martes, 29 de septiembre de 2009

Cuervo Lovanium - Héctor Ranea




Desde la chimenea del Colegio Papal Marcelino me vio el cuervo. Al mirarlo yo, me graznó una vez.
Al día siguiente, desde un ciprés del cementerio alemán que yo tenía que cruzar, me volvió a ver y me graznó dos veces.
La tercera vez que nos encontramos fue cerca de una cervecería antigua. Él en una aguja de la catedral, yo bebiendo. Y graznó el cuervo tres veces.
Cuando lo volví a ver, poco después, a la entrada del museo de arte antigua, me graznó seis veces. Supuse automáticamente que no sabía contar pero esa misma tarde, escuchando un concierto de campanas en el jardín de un filósofo, me graznó siete veces.
Estuve preocupado la noche entera porque parecía haberme encontrado otras veces en las que no lo alcancé a ver.
Fumando narguile en la calle del oso lo oí graznarme varias veces desde lo alto de una mansarda y fui a verlo. Lo encontré cuando terminaba de escribir con su fuerte pico emplumado una frase que me hizo repensar la naturaleza de nuestros encuentros.
En la nota me pedía que trajera conmigo la pluma del dedo mayor de su primo, que al parecer se llamaba Al Hain. Había sido ayudante del campanero de la Universidad y la sordera laboral lo dejó sin posibilidades de volar.
El cuervo me explicó que ellos saludan a todos los recién llegados, pero que sólo yo contaba los graznidos y por eso me ofrecía la pluma de su primo.
Quería que viniese con su pluma para, por medio de ésta, saber cómo era mi país. Vivo en un país que no es favorable a los cuervos, trate de escribirle para que me entendiera. De hecho, la pluma que me traje no germinó y terminó siendo parte de una lapicera que uso sólo cuando escribo poemas matemáticos.
Espero que esta falta de germinación no me traiga malas relaciones con los cuervos, que son memoriosos y aborrecen los fracasos. Sobre todo los ajenos.

Oficina de recepción - Sergio Gaut vel Hartman


Siempre igual, pensó Stein. Ineptitud, incompetencia, torpeza, incapacidad, ignorancia, inexperiencia. Cargó la mochila sobre la espalda, avanzó otro paso y se dedicó a contemplar al aduone que revisaba tarjetas de identidad sin interés.
Cuando por fin llegó su turno, Stein alargó la placa de goldina y esperó confiado el mordisco del detector. Pero el mordisco no se dejó oír; en cambio lo sobresaltó la voz atiplada del aduone:
—¿Salió de Terra en 2137?
—Sí. ¿Qué tiene de raro?
—Son 295 años. ¿Le parece poco?
—Una enormidad. Artamor está muy lejos. ¿Le molestaría agilizar el trámite? Estoy ansioso por pisar las calles de mi ciudad.
—¿Su ciudad? —La voz del aduone subió una octava. Ahora era un chillido—. ¿Se anima a seguir llamándola su ciudad después de haberla dejado hace tres siglos?
—¿Acaso se supone que debía viajar treinta parsecs para cambiarle los pañales?
—No tenemos un servicio para gente como usted —dijo el aduone dando un giro de ciento ochenta grados a la discusión.
—No necesito servicios. Y no sé de qué servicios se trata. Sólo deseo que marque mi tarjeta y me permita seguir adelante. ¿Es mucho pedir?
—Sí —dijo el aduone—. Es mucho pedir. —Y luego de una breve pausa agregó: —Usted es un sujeto peligroso.
Stein dio un instintivo paso atrás al detectar la velada amenaza en la expresión del aduone, desenfundó la pistola termiónica y con un solo movimiento que implicaba rodar sobre sí mismo para protegerse y apuntar, disparó una carga y derritió la cabeza del empleado.
Entonces el espaciopuerto se convirtió en un pandemonio de sirenas y reflectores. Un ejército de aduones se desplazó por las rampas y pasarelas y abrió fuego a discreción. En realidad disparaban sin ton ni son, ya que Stein se había parapetado detrás del mapa galáctico que dominaba la oficina de recepción. Si ningún aduone lo había visto meterse en el teseract a través del ojo perlado de Ocult Spica, estaría a salvo hasta que el revuelo se calmara. Espió y el cuadro lo dejó atónito:
Docenas de aduones idénticos entre sí (e idénticos al recepcionista que había tenido que matar) se afanaban buscándolo. Pero actuaban como hormigas dementes, tropezando unos con otros y ocasionalmente disparando a sus propios compañeros. El resultado era una pila de cadáveres geométricamente creciente.
—¡Es insólito! —exclamó Stein en voz alta—. ¿Cómo han podido involucionar así en sólo tres siglos?
—Hay una explicación —contestó una voz a espaldas de Stein—. Pero si desea conocerla, suelte el arma y quédese quieto. —Stein obedeció, pero no pudo evitar una mirada por sobre el hombro para ratificar o rectificar sus sospechas: Sí, el aduone que lo estaba apuntando era idéntico a todos los otros.
—Son clones de un solo sujeto; eso ya existía en el siglo XXII. Pero no entiendo por qué eligieron a un imbécil.
—Se eligió solo. Una epidemia de conjuntivitis cancerosa asoló el planeta. Hubo un único sobreviviente: un hermafrodita casi idiota que vivía en una cueva, aislado del mundo. Las cuadrillas de robots lo encontraron cuando ya no abrigaban esperanza alguna. Pero fue providencial: un hermafrodita evitaba las complicaciones de la clonación permanente.
—Habría bancos de esperma, de óvulos...
—Se probó todo. La infección se reproducía in vitro. El único inmune era el hermafrodita. Los robots lo despedazaron y usaron literalmente hasta la última célula para reproducir a la Humanidad y mantener Terra en marcha.
—Eso significa —dijo Stein pronunciando las sílabas muy lentamente— que esas hormigas de allá abajo son el resultado de la clonación de células comunes y usted, que me encontró por pura deducción, es hijo de una célula cerebral...
—Se equivoca —dijo el aduone con un matiz de burla en la voz—. Los únicos clones que sirvieron para tareas directivas, es decir, los únicos que tienen suficiente inteligencia como para manejar las cosas importantes del planeta, fueron los que se fabricaron con tejido vaginal.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Hombre que ladra, mujer que muerde - Paloma Zubieta López


El día se fue rasgando, poco a poco, hasta que la reunión con futuros inversionistas se canceló. A partir de ahí, el hundimiento del Titanic parece cosa de niños. Para salvarme, escapo a un bar. Pido un vodka tonic en la barra, cuando se acerca alguien que pregunta si puede acompañarme. Un rápido escaneo me permite descubrir que no es Leonardo DiCaprio pero considerando mi zozobra y su pinta de John Wayne, le respondo que sí. Conversamos un cuarto de hora y supimos que nos entendíamos. Me descubro arrojada y sin dejo de vergüenza, me gusta esta personalidad desparpajada a la Monroe. Vamos hilando fino hasta que se enuncia la posibilidad y como buen matador, se tira al ruedo y paga la cuenta en un santiamén. Salimos casi corriendo y al llegar a mi auto, suena su celular. Responde en automático y su gesto rompe el hechizo de luna: —¿Si?… claro amor, ya voy de camino… ajá… paso a comprar la medicina… por supuesto… bye. —Al colgar, me mira apenado; no hace falta agregar nada y nos despedimos rápidamente. En cuanto arranco el coche, suena mi teléfono:
—Bueno… ¡hola cariño!... estoy saliendo de la chamba y ya voy para allá… también te quiero. —Hay veces en que la vida nos toma por sorpresa y no hay ni pa’ dónde hacerse.

Tomado de: http://deesquinasyrincones.blogspot.com/

Ricardo pidiendo un caballo, se encuentra con un burócrata - Héctor Ranea


—No nos entendemos— me dice Ricardo el Tercero.
—A fe mía que no— le respondo altanero.
—¿Que de dónde me viene esa manía de elegir tanto las cosas, me preguntas?
—Pues claro, hombre. Te vengo con un conjunto para que elijas el que te de la gana y me sales con unas maldiciones al bardo que me parió y tantas otras palabras soeces que me has dicho que prefiero no repetir.
—Pero, a ver: ¿Qué mierda me trajiste, se puede saber?
—Pediste un caballo, ¿no es cierto? Pues Messer Shakespeare aquí me mandó con estos para que elijas.
—Sí. Carajo, sí. Pedí un caballo. Pero eso no quiere decir que se me tome para la joda. ¡Un poco más de respeto! Seré un asesino, pero sigo siendo el Rey, carajo. No puede ser que un pelotudo como Shakespeare me mande un tinterillo cagatinta con estos caballos para elegir.
—No ofendas a nadie. Además: ¿Qué tienen de malo estos caballos?
—Nada. Salvo que uno es de calesita, el otro de ajedrez y otro de paseo con silla pampeana. ¿A vos te parece? Encima que me están por matar por andar sin corcel ¿Voy a pasar el ridículo frente a la historia?

Pasado - Camilo Fernández


Dieciocho agobiantes años de trabajo, esperanza y penurias comprimidos en esta pequeño dispositivo. Mi vida y felicidad, invertidas en lo que podría convertirse en el futuro de la humanidad; o mejor dicho en el pasado.
He logrado destronar al mismísimo Albert Einstein, que intentó restringirnos con la mentira más terrible de la ciencia: “Sólo podremos viajar en el tiempo hacia el futuro”. El trató de convencernos sobre la velocidad máxima de la luz. El y su limitado análisis fijaron la línea en trescientos mil kilómetros por segundo. Hace dos años demostré que ese límite era un simplismo utilizado para no ahondar en cálculos, pero la comunidad científica se rió de mi. Desde entonces trabajé en secreto para probarlo.
El dispositivo está listo. Enviaré un mensaje que cambiará todo; aquí sentado en el baño de la mismísima casa donde mis padres vivieron hace treinta y cuatro años. Ubico el artefacto frente al espejo. Con las gafas especiales pulso "On". El láser inicia su recorrido, ida y vuelta, acelerando más allá del límite. El mensaje aparece. Tres décadas atrás ocurre lo mismo. “Viejo, soy Edgar, tu hijo. Vendé todo y comprá acciones de Apple. PD: Aflojale al tinto.”

