domingo, 25 de julio de 2010

Vacas - Esteban Lafon Blon


El tren llega a la estación Virreyes como una bestia forzada por los azotes. La multitud se amontona frente a las puertas. Dentro del vagón los cuerpos  fermentan, y un petizo  lucha por no quedar sepultado bajo una avalancha de culos. Tan cerca de mí que da vértigo, una gorda forrada en cuero negro se maquilla a sus anchas, como una diva en un camarín del “Maipo”. Los trazos bruscos y los disparatados colores me recuerdan a esos mamarrachos que mi sobrino garabatea en paredes, puertas y cuadernos; a esos bizarros grafitis que embadurnan los baños de las estaciones. Indiferente a nuestras miserias, una parejita echada en el piso contra una de las puertas se lastima a besos. Cada tanto, la gorda los relojea con ganas de comérselos crudos.
En este estofado el aire es soporífero: cabeceo, se me aflojan las piernas, me aplasta el cansancio. 

Estoy en un Falcon celeste modelo 71. Al volante, papá disfruta del viaje y mi compañía. Yo también disfruto. Vamos hacia la costa por la ruta 11. El tráfico es intenso. En una curva, un camión de ganado nos obliga a reducir la velocidad. El camión marca el paso durante varios kilómetros, no podemos adelantarnos. Atrás, la caravana serpentea hacia el horizonte. De pronto una granada de bosta revienta sobre el capot y enchastra el vidrio. Papá activa el limpiaparabrisas y putea. Un hilo de bosta se filtra por la ventanilla y se hace collar en su papada. No entiende de qué me río. Le alcanzo un trapo y le señalo el cuello. Se mira en el retrovisor y se pone serio, como cuando examina mis calificaciones. Sin apuro,  comienza a asomar una sonrisa. Nos reímos como nunca, un largo rato.
Desde la jaula un novillo me sostiene la mirada. Me parece reconocer inteligencia y tristeza en los enormes ojos, como si supiera que el final del viaje es la góndola de una carnicería. El churrasco del almuerzo me retuerce las tripas. 
El portón de la jaula se abre convirtiendo la ruta en una trampa mortal. Cae una vaca. Rápido de reflejos papá esquiva al animal, que se estrella en el pavimento. No alcanzamos a reponernos del susto, cuando un segundo animal nos impacta de lleno...

—Sáquela.¡Sáquenla!¡Sáquenlaaaaaa!
Mi propio grito me regresa a la jaula del tren.
Dos hombres fornidos me quitan la vaquillona de encima.  
—Disculpá —muge la borrosa mole en cuatro patas. 
Restriego mis ojos, la imagen se vuelve más nítida. Parpadeo… y aparece la gorda-mamarracho. 
—No es nada —le digo, reprimiendo las ganas de achurarla, de gritarle asesina. La vaca hace unos desagradables movimientos con el hocico y desaparece por el pasillo.
—¿Estás bien? —me pregunta un hombre mayor. 
—Un poco mareado… 
—Sentate —dice, ofreciéndome el lugar. 
Me siento y hundo la cara húmeda en mis manos: estoy de duelo. 
Nunca el sueño, que me asedia desde chico, llegó tan lejos. El recuerdo del accidente se presenta por primera vez sin interrupciones, como una secuencia cinematográfica de nitidez abrumadora. 
Veo a mi padre retorcido entre los hierros del coche en la banquina. En uno de los tumbos, yo había salido milagrosamente despedido a través  de la ventanilla. Había rodado por el barro y el pasto hasta golpear contra un árbol. 
Una rápida mirada a la redonda me revela un panorama aterrador: choques múltiples, heridos, gritos espantosos, un humo negro y dulzón. 
Me veo renguear hacia esa chatarra sin forma que era nuestro Falcon. Mi padre sangra por la nariz y la boca. No puede mover las piernas: quedó atrapado entre el techo hundido y el volante. Al verme a salvo, el dolor se le aleja y se reconcilia con Dios: le agradece, repite “¡Perdoname!” y esboza un rezo. Me toma de la mano, yo lo ayudo con la letra del padrenuestro. Al terminar la oración, balbucea unas palabras —las palabras más amorosas (lo descubro ahora, mientras las oigo y me derrumban) que un padre puede regalarle a un hijo— y muere. Me tiro a su lado y lo lloro: quiero morir con él. Al rato nos interrumpen las sirenas, y dos enfermeros me arrancan de papá. Agoto mis infantiles fuerzas para quedarme, me aplican una inyección. Me arrastran a una zona apartada, y, cuando logran sujetarme a una camilla, el Falcon estalla. 
Desperté en la sala de terapia del hospital de Pipinas, dos días después. Había tenido una crisis de nervios y me mantenían sedado. Mamá me acariciaba. 

La gran jaula se abre en Retiro, la gente se escurre por los molinetes. Unos pasos adelante camina la parejita, y entrando a la boca del subte brilla la gorda. Parece linda. A ella le debo las últimas palabras de mi padre. Palabras que nunca hubieran sido mías sin su intervención. La sigo: necesito saber su nombre.

No hay comentarios.: