que prefiero la hierba al ladrillo? —La oveja se había puesto súbitamente reflexiva; parecía Karl Popper—. Eso es lo único que me ha dejado un agradable sabor de boca. Calle, llega el buz.
Kurosawa se agachó a tiempo porque una monstruosa abeja, más grande que un zeppelín, se arrojó desde los cielos con la despiadada voracidad de un kamikaze.

http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/sergio-gaut-vel-hartman.html

Capitán Luiso Ferrauto - Juan Rodolfo Wilcock


Una vez al año, en primavera, el capitán Luiso Ferrauto cambia de piel; de la piel vieja emerge lustroso y rosado como un recién nacido, pero al cabo de unas horas la piel nueva recobra su color normal, que es aceitunado, y también el pelo, que se ha desprendido junto con la piel del cráneo, vuelve a crecer rápidamente, como corresponde a un oficial de la Seguridad Pública. Su mujer, unida a él por un amor inusitado en estos tiempos, suele guardar estas pieles usadas de su marido y rellenarlas de goma espuma color carne, para hacer así un muñeco bastante presentable, bien cosido y armado, con su uniforme puesto. Ya tiene unos quince, en el garaje: todos oficiales de policía, tan parecidos a su marido que da gusto verlos a todos juntos, tan dignos, tan rectos, tan inalcanzables por la corrupción. La señora hizo instalar un equipo estéreo en el garaje y cuando el capitán está de servicio fuera de casa, la mujer baja para hacerles escuchar a sus ex maridos las mejores páginas de la lírica mundial. Absortos, como embelesados, los quince policías escuchan inmóviles la muerte de Desdémona, el merecido asesinato de Scarpia, la disputa fatal entre Carmen y Don José, delitos todos que exigen el arresto inmediato del culpable, hechos de sangre y de violencia como tantas veces han visto a lo largo de su carrera. Puesto que los muñecos de piel policíaca son producidos a razón de uno por año y cada uno es de edad más avanzada que el anterior, presentan esta insólita característica: que el más joven de los quince es el más viejo de los quince.

En otro lugar de la biblioteca de cuyo nombre tampoco me acuerdo - Saurio


Humphrey Chimpden Earwicker depositó los vasos frente a los dos hombres —una Guinness para el soldado flaco, vino tinto patero para el labriego gordo— y volvió a dormitar detrás del mostrador del pub.
—... pero al menos ustedes hacen algo concreto —decía el cabo Trim—. ¡Qué daría yo por estar acometiendo molinos de viento o atacando majadas de ovejas en lugar de estar jugando con soldaditos de plomo!
—No creas. Yo preferiría estar con los soldaditos que andar recibiendo tundas cada dos por tres. Aparte, la viuda Wadman está bastante buena, no tenés que andar como yo haciendo de cuenta que la Aldonza Lorenzo es una bella y graciosa doncella.
—Ah, eso es verdad. ¿Tan terrible es la muchacha?
—¡La hija de puta es capaz de matar un chancho de un puñetazo y pega unos gritos que la escuchan a media legua!
—¡Faaaa, loco! Una auténtica bestia.
—Bah, peor es mi Teresa...
La puerta de la taberna se abre violentamente. Por ella entra corriendo Panurgo, desnudo y cargando sus ropas.
—Si llega a aparecer el doctor Bovary buscándome ustedes no me vieron —gritó mientras huía por la puerta trasera.
—¡Qué suerte tienen algunos!
—Nada de aventuras o proyectos ridículos..., 
—... sólo ir de acá para allá..., 
—... emborrachándose..., 
—... poniéndola cada dos por tres, ...
—... burlándose de los curas.
—¡A su salud! —exclamaron ambos.
HCE, por su parte, estaba teniendo problemas oníricos con una gallina, una carta y dos muchachas en Phoenix Park, pero esa es otra historia.

