martes, 25 de noviembre de 2008

Salsa de tomate en las veredas - María Cristina Rolnik


Tenía rasgos amables, cortados a cuchillo, y ojos verdes. Su local de comida vegetariana era pequeño. Él atendía y despachaba, la mujer batik, cobraba. Entré para comprar semillas de sésamo. Elegí sésamo blanco. Cuando estaba por pagarle a la señora batik, entraron tres hombres grandes; por eso no sé si eran cuatro. El dueño no dijo hola; dijo: sólo tenemos comida vegetariana. Sí, ya sabemos, dijo uno de los hombres. Es que nos ves cara de carnívoros, vos, dijo otro. Sus amigos rieron. Uno de ellos me miró a los ojos, creo que para determinar si el diálogo era creíble, normal. Y no, no me parecía, pero amagué una sonrisa. La señora batik se olvidó que yo estaba ahí y yo me olvidé que estaba ahí. Ellos ocuparon todo el pequeño local, eran tres o cuatro. Tenemos canelones, pizza de verdura y berenjenas en escabeche, dijo el dueño sin respirar y sin soplar. Había más cosas, pero no las mencionó. Lo que no había era buen aire, parecía que habían encendido un espiral Buda: el centro eran los hombres grandes; desde allí el aire lento y pesado giraba, nos separaba de ellos, nos aplastaba contra la pared. ¿Y usted qué recomienda, maestro?, dijo uno. El reclamado maestro tragó saliva, su nuez de adán subió y bajó. Los canelones están muy buenos, pero son de ver-du-ra, separó en sílabas pero sin mala intención. Era pura enseñanza gramatical. Dos de los hombres se agacharon para ver las joyas envueltas en la vitrina. Los otros (o el otro), apenas se movieron. Extendí mi mano hacia la señora rogándole con el gesto que se apurara. Ya, ya, cóbreme. Ella me dio el vuelto. Había mutado a una apariencia de mártir resignada. Dijo gracias. Gracias, respondió mi espalda y salí rápido del negocio. Corrí. Me detuve en la esquina. Apreté los párpados y esperé los ruidos.

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