martes, 24 de agosto de 2010

Piel – Héctor Ranea


Me le acerqué no bien la vi. Era tan bella que no podía controlar los corazones, ni el de sangre blanda como el agua ni el de sangre perfumada como mburucuyá. Ni qué hablar del estómago de líquidos importantes. Me daba cuenta de que en la fiesta alguno ya había notado cambios en mi apariencia. Es que no podía controlar los ojos. La miraba, aunque pretendía hacerlo con serenidad y ocultamiento, insistentemente; era obvio que ella hacía como que no me veía pero me estaba mirando.
Claro, sin ningún cambio salvo cierto rubor.
Para mí la hemocianina era poca y la hemoglobina escasa. Me empecé a desbandar, como me ocurre cuando bebo alcohol. Me desbando cambiando la banda preponderante de color y en lugar del oliváceo con que me conocen habitualmente en el trabajo de la Universidad, estaba poniéndome algo pálido pero, sobre todo, con los colores de la piel de ella. Durazno suave. Jazmín de Venezuela. Narciso jamaiquino. Orquídea del pantano del Kelta. Mariposa de Costa Rica… Ustedes me conocen. Si no fuera porque sorbía el Martini cuádruple se me iba a teñir la saliva aún más la alfombra blanca.
Pero cuando ya no pude más fue al perder el control que tanto había inculcado la Capitana Phylbursick de la 345º flota de invasión… y empecé a cambiar de color hasta parecerme a ella. Tanto que ella se asombró de verse en un espejo tomando un Martini; su novio me ofreció un beso. Alguna señora me pidió que tocara algo de Gershwin al piano. Apenas la recuerdo.
Ella estuvo a punto de gritar, pero comprendió a último momento y me abrazó. Huimos porque, como se sabe, cuando perdemos todo control, los de la 345º flota pasamos hasta por las fisuras menores entre las ventanas y los dinteles.
Recibí un castigo de parte de Phylbursick por ejercicio ilegal de mi marcianidad. Pero quién nos quita lo que bailamos esa noche con la humana.

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