La Isla - Carlos Duarte Cano


El yate sortea apenas los arrecifes que surgen de improviso. Frente a ellos, la playa es una franja albiceleste que se curva invitadora.
El millonario y la mujer descienden.
—No encuentro esta isla en mis mapas.
—¡Qué extraño, querido! No puede haber surgido de repente.
Chozas rústicas, palmas, olor a pescado fresco. Ya llegan los nativos que los miran y gesticulan excitados.
—¿Alguno habla español? —demanda el hombre.
Un individuo gordo se adelanta. Un delantal de fibras de henequén cubre sus partes pudendas.
—Yo, señoría.
—¿Puedo hablar con su jefe?
—No tener, señoría, cada uno ser su propio jefe.
—Comunismo —musita el hombre, espantado—. ¿Algún representante de la autoridad?
—Tampoco, señoría; cada uno se representa a si mismo, cada uno es la autoridad.
—Anarquía —susurra horrorizado—. ¿Hay petróleo?
—No, señoría.
—¿Electricidad?
—Tampoco.
—¿Televisión? —intercala la esposa.
—No señora, no TV, ni Internet, ni radio.
Los viajeros se miran espantados. Retroceden temerosos hacia el yate. Una vez a bordo respiran aliviados.
—Malditos salvajes —exclama él.
El barco se pierde en el horizonte.
—¡Ya se fueron, Mario; desconecta el camuflaje! ¡Y a ver si averiguamos que falló esta vez con la Cortina!
Las palmas, las chozas, y los nativos ya no están. En su lugar se levanta un pueblo moderno con casas de mampostería, paneles solares y un cartel enorme que dice:
Viajero que puedes ver más allá de tu egolatría,
BIENVENIDO A UTOPÍA

jueves, 25 de septiembre de 2008

Orillas – Javier López


Un día las mareas empezaron a seguir una rutina diferente.
Se inundaban ciudades o el mar se retiraba kilómetros hacia adentro, desapareciendo las playas y las costas, provocando el hundimiento de la economía de aquellas poblaciones que siempre habían vivido del mar, sumergiendo en la tristeza a las personas cuya vida había transcurrido con la visión de una tranquila playa. Los pescadores dejaron de salir a hacer su faena, pues el agua en retirada los arrastraba mar adentro, y la marea alta arrojaba sus barcos contra los edificios. Pronto, las ciudades costeras fueron abandonadas. Ningún científico lograba dar una explicación, pese a constantes mediciones, análisis de las aguas, fotografías de satélites y toma de datos. En los programas de televisión era casi la única noticia. Los reporteros ya no se dedicaban a perseguir famosos, sino a pedir a la gente que contara sus experiencias o diera sus opiniones sobre lo que estaba ocurriendo. Un día (todos pudimos verlo) la entrevistadora acercó su micrófono a una niña de seis años, que supo dar la clave de lo que sucedía:
—Sí, es que la Tierra y la Luna enfermaron...

Agustín y el Nirvana - Camilo Fernández


Extendió el diario dando inicio a la mañana. La brisa balanceaba tímidamente el papel. Las noticias le impactaron. El desplome de las bolsas, la suba del petróleo y la amenaza del eterno fantasma de la inflación. El diario podría tener dos, cinco o quince años y esas páginas apenas si cambiarían.
Sonrió por un instante, rememorando. Pasó a la siguiente página en busca de algo interesante. Política. El tema le interesaba menos que su conteo de glóbulos blancos. Continuó avanzando hasta la sección que buscaba: Espectáculos. La única que no contenía malas noticias; sólo malos artistas.
Entrecerró los ojos, sonriéndole al sol. Notó lo pausado de su respiración y casi pudo escuchar sus propios latidos, uno por segundo. Su mente viajó con cierta nostalgia hacia tiempos pasados, tan difusos como películas de la infancia. Cuando creía ser feliz.
Sorbió ruidosamente su café, sin preocuparse por quienes lo rodeaban. Volvió a la lectura por unos minutos, hasta que los párpados comenzaron a pesarle. Concluyó que no había dormido lo suficiente, o que el café estaba demasiado cargado. Estiró las hojas del diario para cubrirse dentro de su caja de cartón. El puente no lo protegería del frío.

Estoy en una burbuja - Eduardo Abel Gimenez


Estoy en una burbuja, flotando sobre la ciudad, recostado como en una hamaca paraguaya. Tengo los dedos de los pies a la altura de los ojos, los brazos cruzados sobre el pecho, y miro hacia la izquierda, al horizonte que queda justo por encima de la azotea del edificio más alto.
Dicen que los chinos inventaron las burbujas, como tantas otras cosas. Pero estaban reservadas al Emperador y a los miembros más elevados de su corte. Cuando el Emperador salía a flotar en una burbuja, a quienes vivían cerca de la Ciudad Prohibida les estaba vedado mirar al cielo.
Hay que estar quieto, porque si no resulta peligroso. Sobre todo si uno tiene las uñas largas y se le ocurre hacer presión en la membrana delgada. O si no se ha quitado los zapatos y mueve los pies con brusquedad. O si ha quedado un mosquito aquí encerrado y uno lo persigue sin mirar dónde pega. En cualquiera de esos casos es probable que la burbuja, y uno mismo, se convierta en apenas un sueño.

