martes, 24 de noviembre de 2009

Medium 8 - Leandro Javier Oyola


Subimos a una Van Nissan que tenía asientos enfrentados y un tapizado de cuerina negra que nos hizo transpirar el culo durante más de 8 horas. Eran las siete de la tarde y comenzaba a hacerse de noche. Los instrumentos habían sido cargados en el baúl. Sólo dio trabajo ubicar en tan diminuto espacio a la Pearl de Angus.

Cuando el chofer cerró la puerta, la oscuridad, como una pasajera más ocupó entre nosotros un lugar primordial que nos inspiraría a hablar en nuestros próximos momentos. Nos sentíamos cómodos con esa sombra embrutecida por el frío del exterior. La ruta se espejaba contra la luz y los costados se veían ensombrecidos por matorrales y alambrados. A veces, a lo lejos se divisaba alguna luminosidad que en lo más mínimo podía conspirar con el poder de lo negro.

El viaje a Junín había comenzado.

Excepto nuestro representante, a quien habíamos aislado a propósito con el chofer de la Van, íbamos todos juntos disfrutando de un momento más en la vida. Ni sabíamos qué temas íbamos a tocar, pero eso no era un problema porque siempre hacíamos los mismos, aunque con distinto orden. Desde que la Van comenzó su derrotero mecánico, hablamos de manera compulsiva hasta las tres de la mañana o más, cuando el viaje, la oscuridad y la luna se formularon como una tríada inseparable de la que éramos espectadores hipnotizados. Repasamos historias y anécdotas que nos habían ocurrido. Nos acordamos de los viejos amigos que ya no estaban y nos fumamos varios nevados en honor a ellos.

Éramos, en esa Van sin sentido, guerreros mal heridos que habían sobrevivido a una guerra interminable. Guerreros ignotos de un círculo que se abastecía con un lenguaje que no admitía banderas blancas, ni pipas de la paz con enemigos.

No parábamos de hablar. Aunque quisiéramos, no podíamos parar de hacerlo: la nieve nos llenaba de una excitación vertiginosa. Descendíamos con nuestros esquís por la cumbre y cuando llegábamos a la llanura volvíamos a subir como turistas colgados de funiculares del aire.

El tiempo pasaba y, lejos de que la noche en la Van en viaje nos relajara, nos despertaba con una inercia que yo sabía a donde llevaría de un momento a otro: a la ausencia del discurso, a la disolución del ser en una sensación de angustia sin relato.

Sucedió.

La hora en la que de humanos sólo teníamos la forma ya estaba entre nosotros, en la Van, conducida por un chofer desconocido y un manager borracho.

Nadie durmió, ni la Van detuvo su motor.

De mañana, cuando el manager nos avisó que habíamos llegado a nuestro destino nos dimos cuenta de que íbamos a tener que lidiar con un enemigo difícil de derrotar: el sol.

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