Tomado de: http://2centenas.blogspot.com/

viernes, 25 de septiembre de 2009

Tequila - Mónica Sánchez Escuer


Aquí nadie aguanta el peso de los días. El tiempo se revuelve todito. Dicen que es por tanta espina, tanto maguey que azulea los cerros y ataranta el aire cuando se cuece. Ni la bendita bebida que lleva el nombre del pueblo, lo salva a uno, sólo le hace creer, unas horas, que las penas no existen. Y sí, Fulgencio, el tequila en Tequila, sabe distinto, raspa la garganta y le enciende a uno la voz y el cuerpo luego, luego, como si se llevara el polvo y el olor del agave cocido en cada trago.
Mejor nos vamos. Heladio no nos va a extrañar en el entierro. Y no me quiero embriagar.
Dicen que murió de tiempo, que lo tenía todo perdido, que hablaba con los muertos. Y todos saben que quien muere así, muere sin prisa, así nomás, de un día para otro. No había nada que hacer. Heladio siempre tuvo los horarios torcidos, ¿te acuerdas?, salía de noche y dormitaba de día, miraba como de lejos, de a poquito, y así mareaba a todas las mujeres que se tropezaban con sus ojos.
La última vez que lo vi me dio miedo. Estaba todo encorvado y sin recuerdos, calladito, miraba con odio el cielo como si el sol le hubiera achicharrado la memoria. Y luego, con el mismo coraje, me miró de frente. Creí que se me iba echar encima y salí corriendo. Dicen que los muertos siempre regresan con las rabias y los minutos volteados. Mejor vámonos, hermano, qué tal que Heladio se nos despierta buscando venganza. Si yo no sé por qué lo hicimos, por qué nos la llevamos. Ni estaba tan buena la tal Aralia. Tanto pleito por las tierras, por la herencia de papá, tanto tequila, y las malditas nalgas de su mujer que iban y venían, todito nos encendió los cojones esa noche. Y ¿para qué? Ni las tierras, ni la vieja. Pero la Aralia ya andaba mala cuando nos la llevamos al cerro. Sí, yo me acuerdo. Cuando tú terminaste, ya tenía los ojos en blanco. Yo nomás la tuve como quien tiene un cuerpecito dormido, y no me gustó, Fulgencio, no me gustó. Ándale, vámonos antes de que el viento levante la tierra seca y las cenizas y el olor dulce del agave quemado, no vaya a ser que todo se nos trepe y terminemos como Heladio, nuestro hermano, sin hallarle pies ni cabeza al día, a la noche. A la culpa.

Tomado de: http://monicaescuer.blogspot.com/

El encuentro - María Fabiana Calderari


La garúa rebelde duró toda la noche, al igual que su insomnio. Las pequeñas gotas habían logrado fundirse pacientemente en las inmensas canaletas del techo vecino. La torrentera que caía impetuosa desembocaba en una endemoniada lata dejada al descuido. La estridencia casi lo había incitado a la histeria.
Uberto, juez de buen nombre, sobrellevaba esa amarga sensación de afrontar las particiones entre el éxito y el fracaso, lo favorable y lo adverso. Era una costumbre de su oficio.
Se aferró a la idea de soportar un amanecer oscuro y prefirió contemplar el sueño admirable de aquella dama de hermosos años que dormía plácida a su lado. En aquel instante, no supo si aborrecer el capricho de la vigilia o lamentar la profundidad del sueño vecino.
La ciénaga nocturna le recordó que aún estaban intactas las travesías de su nieto en el impermeable gris de confección distinguida. Reprochó tardíamente su descuido. En la mañana se debía conformar con su refinada elegancia adornada con un paraguas. Las primeras luces lo invitaron a sus rutinas varoniles. Ya en el baño, hizo cuanto pudo para que sus hábitos no desquiciaran la prolijidad obsesiva de su mujer.
A tientas presentó su cansancio a la concavidad del espejo. Descubrió la autoridad de sus arrugas en la sien surcada.
Había pasado toda su vida dedicada al oficio de brindar justicia. Se vanagloriaba del conocimiento y buen desempeño de sus funciones.
Comprendía el valor de la adustez del ceño. Comprendía también que una colección de antecedentes no se arrincona en los papeles ni justifican los sacrificios íntimos. Ni la trivialidad de los aduladores, que ven en esos historiales, el compendio personal de un ser humano.
El camarada apareció sorpresivamente. Joven, envidiablemente perspicaz. Imberbe y apasionado.
Los destellos de los ojos del muchacho confundieron al juez. Por momentos su cara se tornaba familiar, pero el diálogo tan irreverente trastornaba la búsqueda genealógica.
Ambos evidenciaron atropellos de conocimientos. El magistrado quedó sugestionado con la vehemencia del joven, quien se permitió remozarle algunos principios jurídicos. Al hombre le bastó la verbosidad fresca del chico, que continuaba retando su madurez y su cansancio. La aguzada dialéctica le devolvió la cordura.
La brocha y la rebeldía de la espuma de la crema de afeitar se aprovecharon de aquella meditación inusual. Aún así, no ocultaron la transfiguración. Era él. El mismo de toda la vida, acechado por las andadas del tiempo, pero era él. El muchacho de las épocas en las cuales los ideales eran fáciles de sostener, porque se desconocían las tórridas tentaciones de la vida.
Cuando terminó de vestirse la lluvia continuaba su cometido inicial.
Su mujer despertó seducida por el olor del café. —¿A dónde vas tan temprano? —le preguntó, con ronca voz.
—A estamparme contra el viento —respondió él.


Tomado de: http://facalderari.blogspot.com/

Una vida de película - Martín Gardella



Apenas transcurridos cinco minutos, Arturo se sintió identificado con el protagonista de la película, no sólo porque era físicamente muy parecido, sino porque todas las cosas que le sucedían al actor, le habían ocurrido antes a él. Luego, descubrió que la historia que mostraba la pantalla era un plagio de su vida, contada resumidamente, a razón de un año por minuto.
La mitad del film lo mostró en su etapa actual, con los sinsabores de haber vivido y la ansiedad por saber lo que vendrá. A partir de allí, pudo verse en el futuro, a través de las escenas representadas en el celuloide por aquel sujeto análogo, que envejecía igual que él.
Después del dramático final, el cerrado aplauso de los espectadores premió la exquisitez de aquella obra cinematográfica de apenas sesenta y cinco minutos. Mientras tanto, en un rincón oscuro de la sala, un acomodador intentaba consolar al desanimado Arturo que, junto con la incertidumbre acerca de su vida pendiente y de su muerte, acababa de perder la vergüenza de llorar en público.

Tomado de: http://livingsintiempo.blogspot.com/

Contrafábula - Lilian Elphick


Y, sin embargo, el tigre logra salir de su estado cataléptico y se interna en la noche en busca del lobo. Camina centenares de kilómetros hasta que llega a la ciudad. Lo asustan los grandes monstruos con patas de goma que graznan cada vez que se enciende una luz roja, y los humanos cruzan el paso llamado “de cebra”, empujándose unos con otros. Encandilado, prefiere irse a un bosque más pequeño, ubicado muy cerca del ruido infernal. Ahí, es obvio, se encuentra con el lobo que ya ha cazado a una rata anémica.
- ¿Vienes del más allá? – pregunta él, masticando el pellejo seco del roedor.
-Déjate de tonteras, perro inútil. Estás muerto.
El tigre ruge y da el gran salto. Chocan los colmillos.
-Alto ahí –grita un hombre disparando al aire. En esta área no se permiten reyertas.
Ellos continúan, a pesar del miedo al trueno de metal. Pero el instinto de sobrevivencia es más poderoso. Los recuerdos son ráfagas: matanzas, desollamientos, trampas, destierros.
-Dicen que la sangre de humano es dulce – resopla el lobo.
- Probémosla, entonces –aceza el tigre, mirando al pobre infeliz que, por extraños motivos, ha marcado territorio antes de descargar todos los plomos, sin dar en el blanco ni una sola vez.