Los dos equilibristas - Cristian Mitelman


En la ciudad de Tadmar, al sudeste de Jerusalén, todas las noches, cuando ningún hombre recorre las calles; dos ángeles se reúnen bajo el árbol central de la comarca. Los dos son de una belleza intolerable para los limitados ojos mortales. Nada se dicen; desde la eternidad conocen la misión que Alguien les ha encomendado.
El primero de ellos se encamina a las callejas del mercado (encabritadas al mediodía, silenciosas por la noche) y pasa frente a la casa de Farud, que a esas horas está durmiendo.
Una vaga inquietud lo acosa en su sueño. Al otro día saldrá de viaje; deberá navegar la distancia que media entre dos mares... Será en vano: la barca no llegará al otro puerto; sus huesos yacerán para siempre en la fosa de los peces.
El otro ángel se encamina al Norte, y recorre el jardín de la casa de Zainab, que aún vive con sus padres. Ella atesora una piadosa virginidad. Mañana conocerá al hombre que pronto va a desposarla; de sus entrañas brotarán un guerrero y un algebrista.
La muchacha se sobresalta y sonríe. No intuye que cuando mañana se dirija al mercado, un hombre la estará aguardando. 
Sin alardes, rodeados de sombra y silencio, los ángeles desparraman monedas oscuras y brillantes. 
Esta noche alguno de los dos se detendrá ante tus muros.

Error de apreciación — Antonio Mora Vélez


La nave galáctica se posó suavemente sobre un paraje del gran desierto americano. El sol se ocultaba, en ese instante, allende los montes Grapevine y un hermoso cielo anaranjado anunciaba la llegada del frío. En la distancia, dos zorros jugueteaban cerca de una chumbera florecida y una serpiente reptaba afanosamente en pos de un roedor solitario.
—¡Hay vida! —exclamó entusiasmado uno de los tripulantes. Su cara triangular huesuda asomaba por una de las ventanillas de la astronave.
—El aire es como el de Pólux —agregó el otro, luego de leer la pantalla de su microprocesador.
Cerca de allí, un poco más allá de las primeras dunas, recostado a un saguaro de tres metros, un viejo indio fumaba y contaba las estrellas que ya empezaban a tachonar el firmamento. Era la hora del coyote. Entre una y otra fumarada el viejo indio silbaba una melodía dulce que más parecía un lamento nacido desde bien adentro en el ancestro.
—¿Escuchas ese canto nostálgico? —preguntó el comandante del espacio. Este encabezaba el grupo que ascendía lentamente por las dunas hacia el cactus gigante cuya copa sobresalía por encima de las arenas.
—Parece un silbido de piroxal —le anotó su más cercano compañero.
Al rato, ya casi en el límite de la fatiga, los astronautas llegaron al lugar del indio. Lo encontraron sentado, con un sombrero alerón casi cubriéndole el rostro y una pequeña rama en la mano que masticaba después de cada fumada.
—¿Hay otros como tú en este planeta? —le interrogó el comandante haciendo uso de su traductor instantáneo.
El viejo aborigen se quedó mirando fijamente el infinito de las dunas hacia el norte y le respondió: —¡Están muertos!
—¿Muertos? ¿Todos? —insistió el comandante.
—¡Todos! —respondió el indio—. Todos murieron de soberbia. Quisieron llegar más lejos de sus límites y lo destruyeron todo y se destruyeron ellos mismos.
El joven del cosmos inquirió otra vez pero el solitario de las dunas no habló más. —Es una lástima porque el planeta es hermoso —dijo entonces al partir.
Cuando los navegantes de Pólux retomaron el trayecto y se volvieron a su lugar de origen: varios años luz arriba en la dirección de Venus a las seis de la tarde, el anciano indio sacudió la arena de su poncho mientras se erguía, escupió las huellas dejadas por los forasteros plateados y musitó indignado:
—¡Blancos de mierda!

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Al final del camino - Juan Pomponio


