domingo, 15 de marzo de 2009

Espera - Mónica Sánchez Escuer


Nadie llama. La sangre ya está seca sobre sus muslos. Lena no quiere moverse. El cuerpo le duele, pero hay algo más profundo que la tortura. No quiere dormir. Cada quince minutos, encaja las uñas sobre sus brazos amoratados para ahuyentar el sueño. Tampoco quiere pensar: teme que la voz, su propia voz, se le suelte dentro y no la deje escuchar el timbre. Pero nadie llama. Pasa una hora. Dos. Mira el techo como si buscara en el mapa trazado por la humedad y el polvo las palabras que espera oír. Está cansada. Los párpados hinchados quieren caer. Lena los sostiene con los dedos unos segundos y dos lágrimas le mojan las orejas. Tres horas. Nadie llama. La sangre, como el pulso del reloj, camina lenta dentro de sus venas heladas. Siente frío. El asco del último beso le escurre como un hilo de hielo por la boca. El cuerpo se le entume, se hace silla sobre la silla dormida. Las manos, mariposas violentas que estrella en su rostro, son la única señal de que hay en ella algo vivo. Cuatro horas y unos minutos: el timbre del teléfono le quiebra el oído y se clava como nido de alfileres en su carne. Los dedos torpes aprisionan la bocina. Sin voz, escucha a la hermana: Ha muerto. Lena mira el suelo manchado, el cuchillo. En un bostezo, se lleva todo el aire denso de la habitación. Se levanta, deja de ser mueble. Sus huesos crujen más que el piso de madera bajo sus pasos. Cuando llega a la cama, deja caer sus catorce años y el colchón tiembla, como tembló horas antes, cuando su cuñado le cayó encima con los puños y su sexo erguidos. Él ha muerto. Lena por fin duerme.

A rey muerto, rey puesto - Rogelio Ramos Signes


No sé jugar al ajedrez. Nunca supe y, tal vez, ya nunca aprenda. Un mal maestro me enseñó sólo a comer las piezas del contrario, y mi propio desinterés hizo el resto. Ninguna jugada preparada adorna mi ingesta de sacrificados peones y de incautos alfiles. Ningún destello de mi imaginación inventa movidas arriesgadas. No obstante eso, yo sé que siempre hay alguien peor.
Hoy me sucedió algo que da peso a esta afirmación. Yo estaba sentado a mi mesa de siempre en el Bar y Billares “El Ocioso” cuando se presentó un joven de aspecto inquietante; no porque atemorizara, sino porque parecía estar a minutos del suicidio. Me estiró su mano pálida y sin fuerzas, como si me extendiera una empanada fría sobre una servilleta de papel, se presentó como “Lucio Negador, flogger”, se acomodó el mechón de pelo que le tapaba el ojo izquierdo, para que se lo cubriera todavía más y, sin mayores preámbulos, me dijo “Yo juego con las negras”. Se sentó frente a mí y empezamos. Alguien le habría dicho que yo era presa fácil, porque creí ver en el brillo de la múltiple ferretería que perforaba y adornaba sus labios y sus cejas cierto festejo prematuro.
Apenas iniciado el juego, sin ningún motivo que lo justificara, tomó su rey y lo tiró al cesto de la basura. Mientras lo sustituía por un sacacorchos, de esos que parecen un hombrecito con los brazos a los costados, gritó con una voz finita “A rey muerto, rey puesto”.
Como no entendí que pretendía y como tampoco quería entablar una conversación con él, seguí en lo mío y en pocos segundos le comí dos peones y un caballo. Con gesto heroico (supongo) tomó el sacacorchos que ocupaba el lugar del rey, lo tiró al cesto y lo cambió por un paquete de galletitas Duquesa, mientras gritaba otra vez “A rey muerto, rey puesto”. Otros dos peones, un alfil y una torre fueron mi botín de guerra, al tiempo en que Lucio Negador, el flogger, gritaba “A rey muerto, rey puesto” por tercera vez, y tiraba a la basura el paquete de galletitas Duquesa sustituyéndolo por un embudo de plástico.
No sé si tiene sentido seguir relatando esa partida de ajedrez que le gané con la técnica del tenedor libre (le comí todas las piezas), pero quisiera aclarar algo. Yo reconozco jugar mal, por falta de interés y por haber tenido un mal maestro; pero ¿quién le enseñó a jugar a este sujeto que cambiaba su rey por un miserable embudo de plástico?
Creo que corresponde precisar que cuando le dije “Jaque mate”, su rey ya no era un embudo, sino una manzana verde, luego de haber sido un ridículo osito de peluche. También corresponde que aclare que en cuanto le di el jaque, me levanté y me fui, dejándolo allí con su manzana, no fuera cosa que él considerara que había llegado el momento de suicidarse y mañana saliéramos en los diarios.