Tomado de http://lilielphick.blogspot.com/

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Se prenden las luces y se ven las caras - Saurio



Demasiado dramatismo quizás en tu entrada con un silencio extremo sólo perturbado por el repiquetear de tus tacos sobre un piso de maderas flojas, como requisito de un mediocre guión, entrecortada respirando desencajes faciales, sudando iras arcanas entre bisagras crujientes con hambre de untuoso aceite y yo, nadando entre el lugar común y el asco, en un dormir despierto, con el oído avizor que el desvelo cría, percibiendo tu demasiado mal actuada entrada revólver en mano dispuesta a matarme, por razones que sólo vos o ni siquiera vos conocés o sabés o comprendés, quizás todo sea un malentendido, una confusión como la que una vez nos llevó a posiciones que en otras circunstancias nos hubieran parecido impropias o precipitadas o ni siquiera dignas de ser tomadas en cuenta, pero es que hay vectores que llevan a las cosas a moverse y a estar en determinado sitio en un mismo instante de tiempo para conservar la perfecta armonía geométrica del universo y entonces los torbellinos y las acciones de las cuales nos arrepentiríamos si tuviésemos algo de conciencia, y sin embargo aquí estás, esperando a que despierte porque una vez dije o te dije o creí decir “Mi destino es morir luego de desayunar, inmediatamente después” y vos, que no sos ninguna traidora, esperás, con demasiado dramatismo, cumpliendo paso a paso la mediocridad de un guión que reclama silencio y tacos resonando en un xilófono piso, con vengativa intención de ocultos propósitos, respirando entrecortada desencajes faciales, con una sobreactuación digna del mayor de los escarnios que te lleva a recordar o intuir o suponer que en alguna ocasión dije o te dije o creí decir que decir “Mi destino es morir luego de desayunar, inmediatamente después” y vos, guiada quién sabe si por un código moral o sentido de la justicia o inseguridad o cobardía o ni siquiera eso, no aprovechás la indefensión de mi sueño para cumplir tu propósito y acabar con mi vida y ejecutar tu venganza o cumplir tu misión o cobrarte daños, perjuicios, obras, palabras y omisiones, como la que realmente cometí, porque cierta vez te prometí o creí prometerte o pensé en prometerte escribirte un poema y si no lo hice no fue porque no quisiera sino por la imposibilidad del estómago a soportar poemas de amor o pena o ira o alegre gozo o cualquier otro sentimiento sublime o meridiano pues yo no puedo por más que quiera o desee o me esfuerce en perpetrar una obscena exposición de las partes pudendas de mi alma o psiquis o ego o voluntad o aura o energía vital, como si esto, además, fuese causa o razón o motivo o móvil de tu furia y tu deseo asesino, aunque pocas cosas en el universo tienen una real y verdadera y auténtica y razonable explicación, y entonces demasiado dramatismo en tu espera de mi postergado despertar porque no pienso hacerlo, ni en lo inmediato ni en el largo plazo, sólo observar con el ojo ciego que todo lo mira tus ampulosos gestos y un rostro desdibujando sus rasgos tras borrones de sanguinaria furia como requisito de un guión mediocre para señalar tu arrebatador deseo de venganza por un crimen que no cometí o que creí no hacerlo o que no consideré como tal, porque lo nuestro no fue más que un sofisticado modo de eliminar los súcubos e íncubos que se retorcían prisioneros entre nuestras piernas, una forma elegante de llamar a la lujuria o a la lascivia o la calentura o a la rijosidad o a la fatal atracción que nos lleva a vender nuestras almas por un trozo de carne o un agujero en la misma, y entonces no tiene sentido que vos esperes a que yo abandone mi letargo porque sabés o recordás o intuís o adivinás que alguna vez afirmé o deseé o supuse o enuncié que mi destino era morir inmediatamente luego de desayunar cumpliendo tu barato código de honor de ridícula película de espías o de guerra o policial de conceder un último deseo al condenado o quizás por la ególatra satisfacción de lograr que yo sepa que sos vos y no otra que me mata, como si eso contase o importase o sirviese de algo, en un estático cuadro de pasiones que se prolonga por siglos o décadas lustros años meses días horas minutos segundos, en una sucesión temporal que es demasiado corta para llamarla eternidad pero demasiado larga como para hacerlo de otra manera y entonces sin demasiado dramatismo en tu caída, con un silencio extremo sólo perturbado por el golpear de tu apergaminado cuerpo muerto sobre un piso de flojas maderas, seco de hambre el envase de un encendido arrebato de odio o furia o ira o amor o encono hacia mí, momificada faz desencajada, huesuda mano que aún en tan irreversible estado no suelta el arma homicida, y entonces sí, como consecuencia lógica de la cursileria y la obviedad de este guión mediocre, despierto y con demasiado dramatismo en mi avance hacia la cocina donde entre oscuras infusiones y enmantecados panes escribo o proclamo o pienso o supongo que escribo o proclamo o pienso ésta mi última memoria, pues en cuanto se acaben los cafés y las tostadas moriré tal como es mi destino o mi deseo o mi presunción o mi voluntad o mi única razón de estar vivo.

El Rey del Refrigerador - Jean-Pierre Planque



Soy Melzar Rahmdi, el Rey del Refrigerador. Soy quien cuida la pasta cuando Jordi sale. Me pagan para eso. Bien, digo pago, pero… No quiero decir nada contra Jordi, pero es un poco insuficiente… En realidad, el reparto depende de lo que él traiga de sus expediciones nocturnas. Regla número uno: cerrar. Número dos; esperar que consiga lo más posible. Número tres: sobre todo, no ponerlo nervioso.
Tengo la escopeta recortada bien asegurada entre los dedos del pie. Y los ojos atentos. ¡Ni pensar en picotear la comida de Jordi ! Veo la puerta de la cocina en el visor, con el pasillo delante, como en una serie televisiva. La cocina está a oscuras, el pasillo iluminado. Tengo un paquete de cigarrillos a mano. Nada de alcohol. Malo para los reflejos…El alcohol está en el refrigerador, al fresco. Es para la fiesta. Cuando Jordi vuelva. En fin, no siempre… Solo cuando está satisfecho de su noche. Lo que es decir prácticamente nunca. Pero es mi compadre... Casi como mi hermano. Sin exagerar, sentiría mucho que no regresara algún día. Mejor no pensar en eso. ¡Trae mala suerte! Acomodo el almohadón que puse bajo mis nalgas. Me duele el culo, como quien dice. Voy a fumarme uno. Tengo la impresión de que esta noche va a ser tranquila. No como la última, con el mocoso y su historia del gato…
La vida es difícil en los suburbios. Ya no me acuerdo quien lo dijo, pero es cierto. La miseria por todos lados. Los comerciantes se dejan matar por tres euros. No se encuentra más nada para comer. A partir de las seis de la tarde, todo está cerrado. En las terrazas de los cafés, te arrancan la hamburguesa de la garganta, te arrebatan el vaso de cerveza o el paquete de puchos. El fulano salta sobre una moto robada, ¡y adiós!
Ayer a la noche, como siempre, vigilaba el refrigerador de Jordi. No sabía por qué, pero tenía como un presentimiento. Él había salido por negocios, como suele decir. Deambulé un poco por su casa. Sí, mi compadre tiene una que heredó de su familia. El no vive en una barraca HLM, pero a pesar de eso no es un privilegiado. La última vez que lo llamé así, fue para morirse de risa. Me encajó una que me hizo escupir sangre. Enseguida me habló de su padre y su madre, de su exilio y su vida acá. Se habían matado trabajando por él. ¡Los imbéciles ! Pero me cuidé bien de decirle que habían sido unos tontos. No tenía ganas de que me diera otra, pero de todos modos… ¿De qué les sirvió, a sus viejos, trabajar toda la vida para unos patrones? Se dejaron joder, sí. Su casa es pequeña. De hecho, está en la otra punta de los HLM, rodeado por otras viviendas idénticas.
Bien, deambulé, como decía, revisando a izquierda y derecha las piezas de arriba, sin tocar nada. De todas formas, no había qué meterse en el bolsillo. Jordi sabe esconder bien todo lo que tenga algún valor. Y delante del refrigerador, normalmente, estoy yo, con la escopeta recortada. Por la ventana, miré hacia afuera. La calle mal iluminada, la reja mal cerrada, el jardín invadido por el pasto. Fue entonces que las vi. Dos siluetas que se desplazaban entre los arbustos. Hacia la escalinata…
Hice honor a mi puesto. Sentado delante del refrigerador, la escopeta entre las patas, tranquilo. Decidí no arriesgarme, esperar. Cuando los vi moverse en la entrada, hice lo mío. Alguien se puso a chillar. Le había acertado de lleno. Entonces una voz juvenil gritó:
—¡Señor, señor! Mi amiga está herida, tiene sangre en todo el cuerpo... Solo queríamos leche para nuestro gato
Trece, catorce años, pensé. La cagaron. A su edad, yo estaba todavía en lo de mamá, aguardando días mejores…
Esperé el regreso de Jordi.


Título original: Le Roi du frigo
Traducción del francés: Olga Appiani de Linares.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Fotografía ambiental – Héctor Ranea



El tipo era un furioso amante del silencio en las fotografías. Es decir, aclaro, quería sacar las fotos en silencio. Por eso le costaba tanto sacar en reuniones y en la naturaleza. Tan quisquilloso era que casi nadie sabía de su afición por la fotografía, porque nunca se hacía ver con su cámara por nadie para evitar que le pidieran una foto.
Pero un día vio el árbol de hojas negras y no se resistió a sacarle una foto. Tenía que sacarle una foto. Daba vueltas y vueltas e intentó tomar una foto que pudiese pintar esas hojas entre rojo oscuro, sangre de toro y el negro de la noche. Estaba en condiciones ideales. El sol brillaba, no tenía nubes, el aire terso y quieto no dejaban que las hojas temblequearan.
Todo estaba tan perfecto que no esperó más. Pero cuando puso la cámara en posición, empezó a notar algo raro. Raro no, algo molesto. Muy molesto. El árbol estaba infestado de diversas alimañas: abejas que libaban vaya uno a saber qué en las hojas negras, gusanos que reptaban haciendo un ruido perceptible que modificaba el estado de ánimo del fotógrafo, pájaros que de cuando en cuando saltaban entre las ramas interiores para comerse un par de gusanos. Y mil otras cosas.
Decidido como estaba, quiso pasarlas por alto a esas imperfecciones, pero fue más fuerte que él. Se puso entonces a limpiar las hojas una por una de gusanos, una por una de moscas, garrapatas, pulgas, gusanos, tenias, anfisbenas y hasta algunas ranas arborícolas. Descubrió personajes de cuentos fabulosos (estaba en la ciudad ideal de esos personajes) a los que desalojó aduciendo que era temporario.
Cuando terminó la tarea de limpieza sonora, el Sol casi se estaba extinguiendo en el horizonte y peor, el árbol se había vuelto tan negro que nada de él podía verse.