Un hombre con un sombrero de paja caminaba por un sendero cortando la profundidad de los cerros azules. Se dirigía a la aldea de Humukena, donde sabios campesinos habían desarrollado, por intermedio de diversos injertos, una clase de planta cutos frutos eran bombillos eléctricos, los que eran utilizados para  iluminar la comarca. En el rostro barbudo y anguloso del hombre se notaba el cansancio de trajinar caminos. Al llegar frente a un campesino que araba la tierra con una yunta de bueyes, habló:
—Busco a Muela de Gallo.
—¡Sooo! —gritó el campesino frenando a los animales. Lanzó un eructo y respondió—. Seguro que anda destilando sus pociones. Vive allí —agregó señalando una casa de tejas negras.
El hombre se quitó el sombrero, saludó al agricultor y se marchó hacia la casa. Luego de andar unas cuadras estuvo frente a una puerta de madera. Golpeo el dragón plateado que tenía como aldaba y espero unos segundos. De pronto apareció un anciano que flotaba, descalzo y en harapos.
—Hace mil años que te esperaba —dijo Muela de Gallo—. Pasa.
El hombre ingresó a la casa y sintió la presencia de seres luminosos. En el cuarto había botellas de cristal, tubos de ensayo, redomas de arcilla etiquetadas, y afuera, bajo un mango frondoso, un viejo alambique. Muela de Gallo llamó al viajero. De un arcón tallado en madera extrajo una botella que contenía un líquido dorado. Se la entregó.
—Sólo funciona si se comparte —dijo observándolo con ojos sin tiempo.
—¿Qué es?
—El elixir de la felicidad.

Historia de una santa - Rogelio Ramos Signes


Si digo que yo fui el amante de Eureka Latines, le miento.
Si digo que yo fui amigo del amante de Eureka Latines, le miento también.
Si ahora le aseguro que por ese camino vendrá Eureka Latines tocando la flauta, mentiría nuevamente.
Mentiría si encomendara mi alma al alma siempre activa de Eureka Latines.
Diría la verdad, en cambio, si le confesara que yo escribí la biografía de Eureka Latines.
Es que Eureka Latines nunca existió.
Eureka Latines es una fantasía, producto de mi extrema soledad en esas frías siestas de invierno.
Lo demás, son simples palabras amontonadas por el viento para uso de los turistas.
Y aquí andamos (a la topa tolondra) diciendo que Eureka Latines está a punto de llegar.
Ya hay quienes la han visto al costado de las vías haciendo milagros.
Ya los carpinteros le roban maderas a sus clientes para prepararle un altar.
Ya las vecinas del barrio le cosen una túnica, porque dicen que anda medio desnuda la pobrecita.

Burocracia - Jorge Martín


—Prefiero vender mi alma.
—Tiene que poner por garante a toda su familia en caso de incumplimiento de contrato. Una cuota inicial por seguro del ciento treinta por ciento por el monto total más gastos. El monto total lo fijamos por el mercado de almas, que como ya sabe viene en baja. El mercado apuesta a lo seguro, las almas no cotizan bien hoy por hoy.
—¿Alguna opción?
—Se la aceptamos con contrato por un año y de acuerdo a las ganancias renovamos o no.
—¿Eso desde cuándo?
—Desde que ha bajado mucho la calidad. Empezamos a llenarnos de malos de poca monta y entre los indiferentes que les da lo mismo que los castiguen o no y los que les gusta el sufrimiento y piden más ya tenemos suficiente. Hay un puntaje mínimo, aquí tiene si quiere ver, porcentajes por mes, bonificación, etc.
—¿Cuáles son las exigencias?
—Por lo menos extorsión, desvío de fondos, lavado de dinero. Este es el piso. 
—¿Y si no alcanzó el mínimo?
—Puede adquirir en cuotas una nueva vida, en otra forma por supuesto.
—¿Y qué modelos hay?
—Vamos a ver, gusanos de tierra, no de seda, no se convierten en mariposas ni nada de eso, culebras de río, sapos.
—¿No hay otra cosa?
—Los más populares tienen lista de espera. Si adelanta cuotas le puedo hacer un hueco.
—Esto es peor que una oficina del gobierno.
—Esto es una oficina del gobierno. ¿Señor, se siente bien?
De golpe desperté de mi ensueño.
—¿Qué? Si, en que estábamos.
—¿Trajo los papeles? Deme por favor, entre que estamos sobrecargados de trabajo y la cola de gente, esto es un infierno. 
—De haberlo sabido aceptaba ser gusano de tierra.
La joven se inclino hacia mí para susurrarme casi al oído. —¿No le dijeron? A esto le llaman ser gusano de tierra.
Y una estruendosa risa maliciosa sonó en mi cabeza y siguió hasta que me sacaron a los empujones de la fila por gritar que había olor a azufre en esa oficina.
—El que sigue.