Profundo - Sergio Gaut vel Hartman


Ella tiene una debilidad confesa: los mariscos. Y él tiene otra: ella. 
—Si me invitaras a comer mariscos —lo desafía— diré a todo que sí. 
Él no se hace rogar. Desciende al fondo del mar y regresa con tres enormes canastas repletas de almejas, berberechos, bogavantes, ostras, nécoras, percebes, chipirones, langostas, camarones, vieiras, cigalas y zamburiñas. 
Cuando ella ve los manjares que desbordan las cestas, su vista se nubla y la saliva inunda sus labios sin reservas ni pudores.
—Soy fiel a mi promesa —murmura—. Toma lo que quieras.
Él no vacila y va en busca de la íntima ofrenda. Retira con exquisito cuidado los velos de sal que cubren el precioso cuerpo, y mientras con dos de los tentáculos aproxima las divinas golosinas a la boca de su amada, con los otros acaricia, palpa y succiona cada rincón posible e imposible, conquistando cavidades y saboreando la dorada humedad de los secretos. La múltiple invasión se traduce en eléctrica energía; el éxtasis llega y los transporta a una cima simétrica de las simas que tan bien conocen. Es un instante de placer intenso, feroz, infinito. Luego, la cauda se aquieta, los tentáculos se relajan, y algunos cangrejos, milagrosos sobrevivientes, se refugian entre las rocas azules que abrazan la playa.

Invisibilidad - Héctor Ranea


En las apariencias yace una de las más grandes armas de la evolución. Para las arañas debería ser sencillo atrapar moscas porque se parecen a arañas, que es, en el fondo, una forma de parecerse al claroscuro del paisaje para una mosca, mariposa o incluso pájaros pequeños. 
Todos los días, a misa. La capilla queda cerca, dos cuadras. Pero al menos cincuenta metros hay que hacerlos entre mendigos. Unos rezan arrodillados sobre maíz seco, otros lloran con miembros ensangrentados, en fin, algunos duermen o mueren al costado de la vereda. Yo los he visto morir mientras voy a misa.
Todos los días camino las dos cuadras y cuento los mendigos. Algunas veces, al faltar alguno pienso que murió. Es lo más probable, dado que no abandonan ese puesto. Hasta que un día empecé a notar que alguno de ellos desaparecía. No es que no se lo encontraba. Desaparecía y, lo que es peor, de a partes.
Una mañana comprendí que a un mendigo que conocía, le faltaba una parte del pecho. Al día siguiente la mancha se había extendido de modo que apenas se le podía reconocer. Finalmente, sólo se veían sus pantalones o los granos de maíz apenas comprimidos hasta que al fin, desaparecían. Se hacían invisibles.
De a poco, llegábamos más tranquilos a misa. Cada vez había menos mendigos y eso tranquilizaba nuestras piadosas mentes. Así, podíamos dedicar nuestros esfuerzos para salvar nuestras almas. Evidentemente, el destino de los mendigos estaba en manos de algo superior que los borraba.
Pronto, vimos que la acera estaba limpia. Era un paseo hermoso ir a misa ahora que no había esa corte de milagros. Pero en la primera misa del último mendigo, tuvimos que ver cómo a un magistrado de excelente carrera se le hacía un agujero en la cabeza ante la desesperación de su familia. Para el día siguiente, había desaparecido.
Al cabo de dos o tres desapariciones notables más, comenzamos a temer por la nuestra. Alguien había estado usando la máquina de desmaterialización de forma irresponsable, pero ya no sabíamos quién era el encargado de manejarla.