Ostras para el desayuno – Sergio Gaut vel Hartman


Despertó. Había estado soñando con la fama, el éxito, premios y aplausos. No, se dijo; eso no es el sueño. Esa es mi vida. En el sueño vivía mi vida verdadera. Sólo que en el sueño… algo estaba torcido o era incorrecto, aunque no podía recordar qué…
Estaba desnudo, sentado en la cama. Las sábanas de raso azul formaban olas que rompían contra su cuerpo. Afuera, el sol, prepotente, aporreaba los cristales de la ventana y una suave brisa otoñal movía las cortinas. Se sentía en forma, pleno, estupendo. Se desperezó largamente, sin apuro y se levantó de un salto, se metió bajo la ducha y dejó que el agua le acariciara los hombros, la espalda, los muslos… ¿Qué más había en el sueño? Vi algo, sentí algo. ¿Una mancha? ¿Un hueco? ¿Una sombra que reptaba en los límites de la percepción? Se secó distraído y dejó que su mente reptara a lo largo de un túnel. Emergió en la cocina, donde sirvientes invisibles, quizá ni siquiera humanos, habían preparado un suculento desayuno. Huevos revueltos, croissants, tostadas perfectas y mermelada de moras, café, jugo de naranjas, tres ostras del Báltico. Sólo yo puedo comer ostras a esta hora, pensó, y dejó que el pensamiento sonriera, liso y flexible, tan suelto como puede permitirse un ser lujoso y célebre.
Camisa de seda azul, su color favorito; pantalón de lino blanco, mocasines de cuero de gacela. ¿Y ahora? El sueño regresó, como un torbellino de arena en el desierto y pasó llevándose el placer de las ostras. No es casual, pensó; nadie puede estar satisfecho con algo tan trivial. Regresó a la mesa de caoba en la que, una vez más, los servidores habían acomodado los alimentos y repuesto el café caliente. Comió todo con devoción, con voracidad animal. Se manchó la camisa y el pantalón y debió cambiarlos. Pero tengo cien camisas de seda, pensó, y puedo darme el lujo de no usar la misma dos veces. Volvió a sonreír. Cortó la camisa y formó una larga tira azul, sin saber por qué. Sí sé, respondió a la pregunta no formulada. Voy a estrangular al ser que acecha desde el sueño. Parece una tontería, pero debo estar preparado. Cuando salga…
Tenía una entrevista con su agente; la canceló, fastidiado por la posibilidad de que ese piojoso fuera el dueño de la criatura del sueño. Se detuvo en el centro de la sala y miró a su alrededor. Olfateó el aire y comprendió algo que saltaba a la vista: no era algo que tuviera que ver con el sueño, era algo que tenía que ver con él. Corrió a la cocina, horneó un pan de molde y sin esperar que se enfriara lo cortó en rebanadas, les puso manteca en abundancia y sal, mucha sal. Comió con mayor avidez aún: tenía hambre, ¡hambre! Era eso. No importa cuán rico y famoso seas: cuando el hambre te domina todo lo demás se derrumba. Se limpió las migas con el dorso de la mano. Pero el hambre, en lugar de aplacarse, parecía haber aumentado. Es el monstruo del sueño. Se alojó en mi estómago y traga todo lo que trago.

La mosca - Francisco Costantini



Estoy en la plaza, quince minutos antes. Mucha gente circula por aquí a esta hora, bajo este cielo diáfano. Las madres con sus hijos que corren tras algún perro o en busca de la calesita. Un par de muchachas que trotan concentradas en los sonidos de sus auriculares. Algunos ancianos que caminan pesadamente, los ojos anclados en el movimiento pausado de sus pies; otros que se limitan a permanecer sentados en los bancos de madera, intercambiando escasas palabras si el esfuerzo vale la pena. No sé si esto, tanta gente alrededor, es bueno o malo. De todas formas, me siento incómodo. Estoy en la plaza, sí, pero quizás no es el lugar donde debería estar. Todo es una completa insensatez. El tiempo que no corre y los pensamientos, los mismos, recurrentes, que inundan mi cabeza, que ahogan mi paciencia… Jamás tendría que haber aceptado su petición. Pero cómo negarme, si me había arrancado el sí mucho antes de saber qué era lo que quería, con ese caminar felino, las piernas largas y como talladas a mano —imposible toda esa fuerza en una joven de quince años— asomándose por debajo del jumper reglamentario. Y la blusa, indebidamente desabotonados dos botones, conteniendo lo que no quería ser contenido ni un minuto más. Y todo su cuerpo inclinándose hacia a mí, guiado por esos ojos verdes de gatita cachorra, juguetona, indagándome desde el otro lado del escritorio, modulando los labios rosados, afelpados, esgrimiendo la lengua filosa, y yo, tras mis anteojos, preguntándole qué necesitaba, pues el timbre había sonado y ya podía salir del aula. Su respuesta fue esa hoja de carpeta llena de serpenteantes, venenosas líneas que agrupaban palabras que urdían una trama mucho más peligrosa que la que se veía en el papel, una trama tela de araña; y qué problema voy a tener, señorita, en leer esta carta suya y hacerle las correcciones pertinentes para que usted pueda entregársela a quien corresponda.
Ahora restan diez minutos; el tiempo parece coagularse. En cambio, por dentro soy un río caudaloso que corre feroz, arrastrando ideas y sentimientos, sin poder hacer un alto para ver con claridad hacia dónde me dirijo. Esa carta no tendría que haber llegado a mis manos. ¿Pero cómo evitarlo? Una vez que la leí, quedé atrapado en esa red minuciosamente construida por una adolescente. Hablaba de un amor imposible, más bien, impertinente. Hablaba de noches de vigilia y otras de sueños prohibidos, lenguas enroscadas en la oscuridad y humedades calientes, gritos —dolorosos, placenteros—, rasguños. Sólo sueños, grabados en el papel y desde entonces también en mi mente. Algo notó en mí Luciana porque me preguntó si tan mal estaba el examen que tenía esa cara. Tragué saliva antes de contestar, me pesaban los labios. Y la mentira, más bien el ocultamiento de algo que no era más que cosa de adolescentes pero que, por las dudas, los consabidos celos, mejor no comentar. Sí, mi amor, dije, es espantoso; y eso sí una mentira cabal.
Faltan siete minutos y mi intranquilidad se transmuta en desesperación cuando veo a aquella señora retacona, de cabellos color zanahoria y pasos cortos, que sonríe y levanta el brazo mientras se acerca. Es Norma, la chillona directora del colegio, quien ahora me abraza con efusividad y su perfume dulzón me golpea en las narices, una bofetada que me trae a la realidad y me hace preguntar, otra vez, cómo puedo ser tan imbécil. Entonces, al mismo tiempo que Norma quiere saber qué hago acá, me digo que todo esto es una trampa. ¿Cómo explicar, si no, tanta casualidad? Pero ella, ¿por qué me haría esto? Quizás algún compañero suyo al que reprobé... Me imagino un mensaje anónimo llegando a manos de Norma, contándole sobre la relación desdeñable que existe entre una alumna y un profesor de la institución que dirige, y luego el dato preciso con lugar, fecha y hora… Pero no: Norma tendría que haber esperado a que ella llegara y estuviera entre mis brazos, en mis labios, y ahí sí descubrirse para señalar mi falta, hundirme para siempre. Le digo que estoy esperando a un amigo. Ella habla un par de cosas sin importancia, aprieta mi mejilla con un beso y se aleja, rápido como llegó. En la esquina toma un taxi. Respiro aliviado.
Si es puntual, en tres minutos llegará. Ayer, cuando terminó la clase, la llamé para devolverle su texto. Había decidido no preguntarle nada, pasar por alto el contenido de la misiva y olvidarme del asunto. Claro, me intrigaba saber quién sería el destinatario, para qué sujeto habrían sido zurcidas aquellas palabras, dedicadas las noches en vela, los sueños inenarrables. Pero me limité a indicar que la carta estaba perfectamente escrita, lista para ser entregada. Entonces, ella sonrió. Tomó prestada mi lapicera, se sentó en el banco más próximo, y se puso a escribir. Yo observaba todo en completo silencio, expectante. Al terminar, se irguió, dejó la hoja de carpeta en mi escritorio y se marchó lentamente, sin mirarme, sin soltar una sola frase, una mínima palabra, nada. Con manos temblorosas tomé la carta; en el encabezado estaba escrito mi nombre; al pie, figuraban lugar, fecha y hora del encuentro. El fin del recreo me sorprendió aún aferrado al papel, pensando, ya, en la locura que muy pronto iba a cometer.
Es la hora señalada. Los sueños de anoche terminaron por empujarme hasta aquí. Nuestras lenguas enroscadas, su piel veinticinco años más joven, los gritos, los rasguños… Sólo espero que Luciana no se entere, que Norma no se entere, que sea un secreto de ambos, que jamás le cuente a sus amigas, porque no hay marcha atrás, no ahora que la veo cruzar la avenida, caminar por el sendero que cruza la plaza, los jeans y la remera mostrando más que ocultando, sus ojos verdes clavados en los míos, y la sonrisa que es una confirmación de lo inevitable, de lo impostergable, de aquello de lo que ya no puedo —ni quiero— escapar.