Despacio ("piano" en italiano) - Jacinto Deleble Garea


Para su desgracia nació con las manos demasiado pequeñas como para interpretar nada correctamente al piano que tanto amaba. El acordeón no era lo mismo y el xilófono le resultaba demasiado limitado. Había probado todos los tratamientos de estiramiento digital prescritos y algunos por él mismo inventados, pero nada; y la perspectiva del quirófano con su cirugía reconstructiva le horrorizaba tanto que cayó en depresión, no encontraba salida.
Se habría suicidado de no ser por la psicóloga a la que oportunamente le remitieron.
—¡Pero si sólo tienes catorce años! ¿Cómo que suicidarte? —comentó ya en la primera sesión, y después de dedicarle un rato al bien documentado informe del médico de cabecera:—A ver, pero ¿tú qué quieres?, "tocar piano" o "tocar, piano".
—¿Cómo?
Pero la psicóloga ni se molestó en contestar sino que le tomó la raíz del problema; esto es, las dos pequeñas manos, y se las instaló sobre sus dos rotundos senos, que el chico acarició como se le recomendaba, despacio. La mejoría fue instantánea.
Desde aquel día consiguió asistir a conciertos de piano sin morirse de envidia, el xilófono no le pareció tan mala idea y desde luego quedó curado de sus autolíticas tendencias. Sólo hubo un efecto secundario al oportuno tratamiento de choque de la psicóloga, que se producía precisamente durante los conciertos, y que podríamos denominar como "poluciones pianísticas".

La muerte - Enrique Anderson Imbert


La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.
—¿Me llevas? Hasta el pueblo no más —dijo la muchacha.
—Sube —dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.
—Muchas gracias —dijo la muchacha con un gracioso mohín— pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!
—No, no tengo miedo.
—¿Y si levantaras a alguien que te atraca?
—No tengo miedo.
—¿Y si te matan?
—No tengo miedo.
—¿No? Permíteme presentarme —dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa—. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió misteriosamente.
En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.

El violinista - Santiago Dabove

Era un violinista tan bueno y tan pobre que, cuando tocaba, los ángeles, con tal de oírlo, bajaban a rascarle la cabeza mientras tenía las dos manos ocupadas en tocar (gran homenaje por parte de ellos pues consideran a este mundo muy sucio).
El violinista murió y, enseguida, lo acaparó Dios según hace siempre con lo mejor del mundo. En el cielo todos son haraganes y todo se les vuelve juntar las manos y adorar; en cambio, el mundo, es el lugar del trabajo y del estudio.
El violinista compareció ante Dios. El Pobre estaba neurasténico a causa de su eternidad y asqueado de las óperas italianas. Wagner todavía no era conocido debido a una discreta interposición de Roma.
Dios le pidió un repertorio serio. También gustó de la técnica brillante que caía justa en su oído omnipercipiente.
—¿Qué quieres —le dijo Dios— a cambio de tus sonatas?
El músico respondió:
—Que me nutran, que me rasquen la cabeza como antes, que me abaniquen con las alas de los ángeles en verano, y si aquí hay invierno, que me traigan un pequeño demonio con fuego de ese lugar que es de mal gusto nombrar aquí en el cielo y en Inglaterra. Que los ángeles no toquen mi violín pues temo fundadamente que sólo interpretan bien la “música celestial”. Además lo necesito para mi propia Gloria. Yo les afinaré el cielo. Amén.

martes, 23 de septiembre de 2008

Giocoso Spelli - Juan Rodolfo Wilcock


El teólogo y profesor de historia de las religiones Giocoso Spelli es casi con seguridad un monstruo, o en todo caso tiene algo de monstruoso. Para empezar camina en cuatro patas, y esto ya es insólito en un teólogo; es tan ancho que no todas las puertas admiten su paso, y en un automóvil, si alguna vez consiguiera introducirse en uno, no sabría de todos modos dónde poner las alas. Por culpa de los cuernos ningún sombrero le queda bien, y cuando ruge hace temblar el edificio. Es un verdadero experto en todo lo referente a los manuscritos del Mar Muerto, y ha escrito dos libros autorizadísimos sobre la cándida comunidad de Khirbert Qumran. Pero tiene las patas de atrás demasiado cortas, y cuando camina lleva las manos enfundadas en dos guantes enormes o, mejor dicho, borceguíes para manos. Hay quien sostiene que le salen llamas de la boca, pero ésa debe ser una imagen literaria; o quizá alguien ha tomado por fuego la saliva rojiza que le sale continuamente de las fauces. Lo cierto es que pesa 375 kilos, y su volumen es adecuado a su peso. Las alas, entonces, no le sirven de nada, pesa demasiado para volar, y pueden considerarse un capricho teologal: son rígidas y lustrosas, rectas hacia arriba como las de un toro alado, pero mucho más voluminosas. Los cuernos son macizos y ambos apuntan hacia arriba y hacia adelante, como un baldaquino suspendido sobre los ojos. Fue él quien aclaró definitivamente la total independencia del cristianismo con respecto a la religión de los Esenios, como resulta del análisis de los textos supérstites, y por tanto la absoluta originalidad de Jesús y de sus teorías. Cuando duerme, su respiración emite un silbido que se oye hasta en la plaza. Su novia le dijo a una amiga que en la cama se comporta como la Bestia del Apocalipsis.

