miércoles, 31 de marzo de 2010

El examen de Miss Daisy – Paulus Deluca


Como en política, la magnitud del tiempo es algo muy subjetivo y además, depende mucho de cómo se enuncien; equivalencia física de unidades aparte, no suenan igual —y no lo son— quince días que dos semanas, que medio mes que trescientas treinta y seis horas, como tampoco duran lo mismo los tres primeros años de libertad de quien acaba de cumplir quince de condena que los tres años de vida a los que como mucho y con suerte se refiere un médico con el resultado de una biopsia en la mano. Me recuerda en parte al Manual del Perfecto Soltero, que insiste en la importancia de la nomenclatura en la cocina del soltero, pues no es lo mismo invitar a Tosta riscalda d'ieri all'Italiana que Pizza recalentada de anoche, con los resultados previsibles en cada caso.
No he sido muy pródigo en palabras y vivencias durante las dos últimas semanas... He estado ocupado con esto y aquello como pocas veces: Un viaje a Barcelona que aunque inmediatamente infructuoso, —porque vaya el caso que me han hecho— con el tiempo descubriré que no fue tan estéril (de pronto se me ocurre por ejemplo que he podido tomar café con Tudela, uno de mis bastardos hermanos de whisky, que no veía desde hacía por lo menos quince años), seguido de la reunión anual de mi motoclub, esta vez en Seseña, más dos viajes a Valladolid, el primero para examinar una moto por la que pensaba podría cambiar a Carrie y un segundo viaje a Valladolid para efectuar el cambio.
No recuerdo ahora cuántos kilómetros hicieron los ganadores de las veinticuatro horas de Le Mans, pero para mí hacer —recuerdo al respetable que sin relevos, ni fisioterapeuta, ni cambio de neumáticos, frenos o aceite— los mil trescientos kilómetros hasta Valladolid y vuelta en veinticuatro horas después de los nosécuantos kilómetros que había hecho los días anteriores fue un esfuerzo considerable que me dejó reventado y del que apenas ahora me estoy recuperando... La carretera no es un circuito... dice la Dirección General de Tráfico.
—Ojalá —se me ocurre decir—. Porque así no habría animales cruzando la pista, ni alcantarillas abiertas en los ápices de las curvas, ni badenes en pleno peralte, ni cuchillas afiladas en las escapatorias... Pero en fin. Que no las toquen más, que por una que arreglan, tres nuevas que ponen.
En cualquier caso, volver a recorrer —al menos parcialmente— los horizontes castellanos desde que con mi hermano Manuel hiciéramos en bicicleta el Camino de Santiago cuando él contaba apenas doce añitos en canal fue un revulsivo... Alivia un poco ver que por más que uno ponga proa al horizonte, este se mantiene a esa ambigua distancia entre respetuosa y posible que alimenta la rencorosa inconstancia de un marino.
Los trigos estaban crecidos, aún en su mayoría verdes y cuajados de amapolas y el cielo que me acompañó era de un azul intenso, moteado con tormentas dispersas y lejanas, males ajenos que adornarán otras historias.
Tras mucho pensar y siguiendo el consejo de mi mecánico, que aunque vende y arregla BMWs, conduce una Paneuropean desde hace más de trescientos mil kilómetros, decidí cambiar a Carrie —quien recibirá un trato y mantenimiento más acordes con su edad, sus prestaciones y características y con el estatus de su marca— por Miss Daisy, quien merced al trato recibido y a sus características promete seguir rodando otros cien mil kilómetros sin más recambios que agua, aceite, goma y paciencia.
Dama de porte señorial, amiga tanto del paseo vespertino como del viaje largo a la velocidad de la luz, Miss Daisy es una señora coqueta de modales contenidos pero furia levantina, de voz siseante y suave que sabe convertir en un grave rugido capaz de bajarle las medias al más pintado.
Larga, muy larga y de porte más que considerable, muestra en el curveo rápido, en la maniobra lenta y en las reducciones una agilidad sorprendente y tan agradable, que durante el viaje de regreso a casa en más de una ocasión tuve que hacer los kilómetros que faltaban hasta el área de servicio más próxima, dándome de voces, abriendo el traje y manoteándome el casco para no quedarme dormido.
Aun así se nota que, como yo, fue educada en las maneras de otros tiempos más indulgentes quizá con la precisión y mucho menos con las intenciones, el ingenio y la lealtad, pues si bien me llevó a casa sano y salvo, al día siguiente me obligó a pasar un examen rápido y por sorpresa de mecánica y electricidad antes de querer salir de paseo.
Creo haberlo aprobado, pero aun es pronto para poder afirmarlo sin cruzar los dedos...

Tomado de: http://paulus-de-best.blogspot.com/

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