El ladrón de almohadas - Lilian Elphick



Me llamo Blas Femo y nací en Baluñé, pueblo perdido al final de mi desdicha. Siendo muy joven fui mataburros; luego, bandido de almohadas. Me gustaba besarlas, apretarlas bien con los dientes, dejar mi huella eriaza en los pespuntes. Huía con ellas por los campos y me escondía en los pajares para asistir a la llantina del “yo no fui”. Porque, para ser sincero, no era yo quien dejaba la estela gomosa de saliva en esos recodos de suavidad, no era yo quien apuñalaba con la diestra el carnaval de plumas, besando luego la levedad de cada una de ellas. Dentro de mí crecía una cosquilla, un deleite, un volcán que quemaba mi pudor. Las plumas volaban, subían, subían, y eran como las mariposas que yo cazaba cuando chico y me las colocaba ahí para sentir su aleteo, el diminuto crepitar de sus antenas. Pero no era yo el que dormía después con las almohadas entre las piernas, los labios secos de placer y el deseo vaciado a tal punto que las estrellas no me faroleaban de pura vergüenza.
A lo lejos, sentía el ladrido ronco de los lebreles. Perseguían al otro. Sin embargo, tuve que correr junto a él para librarme de la justicia. Una vieja me cobijó por unos días. Ya estaba enterada del suceso. Has dejado insomne a todo el pueblo, me dijo. Si te pillan, ya sabes lo que va a pasar. Pero yo no sabía. La añosa dama se levantó los faldones y me mostró. La costura era horrible. También había sido ladrona de almohadas.
Vagué de comarca en comarca. Crucé ríos anchos como el amor de Juana, muchacha piadosa que bordó sus iniciales en los restos de mis amores marchitos. Las noches siempre fueron oscuras; no hubo chimutrí para mí y sí fatiga. Nunca me encontraron para coser al otro. Coserlo con lezna de carpintero, allá en el abajo de las tripas.
Lloro de vez en cuando sobre las almohadas. Por ellos, los que no duermen. Yo, que soy analfabeto, he podido leer sus sueños de ojos parados, y en todos está el otro babeando sus mínimas historias.
Tomado de: http://lilielphick.blogspot.com/

Blancanieves y los tres Reyes Nabos - Daniel Frini



Érase una vez, en un claro de un bosque muy oscuro y a eso de las seis de la mañana. Blancanieves estaba barriendo la entrada a la casita de los enanos que hacía más de una hora habían salido para trabajar en la mina; cuando, de pronto, se movieron las ramas más bajas de los árboles cercanos. Como fantasmas, aparecieron tres personajes ataviados con ropajes reales y montados en camellos. Blanca se llevó su mano a la boca, intentando reprimir un grito de terror.
—No temas, niña— dijo uno de ellos —Sólo buscamos ayuda.
—Los señores … son…?— interrogó ella
—Mi nombre es Melpar— dijo uno de ellos, de larguísima barba blanca —A mi derecha está mi colega Galchor; y el de mi izquierda es Basaltar…
—¡¡Y se cayó!!— dijo el mencionado Galchor.
Él y Melpar comenzaron a reírse de manera estruendosa.
—Siempre la misma joda pelotuda— dijo Basaltar, de tez azabache y ojos saltones.
—¿Y porqué montados en camellos?— preguntó Blancanieves.
—Porque venimos de Oriente, siguiendo aquella estrella…— dijo Melpar
—¿Cuál, aquella que se mueve allá?— dijo la joven, señalando el cielo, hacia el norte donde se veía una luz moviéndose velozmente, en la claridad creciente del amanecer.
—Si— contestaron los tres reyes al unísono.
—Ese es el vuelo de Air France que va de Tel-Aviv a Frankfurt, y pasa todos los días más o menos a esta hora.
—¡¡Te dije!!— gritó Galchor
—Pero, hay que ser pazguato…— acotó Basaltar
— Bueeeno… — se disculpó, empequeñecido, Melpar —debo haber confundido las luces cuando se cruzaron en el cielo del Líbano…
—¡Me parecía que se movía muy rápido!— volvió a la carga Galchor —¡Casi se nos mueren los camellos!¡Mirá, la lengua afuera tienen!
—Ya decía yo que el paisaje no era muy desértico…— pareció descubrir Basaltar
—¿Y ahora?— preguntó Galchor
—Se los ve cansados, y a los camellos también— dijo Blancanieves —Déjenlos que abreven a la orilla del arroyo; y pasen a la casa que les serviré algo para reponer fuerzas. La casa no es mía. Yo también soy invitada aquí, pero mis amigos no harán problemas.
Cinco horas después, se abrió la puerta de la casa. El primero en salir fue Melpar, con los ojos abiertos de asombro y un gesto de incredulidad en la cara. Estaba vestido sólo con un calzoncillo tipo boxer, rojo con dibujos de ositos Winnie Pooh. Calzaba sus botas de cuero de antílope con los cordones desabrochados, y llevaba puesta una sola media de color verde. Arrastraba displicentemente su capa carmesí con bordes de armiño; tenía su estola atada a modo de vincha y su corona de oro colgaba en un brazo, como si fuese un casco de moto. Unos segundos después apareció Galchor, apenas cubierto con su capa de color azul marino, abierta, descalzo y restregándose las asentaderas, con una mueca de dolor en su rostro. De los tres, el más compuesto al salir fue el negro Basaltar que, al menos, tenía puestos sus pantalones y su camisa; aunque ambos desabrochados. Bajo el brazo llevaba, en un bulto incierto, el resto de las ropas de los tres.
Ni siquiera miraron atrás.
Bajo el pequeño alero de la casita, quedó Blancanieves, en baby-doll agitando desganadamente su mano, mientras saboreaba su último Virginia Slim.
—¿Qué hacemos ahora?— dijo Melpar, cuando ya estaban en camino, montados en los camellos.
—Esperá. Acá tengo anotado que a un día de camino está la bruja esa, que vive en la casita de chocolate— dijo Galchor.
—No, esa dejémosla para el último— propuso Basaltar
—Bueno, tenemos a la que trabaja de sirvienta para su madrastra…— siguió Galchor.
—¡Ahí!¡Vamos ahí!— dijo Melpar —De todas maneras, la que más me gustó fue esa hermosa joven que estaba en la cajita de cristal
—Si, pero sos un animal. Ni siquiera la despertaste— amonestó Basaltar
—¿Y qué? Si hace como ochenta años que está así— se defendió Melpar. Y cambiando de tono, agregó
—Hay que felicitarte de verdad, Negro. Tuviste una excelente idea
—¿Cuando hay que devolver los camellos?— preguntó Basaltar
—¿Y los disfraces?— preguntó Melpar.
—La próxima vez, yo voy arriba— dijo Galchor mientras buscaba la mejor posición en la montura, para aminorar el dolor.
Cuando se perdieron de vista, Blancanieves pareció despertar de un ensueño; y pensando en voz alta dijo:
—¡Menos mal que la Bella Durmiente me avisó que venían! Ahora, le mando mi paloma mensajera a Cenicienta, para que los reciba— y agregó, mientras soltaba al ave —¡Vuela, palomita, vuela!¡Avísale a mi amiga que hacia ella va la diversión!
De improvisto, sonó un fortísimo ¡PUM! Y la paloma se desvaneció en el aire, en una explosión de bermellón y plumas.
—¡Ufa!— dijo Blancanieves —¡Otra vez el cazador se peleó con Caperucita! Bueno. Mejor le mando un mail a Cenicienta…

Ipod - Carlos Feinstein



Dedicado a Michael Hedges

Mi ipod es algo grandioso, quizás en él se defina mi vida, llevo toda la música que me agrada, las películas que deseo ver y textos que me gusta leer. Un pedacito de mi alma, de mis preferencias, de mis sentimientos está incrustado en ese artefacto.
Me limpio el polvo de mi cara y lo prendo, es bueno que funcione, a veces me torturo con la idea que cuando trate de encender uno de estos sistemas electrónicos, este haya muerto y no sirva. Cuando prende, la ansiedad pasa y me tranquilizo. Mi psiquis es algo inestable, yo siempre percibo que las demás personas no son como yo ¿Pero eso importa ahora?
Hago un hueco con dificultad entre los escombros y me acomodo a escuchar mi ipod, mi música, lo que soy. Cierro los ojos y medito, recorro mi vida, pienso en mis amigos y en ella. Trato de serenarme y hago mi ejercicios de respiración, logro estabilizarme en algún tipo de equilibrio. La melodía me ayuda. Dejo pasar el tiempo. Aunque se que es mediodía, el sol reaparece lentamente en un nuevo amanecer, me siento mejor, casi feliz.
Cuando veo que la batería marca en rojo, me despido mi música y descubro con frialdad las marcas del deterioro de mi piel por la radiación. Logro vislumbrar entre las nubes de polvo un horizonte cortado por lo que fueron explosiones nucleares y con la poca carga restante en la batería escucho a Michael Hedges por última vez y me preparo a morir.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Entropía y galletas – José Vicente Ortuño


Abrió la puerta del frigorífico. Una vaharada de aire cálido y putrefacto le golpeó el rostro. Boqueó como un pescado fuera del agua cuando el contenido de su estómago intentó darse a la fuga. Cerró el inútil electrodoméstico. Corrió hasta la ventana de la cocina dando traspiés, la abrió de par en par y respiró hondo el aire fresco de la mañana hasta que el estómago recuperó su compostura. Pensó que el refrigerador debía de haberse averiado durante la noche, aunque le resultó extraño que el contenido se hubiese podrido tan deprisa.

Una vez repuesto volvió a sentir hambre. Abrió la despensa. Las latas y paquetes allí almacenados se habían transformado en un montón confuso de envoltorios degradados, ya fuesen de cartón, plástico o metal, de los que se derramaba los restos putrefactos de los productos que habían contenido. Sobre un anaquel en la cocina estaba su lata de galletas favorita, misteriosamente intacta, aunque en su interior sólo quedaba un sustrato harinoso en el que retozaban unos gusanos pálidos, que le hicieron sentir nauseas de nuevo.

Vagó por la casa abriendo y cerrando puertas, armarios, cajones… Todo estaba igualmente descompuesto. La ropa eran sólo jirones cenicientos colgando de las perchas. Los zapatos, dependiendo del material del que estuviesen hechos, eran montones de polvo o negras masas gelatinosas. Los objetos metálicos estaban muy oxidados o convertidos en montones de óxido, que apenas conservaban su forma original. El vidrio se había convertido en brillante arena. El papel era quebradizo y se convertía en polvo al tocarlo.