Libros indigestos - Sergio Gaut vel Hartman


Sentado ante una mesa había un tipo que devoraba libros, se los comía, como si fuesen higos. Kurosawa se frotó los ojos. Hubiera querido estar soñando, pero no estaba soñando; era el protagonista de una serie de cuentos efímeros.
—¿Qué hace, señor? —preguntó tímidamente.
—Mi amor por la literatura me precipitó en la bibliofagia.
—¿No sería mejor que les pusiera kétchup?
El comensal lo contempló con una mueca de asco y replicó: —¿Por qué clase de pervertido me toma? —Empezó a levantarse y Kurosawa notó que medía por lo menos tres metros y pesaba más de doscientos kilos. No tenía ni para empezar, si la cosa se planteaba en términos de confrontación, aunque él hubiera sido, en sus años mozos, campeón de sumo.
—No se irrite. Me retiro.
Un lugar tranquilo, pensó Kurosawa. ¿No puedo dar con un sitio silencioso y tibio en el que la brisa me acaricia y una muchacha de senos turgentes se dedica a coleccionar lugares comunes?
Demasiado pedir. Un hombre desnudo camina hacia él. Las plantas de sus pies sangran. En el espacio, una bandada de pájaros blancos, cubiertos de ceniza, susurran palabras ininteligibles. Kurosawa da la espalda a la escena, huye. 
Una granja de órganos. Peor el remedio que la enfermedad, reflexiona.

El vino de Samos - Marcel Schwob


El tirano Polícrates mandó que le llevaran tres frascos sellados que contenían tres deliciosos vinos de diferente especie. El diligente esclavo cogió un frasco de piedra negra, un frasco de oro amarillo y un frasco de límpido cristal. Pero el olvidadizo copero vertió en los tres frascos el mismo vino de Samos.
Polícrates miró atentamente el frasco de piedra negra y frunció el ceño. Rompió el sello de yeso y olió el vino. “El frasco”, dijo, “es de materia inferior, y el olor de lo que encierra me resulta poco atrayente”.
Alzó el frasco de oro amarillo y lo admiró. Luego, después de quitarle el sello: “Este vino”, dijo, “seguramente es inferior a su bella envoltura, magnífica para racimos bermejos y luminosos pámpanos”.
Pero, cuando cogió el tercer frasco de límpido cristal, lo puso contra el sol. El sangriento vino resplandeció. Polícrates quitó el sello, vació el frasco en su copa y bebió de un solo trago. “Éste”, dijo con un suspiro, “es el mejor vino que he probado en mi vida”. Y luego, dejando la copa sobre la mesa, golpeó el frasco, que cayó al polvo.

Ataque - Camilo Fernández


La primera piedra me alcanzó en la oreja. La puntada me recorrió la cabeza. La siguiente imagen que alcancé a ver, mostraba una perspectiva extraña y surrealista. El mundo visto desde el ras del piso. Con la cara pegada al asfalto, sentí como la arenilla de la calle se me incrustaba en el pómulo. La bicicleta había caído más adelante. La rueda aún giraba. 
Otro impacto me alcanzó por la espalda, justo en el omóplato. Me doblé como un ovillo, para evitar los golpes en la cabeza o en otras partes delicadas. Escuché los gritos desde lejos. Luego unos pasos se acercaron y más piedras me alcanzaron. Tal vez eran más pequeñas o tal vez el dolor me hacía insensible.
Un pie descalzo me pateó en el hombro. Llegué a verlo pero nada pude hacer para evitarlo. Alguien me tiró el pelo con odio. Me contraje aún más, listo para recibir otra oleada de golpes. 
El sonido de la sirena del patrullero me alivió. Con la vista ensangrentada pude ver a varias personas alejarse a la carrera. Cuando los oficiales me arrojaron en la parte trasera de la patrulla, me prometí que nunca más volvería a robar una bicicleta.

La empresa hará esfuerzos - Eduardo Abel Gimenez


La empresa hará esfuerzos para adecuarse a los nuevos requerimientos, pero los perros ladran cada vez más fuerte, allá en las jaulas del fondo, y no tenemos puertas que den al oeste. He de ser honesto, entonces: las utilidades crecerán el día en que cada escritorio tenga raíces firmes, en que las marcas de las paredes tracen patrones reconocibles, en que los huecos entre los listones de cada persiana dejen ver la salida del sol. Es verdad que hay signos promisorios. Nuestro servicio de atención al cliente ha encontrado el camino en una combinación creativa de música sacra y fotos de Marte. El departamento de ventas se encuentra inundado hasta las rodillas, mientras el sótano se expande hasta abarcar la mitad de la playa de estacionamiento. Investigación y Desarrollo tiene más niños que Recursos Humanos. Así es, señores. Nuestro modelo corporativo permite animales y plantas, pero no minerales. Nada de minerales, y esta es mi última palabra.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Un modelo de agricultor - Jules Renard


El combate parecía terminado, cuando una última bala —una bala perdida— vino a dar en la pierna derecha de Fabricio. Éste hubo de regresar a su país con una pata de palo.
Al principio mostraba cierto orgullo. Entraba en la iglesia de la aldea golpeando tan fuertemente las baldosas, que se le podría haber tomado por un sacristán de catedral.
Después, ya calmada la curiosidad, durante mucho tiempo se lamentó, avergonzado, y creyó que ya nada bueno podía esperar. Buscó con obstinación, a menudo como un alucinado, la manera de ser útil.
Y ahora helo allí, en el sendero del humilde bienestar. Sin llegar a despreciar su pierna de carne, siente alguna debilidad por la de madera. Trabaja por un jornal. Se le asigna una fracción de terreno, y ya puede uno marcharse y dejarlo solo. Lleva el bolsillo derecho lleno de alubias rojas o blancas, a elección. Además, el bolsillo está roto; no demasiado, pero tampoco apenas.
Con normal apostura, Fabricio recorre el terreno a todo lo largo y ancho. Su pata de palo, a cada paso, abre un hoyo. Él sacude su bolsillo roto. Caen unas alubias. Él las recubre con ayuda del pie izquierdo y sigue adelante. Y en tanto se gana honestamente la vida, el antiguo guerrero, con las manos a la espalda y la cabeza erguida, parece que se paseara para recobrar la salud.

Entropía III - Cristian Mitelman


El hombre se sienta a escribir la carta que explica su renuncia indeclinable al cargo. Mide las palabras; las escribe a conciencia. Al rato comprueba que ellas no sólo hablan de su renuncia, sino también de su hastío, de su pareja amargura. Descubre que ellas rozan todas las conjunciones de su angustia: una esquina en la tarde, el juguete perdido de la infancia, la sensación de estar mirando una lluvia que no debía contemplarse en soledad. Comprende que las palabras hablan de la historia de la lluvia y de la lluvia en sí, del deseo de hundirse en el líquido amniótico de la madre, de ser uno en el agua primordial, de fundirse en el todo y perder la conciencia en la miríada de átomos y de quantos de energía, para finalmente no escribir palabras, sino grafemas sin sentido, líneas curvas, puntos muy unidos y más tarde puntos que se van separando; un punto en cada hoja, luego uno cada diez, cada veinte, cada treinta, cada cien hojas... 
Pero ya no hará falta, porque él también se habrá disuelto. Y de la carta original sólo persistirá, cada millones de años, un leve chispazo que se perderá en milésimas de segundo.

Correos y telecomuncaciones - Julio Cortázar


Una vez que un pariente de lo más lejano llegó a ministro, nos arreglamos para que nombrase a buena parte de la familia en la sucursal de Correos de la calle Serrano. Duró poco, eso sí. De los tres días que estuvimos, dos los pasamos atendiendo al público con una celeridad extraordinaria que nos valió la sorprendida visita de un inspector del Correo Central y un suelto laudatorio en La Razón. Al tercer día estábamos seguros de nuestra popularidad, pues la gente ya venía de otros barrios a despachar su correspondencia y a hacer giros a Purmamarca y a otros lugares igualmente absurdos. Entonces mi tío el mayor dio piedra libre, y la familia empezó a atender con arreglo a sus principios y predilecciones. En la ventanilla de franqueo, mi hermana la segunda obsequiaba un globo de colores a cada comprador de estampillas. La primera en recibir su globo fue una señora gorda que se quedó como clavada, con el globo en la mano y la estampilla de un peso ya humedecida que se le iba enroscando poco a poco en el dedo. Un joven melenudo se negó de plano a recibir su globo, y mi hermana lo amonestó severamente mientras en la cola de la ventanilla empezaban a suscitarse opiniones encontradas. Al lado, varios provincianos empeñados en girar insensatamente parte de sus salarios a los familiares lejanos, recibían con algún asombro vasitos de grapa y de cuando en cuando una empanada de carne, todo esto a cargo de mi padre que además les recitaba a gritos los mejores consejos del viejo Vizcacha. Entre tanto mis hermanos, a cargo de la ventanilla de encomiendas, las untaban con alquitrán y las metían en un balde lleno de plumas. Luego las presentaban al estupefacto expedidor y le hacían notar con cuánta alegría serían recibidos los paquetes así mejorados. “Sin piolín a la vista”, decían. “Sin el lacre tan vulgar, y con el nombre del destinatario que parece que va metido debajo del ala de un cisne, fíjese”. No todos se mostraban encantados, hay que ser sincero. Cuando los mirones y la policía invadieron el local, mi madre cerró el acto de la manera más hermosa, haciendo volar sobre el público una multitud de flechitas de colores fabricadas con los formularios de los telegramas, giros y cartas certificadas. Cantamos el himno nacional y nos retiramos en buen orden; vi llorar a una nena que había quedado tercera en la cola de franqueo y sabía que ya era tarde para que le dieran un globo.