Estaba muy confuso. No lograba hallar una explicación a todo aquello. Se sentó frente al televisor y tomó el mando a distancia, pero lo soltó al instante con asco. Del receptáculo de las baterías salía un fluido viscoso. Entonces una idea pasó por su mente. Recorrió el salón abriendo cajones y armarios. Sí, eso era. ¡Todo lo que se hallaba encerrado en algún lugar se había corrompido o convertido en polvo! Aterrorizado huyó de su casa. Sólo cuando las puertas del ascensor se cerraban, se dio cuenta de que éste era también un lugar cerrado…

Sufijos discrepantes - Javier López


Quise escribir la historia de un tipejo delgaducho que vivía en un pueblecito. Cada día iba a su trabajo montado en un borriquillo. Su empleo consistía en manejar una prensa de aceituna. A veces llevaba de vuelta a casa unas garrafitas de aceite en los capazos de su borriquito. Con el aceite y una hogaza de pan alimentaba a sus chicuelos.
La historia prometía, pues tenía pensadas muchas anécdotas para ese señor.
Sin embargo, a él no le gustó el principio de mi relato. No se sentía bien como tipejo delgaducho, y pretendía ser un tipo delgadito. Entonces ya me obligaba a hacerlo vivir en un pueblucho e ir a su trabajo montado en un borricuelo para alimentar a sus chiquitos. Hasta ahí no existía mayor problema, pero no hubo manera de que llevara el aceite en unas garrafejas, porque el cuento quedaba muy feo y se estropeaba.
Así pues, dejé de escribirlo.

Mala racha - Sergio Gaut vel Hartman


Santa Claus no esperaba pasar semejante Navidad. Primero le llegó el despido de la Coca Cola porque la crisis del capitalismo se había agudizado en los últimos doce meses y estaban prescindiendo de todos los empleados mayores de ciento cuarenta y seis años. A continuación se enteró que los renos habían contraído la temible Espirocolitis Laponiensiis y ya no servían ni para hacer asado. Lo que siguió no fue menos deprimente. Su compañera de toda la vida, la inuit Tapiriit Kanatami, anhelando soles y playas, se había ido con un basquebolista de la NBA que se parecía bastante a Baltazar; ahora vivían en una playa privada del mar Rojo, cerca de Qatar. Y aunque su deseo había sido encontrar recursos para superar la crisis, remató la cosa yendo a la consulta del famoso terapeuta Siegmund Rabinovich: sobre llovido mojado. Tras media docena de sesiones, el gordo se vino a enterar que había soportado un trabajo humillante, mal pago y sin futuro porque era pedófilo.

El troyano - Héctor Ranea


Miriápidos era el dentista de los mirmidones. Con su taladro deshacía las caries y emplomaba a los soldados que tenían alguna falla en la masticación. Todas las noches trataba al menos setenta caries, diez emplomaduras por persona, ciento en total. Más las extracciones y arreglos de sustitución de pernos y prótesis.
Pero él era un troyano enviado por Paris para lograr que los ejércitos aqueos sucumbieran.
Con su taladro, Miriápidos trazaba en los dientes de cada uno de sus pacientes los rasgos del demonio que debía poseer al desdichado. Como lo hacía en los caninos superiores, nadie podía ver esa cara y quedaba sin sospechas marcado para siempre. El maleficio se completaba con un brebaje en base a miel, alcohol y cardamomo que todos se peleaban por beber.
Noche tras noche caían mirmidones, aqueos, tirios, frigios, espartanos, beocios y persas infiltrados en sus manos quirúrgicas que tallaban la maldición diminuta.
No tardó en hacer efecto el maleficio y de las escotaduras de la costa, una noche, cada uno de los demonios convocados se llevó una dentadura al Hades.
El ejército aqueo y sus generales (sólo se salvó Néstor, quien ya no tuviera dientes) huyeron despavoridos de las playas de Troya, no vaya a ser que los de AFP los fotografiaran sin dientes.
Maldecido por todos, Miriápidos fue borrado de la historia de Troya.
Eventualmente, los aqueos volvieron e hicieron pelota la ciudad de Príamo, como corresponde. Todos con relucientes sonrisas de metal plateado.

Libertad condicionada - Paulus Deluca


Creía haber muerto para estar lejos y sin embargo ahí estaba: Lejos, pero vivo, con el pulso agitado, la vista cansada, el estómago rebotado y durmiendo por partes: Ahora se dormía una pierna, luego un brazo, luego la otra pierna tomaba el relevo.... Sólo la cabeza permanecía aceptablemente despierta mientras, girara para donde girara el mundo, él iría más rápido aún.
Si aparcáramos todos los vehículos con ruedas mirando a levante y los arrancáramos y todos a una, violentamente los pusiéramos en marcha.... ¿Conseguiríamos detener el mundo o invertir su marcha? Los pensamientos iban, venían y volvían a irse de cualquier forma mientras el mundo se convertía en una difusa banda gris amarillento bajo los pies con el tronar del viejo seis en línea en plena aceleración.
Sintió la presión del asiento en la espalda y la vibración en las manos. Hijo de puta... dijo como un halago al motor... Sonrió y cerrando un segundo los ojos volvió a acelerar, bajando una marcha.
Debo ser de la peor especie que existe, se dijo, pero estoy vivo y aunque sé lo que me espera, de momento soy libre y voy camino de ese lugar en la tierra donde Elvis, Marilyn y otros tantos envejecen y juegan a cartas a salvo del mundo.... Soy libre, libre como el viento.... Como el puto Freddy Mercury.
Sólo por recordarle quién era realmente y por llevarle la contraria, se le contrajo la vejiga, ordenándole que buscara un lugar, en los próximos diez kilómetros, donde parar cinco minutos.

Tomado de: http://paulus-de-best.blogspot.com/

jueves, 17 de septiembre de 2009

El bisoñé del Sr. Villa de Huys - Héctor Ranea


Ahora que lo recuerdo, el pobre entorno del castillo de Villecourt tenía una singularidad en la peluquería de Moro Toon, un jilgamesio que arreglaba todo tipo de cráneos. Siendo la moda en ese entonces adosarse pilosidades humanas, este modesto trabajador de cabezas había encontrado la manera de satisfacer las necesidades y deseos más peculiares.
Eso hasta que vino el noble de Huys, quien le pidió la confección de un bisoñé con pelos de dama tomados de ciertas partes. El pobre Moro Toon se las vio en figurillas para acontentar el pedido, ya que las damas, si bien poseían abundante pilosidad ahí, no estaban siempre dispuestas a que se las arrancasen con las artes del jilgamesio.
Así las cosas, con más paciencia que habilidad, el arreglador de cráneos logró un bisoñé que, aunque imperfecto, hizo las delicias del Sr. del castillo, aunque muchas damas se quejaban ante sus maridos sorprendidos de verlas con dichas partes arregladas de maneras tan extrañas como animalitos de peluche o cromos infantiles. No es que se disgustaron por las apariencias, pero se preguntaban cómo habían hecho para tallárselos de tal suerte.
Hasta que alguna, no se sabe aún quién, confesó que fuera el jilgamesio Moro Toon quien las acondicionara. El bisoñé del Sr. Villa de Huys, por bueno que pudiera haber sido, le trajo una seria complicación al jilgamesio. Su cráneo fue expuesto entre los de algunas mujeres no perdonadas por sus maridos en la plaza por bastante tiempo. Ni el Sr. Villa de Huys pudo evitar la barbarie y guardó el secreto hasta su muerte.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Ciegos levitando en el andén del subterráneo – Héctor Ranea



En la estación de la Plaza Carlos había dos ciegos que ejecutaban las milenarias artes dedicadas a la levitación o las derivadas de ellas. Todas las veces que tuve que pasar por ahí tarde o temprano lo hacían. Forzados por su voluntad o en contra de ella.
Como todos saben, la levitación es la manifestación de la fuerza que hace que el universo se expanda en forma tan acelerada, que terminará violentamente en un desgarrón tan violento como para hacer que en un electrón una parte no reconozca a otra de sí mismo convirtiéndose en partículas de nada acelerándose hacia el vacío ya sin identidad.
Estos ciegos parecían dominar esas fuerzas tan agresivas y flotaban en el aire, ictéricos y exoftálmicos, haciendo las delicias de los niños y la angustia (por qué no terror) de los padres.
Es que estos señores flotaban, literalmente, en el aire, sostenidos por nada o, si se los observaba con detenimiento, se podía decir que eran sostenidos por una tenue luz como la de San Telmo, azulados hilos que como una corona parecían rodearlos por todo el cuerpo. Pero no era seguro que fuese ésa la manifestación de la fuerza que los sostenía o era ella la que provocaba en el aire esa luminiscencia.
Habiéndolos observado muchas veces, me sorprendía que no fueran estudio de científicos más serios ya que, como no parecían hacerlo para engañar o para conseguir mejores propinas, eran convincentes a la vez que consistentemente creíbles.
En general flotaban con sus pies horizontales, las manos con los dedos extendidos y los índices en posición de la numeración bizantina del uno y único.
Nunca llegué a saber, pues mis observaciones fueron demasiado escasas para ello, si la música que ejecutaban era para inspirarles el control de esa fuerza que los hacía levitar o si esa música era producto de la animación feérica que se desataba cada vez que lograban levitar.
Algunas veces yo estaba ahí antes de que pusieran el acto en función. Como suele suceder en esa parte del mundo, los ciegos estaban en posición de penitentes para conseguir unas monedas. Sus rodillas extremadamente flexionadas tal que el muslo les quedaba apoyado a lo largo de los gemelos; el cuerpo curvado contra el piso, la frente contra el mismo, los brazos con los codos apoyados y la escudilla con las monedas conseguidas contra la cabeza, sostenidos por las manos en una situación contranatural que hacía doler mis coyunturas.
Se comprende que para los donantes era necesaria una postura semejante para largar una moneda por eso estaban así los ciegos hasta que, de repente, comenzaba su acto de liberación de la gravedad. Entonces el aire se tensaba para sostenerlos por encima de las cabezas de los usuarios del subte. El aire repleto de ozono y de gases mal quemados parecía refrescarse con perfumes de primavera aún en ese verano tórrido y podía oírse la lluvia mientras los ciegos bailaban con lentitud pasmosa algo que no era una danza pero los mantenía vivos tan por encima de las cabezas de la gente que algunos ni cuenta se daban de su existencia extraordinaria.
Durante sus actos de vandalismo gravitacional nunca vi que nadie les dejara a esta pareja de ciegos ni una moneda de cobre.