El maltratado - Wimpi


Licinio Arboleya estaba de mensual en las casas del viejo Críspulo Menchaca. Y tanto para un fregado como para un barrido.
Diez pesos por mes y mantenido. Pero la manutención era, por semana, seis marlos y dos galletas. Los días de fiesta patria le daban el choclo sin usar y medio chorizo.
Y tenía que acarrear agua, ordeñar, bañar ovejas, envenenar cueros, cortar leña, matar comadrejas, hacer las camas, darles de comer a los chanchos, carnear y otro mundo de cosas.
Un día Licinio se encontró con el callejón de los Lópeces con Estefanía Arguña y se le quejo del maltrato que el viejo Críspulo le daba. Entonces, Estefanía le dijo:
- ¿Y qué hacés que no lo plantas? Si te trata así, plantalo. Yo que vos, lo plantaba…
Esa tarde, no bien estuvo de vuelta en las casas, Licinio- animado por el consejo del amigo- agarró una pala, hizo un pozo, planto al viejo, le puso una estaca al lado, lo ató para que quedara derecho y lo regó.
A la mañana siguiente, cuando fue a verlo, se lo habían comido las hormigas.

Optimismo consuetudinario - Jorge Martín


Es como un moño de colores en un traje oscuro. Si cae una bomba atómica es capaz de apreciar los matices que la explosión ha despertado, aunque reconoce que alguien podría haber hecho algo mejor con toda esa energía. No piensa mal de nadie y cuando alguna vez expresa una dificultad deja en claro que tiene el peor día de su vida, por lo que espera volver rápidamente a su cauce. La crisis es oportunidad de crecimiento, el problema un desafío. Nunca una buena y grosera angustia que da gusto expresar con los términos propios para esas situaciones ¿Cómo quejarse en paz ante un sujeto tan ausente de malicia? A cada pero tiene la  respuesta para hacernos sentir más miserables por nuestras preocupaciones insignificantes. ¿Qué pensará de mí? ¿Que soy un atormentado en la oscuridad de la noche con una vela a punto de apagarse? ¡No! Ya vas a cambiar, me dice, como el vidente de un camino cubierto de trigo y flores que pinta mi futuro con tiernos reflejos. Aunque les cueste creerme le temo más a estos catálogos edulcorados que a los apocalipsis más terribles. Aterrizar de emergencia en el mundo barbie es la pesadilla que me acecha. Si me ven alguna vez en ese estado, al cruzar la calle pueden pasarme por arriba con un camión y su acoplado y de vuelta para asegurarse. No se preocupen, si ese es mi destino, no voy a pensar nada malo de ustedes. Desde ya se los agradezco.

Un cuaderno de pesadillas - Ricardo Chávez Castañeda


Así sea este un cuaderno de pesadillas, no está hecho sino de palabras. Inofensivas palabras que podrían ser cogidas una por una, igual que insectos, puestas entre las manos, acalladas a fuerza de oprimirlas.
Las palabras son resistentes, sin embargo. A diferencia de los insectos, tardan años, muchos años, en morir de asfixia. Para acabar con este libro, por ejemplo, se necesitarían treinta y tres mil pares de manos apretadas contra sí, como en un aplauso congelado, durante décadas y décadas.
Se imaginan. Más de quince mil personas, sin hacer otra cosa en la vida que tener las palmas apretadas frente a su pecho para ponerle fin a este cuaderno. Visto desde lejos no parecería lo que es, un ejército de verdugos, sino el peregrinaje de un pueblo entero en acto de oración. Toda una religión del odio que parece amor, de guerra que parece paz.
Quince mil personas ocupadas en destruir la obra de una sola persona.
Ese es el peso del terror en el mundo.