Invitación - Oriana Pickmann



Esperaba con ansias tu visita. Pero pasa, toma asiento. Cuéntame, mientras sirvo el té y parto un trozo del cake que he preparado hoy, cuál es tu nombre verdadero, a qué te dedicas. Muchas gracias, es una receta de mi madre. Gabriel, qué bonito nombre, sí, como el angelito. Y bombero, qué impresionante. ¿A mí? Sí, me gusta mucho pintar. Esos cuadros que ves ahí los pinté el verano pasado. No, nunca he estado en curso de pintura alguno. Claro, puedes tomar más cake si lo deseas. Lo preparé para ti. Qué bueno que te guste.
Me parece increíble que nos hayamos conocido de esta manera. No me creerás, pero yo soy muy tímida y nunca antes había respondido un anuncio del diario, pero habías puesto foto, y algo me impulsó a tomar contacto contigo. Que sí, de verdad lo soy. Ay, hombre, gracias por los cumplidos, pero no soy tan bonita como tú dices. ¿Al cine? Claro, podemos ir la próxima semana, si quieres. Hay una película belga muy bonita que quiero ver. ¿Es también la que tú quieres ver? Mira tú, qué coincidencia. Sí, el martes me viene bien.
¿Que por qué decidí invitarte a mi casa y no encontrarnos en un café? Verás, hace exactamente dos años, tres meses y cuatro semanas, yo caminaba por calle Palatinos a eso de las nueve de la noche. Volvía de mis clases de piano. Sí, me gusta mucho, y creo que he aprendido bastante. El caso es que cuando doblé la esquina hacia Corrales, un hombre se me acercó de una manera muy fea. Me sujetó fuertemente, casi caí desmayada del dolor y del espanto. Por su aliento, no fue difícil para mí comprender que estaba ebrio, prácticamente no podía ni articular palabra. Por más que yo tratara de zafar, el hombre logró levantarme la falda y destrozar mis bragas. Fue lo más horrible que he experimentado en mi vida. Sentir que ese sujeto despreciable me pentraba, rompiendo lo más profundo de mi alma... es indescriptible. Sí, gracias, un pañuelo me vendría bien, voy a la cocina, y vuelvo.
El caso es que, incluso luego de haber estado en terapia y, a pesar del tiempo transcurrido, no logro sobreponerme. Por eso cuando vi tu foto, con esa sonrisa de niño primoroso que no lastima a nadie, comprendí que no poseías ningún tipo de recuerdo, remordimiento ni pesar por lo que me hiciste aquella noche. Pero supongo que ahora no me podrás decir nada, así de muerto como estás. Me alegra que te haya gustado el cake.

Perdido en el laberinto de tu furia – Héctor Ranea


Tersites está enojado. El bien dotado Ajax le está por propinar una severa paliza y él se queda corto de maldiciones. Eso mascullaba cuando se le aparece un cómico personaje en calzones rojos más parecido a un bufón de Príamo que a un mensajero de Mercurio que le dice:
Yo podré ayudarte, Tersites. Con mi macana mexicana lo derroto yo al Ayax ése.
El ridículo personaje rojo no hizo más que desatar la risa del triste protagonista de esta escena.
¿Pero quién te manda? ¿Es esto obra de los dioses o de un dios cruel que me creó parecido a él? (Esto es de otra obra, pero no importa, dice para sí William).
¿No querías acaso dejar de maldecir para pegarle? Pos pégale con la macana.
Tersites se desploma desesperanzado:
Si esto es todo lo que tienes para ayudarme, Shakespeare, métete la macana en el.
El acto está momentáneamente cerrado al público a partir de este instante.

La verdad de la milanesa en torno a Gomorra y Sodoma - Sergio Gaut vel Hartman


Nunca se contó la verdad y se prefirió el facilismo mediocre de atribuir a los sodomitas y a los gomorreicos las única características que sus críticos fueron capaces de entender. Pero lo que en realidad ocurrió en esas ciudades fue que sus habitantes aprendieron a utilizar el tragacanto de Persia, al agar agar de Madagascar y el podzol ruso (por entonces sármata) y que con esos elementos mezclados adecuadamente, inventaron una sustancia aglutinada y homogénea, materia prima con la que construyeron unos excelsos androides sexuales, un producto que aún hoy no ha podido ser igualado. La consecuencia de la perfección alcanzada por sodomitas y gomorreicos y su cadena de sex shoppings fue que provocó la ira del mayor industrial de la época, Elohim Yahveh, quien pidió ayuda a los dem’onhiosh de Rígel para que procedieran a realizar una limpieza étnica con bombas de neutronio. Los sodomitas y gomorreicos fueron barridos y nació la leyenda negra que aún hoy subsiste. Un consejo de amigo: no crean todo lo que se dice.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Ciudades - Rafael Vázquez


Se escucha un grito estremecedor en la noche en algún lenguaje familiar al vello y la epidermis. Me asomo a la ventana, durante varios largos minutos rasgan, el silencio de la calle vacía, voces temerosas, carreras apresuradas, rechinar de neumáticos que huyen pero que los ojos no ven.

En los días que siguen los diarios y noticieros locales no realizan la más mínima alusión a lo sucedido.

Incapaz de conciliar el sueño, las noches siguientes observo, desde la ventana de la habitación, la orografía de la ciudad a esas horas: calles que se adentran en la oscuridad, espesas sombras que se aprietan contra las islas de luz de las farolas, el gato negro que aparece y desaparece en lo desconocido jugando con las confusas perspectivas.

No puedo dejar de pensar que cada ciudad alberga dentro de sí otras ciudades paralelas, igualmente contaminadas, infestadas de gente con vidas igual de inútiles y absurdas que las nuestras; cómo explicar si no los gritos sin boca, las voces conocidas procedentes de calles inexistentes, el rumor de risas infantiles que hierven en parques vacíos a medianoche.

Ausculto la noche con vasos, con sensores estudio las sombras buscando indicios de otros lados en algún lugar del aire oscuro y de los callejones, tratando de determinar la naturaleza exacta de las voces, pautas inteligentes, posibles respuestas a mis interrogantes susurros.Entonces, desde el otro lado de ningún sitio escucho un rumor, algo parecido a una voz humana que de pronto pregunta, trémula y nerviosa, si hay alguien ahí.

No puedo evitar dejar caer el vaso al suelo, gritar, gritar en la oscuridad, y correr, mientras comprendo, sé con certeza ahora, que ese grito habrá despertado a alguien como yo que buscará noticias sobre mí a la mañana siguiente en los diarios de esa otra ciudad.

Abajo, más abajo - Javier López


Yo era clase media hasta que lo perdí todo; el banco se llevó casa, coche y pertenencias. Mi mujer me abandonó. Joven y hermosa, podía aspirar a alguien mejor que yo.
Sentí que todos me habían tratado como a una rata. Así que me convertí en una rata. Cogí un colchón viejo encontrado, un reloj antiguo, y bajé a las cloacas. No hay mucho tiempo que medir, pero en la oscuridad, con la única luz del velón, no hay forma de saber si es de día o de noche.
Ahora tengo mi vivienda de rata. Unos metros cuadrados de cemento donde poner el colchón, rodeado de caños de aguas residuales.
Hace unos días escuché pasos. Pensé que estaba soñando, porque es difícil saber aquí cuándo estás dormido o despierto. ¿Quién podría querer venir acá abajo? Confundido ante la presencia de un hombre que se guiaba por una linterna, no tardé en conocer sus intenciones. Era un inspector municipal que me pedía la cédula de habitabilidad, el informe de salubridad, los contratos de servicios de agua y alumbrado... Me pareció que estaba de broma. Pero no. El funcionario actuaba tan seriamente como lo haría ante cualquier ciudadano. Quizá olvidaba que soy una rata.
Ayer escuché de nuevo pasos. Un cartero me traía unos certificados con sellos oficiales. El Ayuntamiento me daba diez días de plazo para regularizar mi situación.
Y hoy las cosas han llegado aún más lejos de lo que imaginaba. Un inspector de Hacienda vino a evaluar mis ingresos. Según él, debo estar ahorrando mucho dinero viviendo aquí. Y ese dinero producirá intereses que debo liquidar.
Así que mi refugio, aparentemente fuera del alcance de los seres urbanos que habitan allá arriba, se ha convertido en un trasiego de inspectores y recaudadores.
Hoy he decidido trasladarme dos plantas más abajo.

Personajes obedientes – Héctor Ranea


Dice el muerto:
—La verdad, qué quiere que le diga. Yo no pedí estar acá, muerto como me ve. Es un capricho del autor. Y soy un personaje obediente así que me morí.
Dice el vivo:
—Si es por eso, a mí el tipo me puso mirando un muerto, que viene a ser Usted, disculpe que le diga y nunca me gustaron los velorios. ¿Nunca fue a uno?
—Mire. Ir tuve que ir. Cosas de la vida, bah, de la muerte. Pero no me gusta y, si puedo, evito ir al cajón. Aunque a veces me invitan a que mire al muerto. Como lo estoy mirando ahora. ¿Quién le pidió que viniera?
—Pedir, no me pidieron. Se lo acabo de decir. El autor me puso acá. Ni siquiera sé la razón.
—Sí; diga que uno es obediente. A mí tampoco me dio explicación alguna. Me puso acá y sanseacabó. Diga que de algo hay que vivir.
El vivo lo mira al muerto. No está seguro de entenderle. Pero tampoco se hace problemas.
Dice el vivo:
—Me gustaría más pasear con mi novia, si no se ofende que le diga.
—¡Cómo habría de ofenderme! Lo entiendo perfectamente. Además, no lo conozco. Si fuera un amigo, todavía.
—Bueno. Pero vio cómo son los autores. Este empezó por acá y después resulta que escribe otro día que éramos amigos de la infancia y usted se va a cabrear si vengo a decirle que mejor hubiera estado con mi novia.
—¡Qué situación tan ridícula! No creo que este autor tenga tanta imaginación. Además, usted sabe que el tiempo no vuelve atrás. Si me morí, me morí y basta. Estoy muerto. No va a traerme a la vida de nuevo. Es un recurso viejo como el pan.
—Veo que no me entendió.
—Bueno. Comprenda que estoy muerto.
—¡Ah! Ya. Claro. Entiendo.
Ahí se quedan los dos, el tieso y el inepto. Esperando que el autor se acuerde de ellos. Hace años que están en algún lado de las cajas de apuntes del autor que se olvidó de ellos.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Cuervo hembra, cuervo macho – Héctor Ranea


Dedicado a una cuervo hembra de inteligencia superior, ya muerta.

El cuervo hembra se distingue porque hace del croché una de sus tareas favoritas. Con la vara hace: frapé de chocolate con vainilla, pesca truchas medianas y chicas, roba tiras de orozuz, mezcla el mazo de cartas para jugar póker, da vueltas las páginas de las novelas que escribe, los poemas de los surrealistas y sirve ajenjo o pastis y hasta hace batidos de gran calidad usando whisky de caramelo cremoso con jugos varios de frutas que baja con su vareta. Cuando está con otras hembras enseña con su vara a tener a raya a los machos beodos.
El macho, en cambio, es un holgazán, vago y mal entretenido. Se lo suele ver bebiendo con poetas humanos llenos de complejos de todo tipo, inculcándoles culpas, si es preciso, para que le paguen otra ronda de café con churros o bollos del tipo que se llaman medialunas y, por supuesto, alcohol. Rara vez se los encuentra platicando con gente que piensa algo necesario, útil, verdadero o importante. Siempre debatiendo sobre la inteligencia del hombre y esa clase de estupideces sinsentido.
Las hembras y los machos de los cuervos son muy felices juntos. Nunca se golpean entre ellos aunque no son precisamente aves pacíficas. Pero han logrado un equilibrio que denota su inteligencia y no son particularmente fieles. En las ocasiones de golpizas es el macho quien ha sacado históricamente las de perder.
Se sospecha que el cuervo que dictó partes del poema a Edgar Allan Poe era, en verdad, una hembra que, con su proverbial gancho, escribió sobre la mesa del escritor la frase que dio inicio a su poema y el estribillo breve como los gritos de la hembra llamando al macho para que vuele y no se esclerose. Algunas partes de la Biblia, se sabe, han sido escritas por algunas de estas matronas.
No tienen edad para iniciarse sexualmente, ni para terminar esa etapa.

sábado, 5 de septiembre de 2009

El puente - Héctor Ranea


Se llega caminando al Norte hasta una callejuela donde empiezan a crecer los números y luego, cuando decrecen, aparecen los caballos, uno pardo, otro rosillo tirando de un carruaje de cuatro ruedas, guiado por una rubia de bombín y rojo carmesí en los labios.
Cuando una rueda apunta al norte se toma la calle indicada en la que un hombre saluda con un sombrero al revés y solicita la información aduanera y el crepúsculo ya se nota en las estribaciones del cementerio desconocido.
Luego seguimos al Sur adonde se llega continuando el viaje de la bicicleta monocolor guiada por la Santa Barbuda y nadie que nos siga por el empedrado negro. Tiene que ser negro.
Una campana marca el cuarto de hora que resta entre el amanecer y la nueva noche en el barrio donde nadie, nadie, llega. Y cuando llega se encuentra al canciller, el dueño de las llaves, el que siempre dice que no para no tener que decir que sí, que sí, que acá es, que era éste el lugar, pero no lo dice, no. Exactamente eso.

Uñas - Mónica Sánchez Escuer


Mónica no quiere salir. Se mira las uñas como si en su irregularidad encontrara las respuestas del universo. Y sí, encuentra una: la feminidad nunca le llegó hasta ahí: odia el barniz y las limas y las tijeras especiales para cortar la cutícula. No sabe por qué (esa respuesta no la ha encontrado aún) pero siempre ha asociado el esmalte en las uñas con la proclividad al desliz, las diminutas faldas de leopardo y los escotes prominentes. Nada que ver con el atuendo de todas sus amigas que se hacen manicure cada semana, y cambian de color según la temporada, el evento o la pareja. Pero lo que más le molesta es el tamaño. De las uñas, por supuesto. Mónica no soporta que le crezcan. Una, dos o tres veces por semana, según el nivel de neurosis, el corta uñas cumple puntualmente su función. Ella nunca se las come, pero sí se arranca los pellejos. A veces se le hinchan los dedos, le sangran. Entonces sabe que es hora de ver a Tin Tan o de ponerse a bailar como Vitola.
Mónica escribe todo esto y se ríe. Qué tonterías se le ocurren con tal de no decir nada. Nada importante: lo que siente por aquella sonrisa, lo que piensa del silencio o de las tardes inútiles, de la escritura y sus aburridas historias. No, Mónica no quiere salir. Hoy prefiere verse las uñas, sacar la mugre de un lugar preciso, cortar y concentrarse, al fin, en no hacer ni decir absolutamente nada.

Tomado de: http://monicaescuer.blogspot.com/

Tres tristes cerdos - José Luis Vasconcelos


NEVERLAND.- Por cometer allanamiento de morada y daños en propiedad privada, un lobo fue denunciado por tres cerdos iracundos, quienes fueron atacados en sus respectivos inmuebles por la fiera sedienta de sangre y venganza, pues tras el reciente brote de influenza porcina, decidió acabar con los puercos para seguir con el ejemplo de sus similares egipcios.
Uno de los porcinos, cuyo inmueble estaba fabricado con paja y material flamable, fue testigo de cómo la bestia —a soplidos ininterrumpidos— derribaba su morada.
El segundo afectado narró que el animal también empleó un método similar para echar abajo su construcción de madera —basado en la primitiva demolición eólica— misma que sucumbió en cuestión de minutos, ante el azoro de testigos que circulaban por las inmediaciones.
Ante tal situación, los muy puercos decidieron salir precipitadamente para refugiarse en la casa de su otro hermano —un prominente ingeniero civil y rico empresario del ramo de la construcción—, y ya dentro del sólido hogar (fabricado con cemento hidráulico de alta calidad) soportaron los embates del desquiciado depredador.
En tanto, agentes de la Policía de la localidad se apersonaron en el hogar del chancho industrial y aprehendieron a la bestia que manifestó vivir en el bosque próximo a esta capital y dedicarse a la recolección de ropa vieja.
Mientras era conducido a la comisaría, vociferaba que era influyente y que tarde o temprano acabaría con esos marranos, autores intelectuales y materiales de la pandemia que azotaba al país.
Finalmente, el lobo enloquecido fue turnado a la presencia del Juez, quien resolverá en breve su situación jurídica.

Tomado de: http://rojanota.blogspot.com/

jueves, 3 de septiembre de 2009

Blues - Myriam Belfer


Es una costumbre vieja nunca decirme por qué la calle me mira pesando mis dudas que duermen en la lluvia como mis culpas viajando después de un rato de girar como bolsas de plástico arremolinadas por el viento. No hay miguitas que devuelvan el camino a casa aunque ya estoy muy lejos de aquellas actitudes que me dejaban llorando casi desnuda, paralizada al lado de la cama, tiritando en esa enorme pieza con esa enorme ventana en esa casa tan chica metida en la montaña. Quiera la calle perdonarme. Es la única a quien pienso rendirle cuentas. Y si creyera en el juicio final y me tocara ser trinchada por todos los diablos para llevarme hacia las más furiosas llamas. Quiera la lluvia de la medianoche apagarlas de repente cayendo y cayendo hasta hacer un río por donde me vaya tumbada en una barca de cartones viejos de cara a mis culpas mecida por el viento mirando las estrellas y las luces de mercurio. Si al menos volara una luciérnaga...

Tomado de: http://myriambelfer.blogspot.com/
Sobre la autora: Myriam Belfer

Irrealidades - Jorge Oropeza


Rosa Delia me dice “la urbanidad a veces se va formando sola, callada, y visto así me parece un mundo hecho de diversas realidades, o incluso de irrealidades”. Aquí hay dos ideas muy bellas: la ciudad que se va construyendo de manera silenciosa, casi sin sentir, y sin embargo no deja de transformarse. Nosotros mismos somos parte de ese paisaje urbano que parece siempre el mismo, y sin embargo, nunca se repite.
La otra idea tiene que ver con lo irreal como parte de nuestra historia. El imaginario, lo que nunca existió, al final es también parte de una relación, un mundo o una ciudad. Lo que creemos, pensamos y sentimos sobre ciertas cosas, aún cuando nada de ello tenga un fundamento real, forman parte también de la historia personal. De modo tal que una historia, para ser aceptada por todos, debe ser contada en forma muy general; pero a medida que profundizamos en los detalles, el conjunto de las cosas reales e irreales la hacen válida únicamente para el que la cuenta.

Sobre el autor: Jorge Oropeza