miércoles, 29 de septiembre de 2010

No me mate las ilusiones – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Hoy llovió mucho, todo un espectáculo. Al principio llovieron sapos y culebras, después llovió un payaso, el hombre lobo y dos mujeres bastante barbudas con pelo en pecho y que se gritaban entre ellas (hubo que separarlas cuando cayeron al jardín). También fue un drama el tipo que cayó desde el trapecio porque después no le cayó el trapecio, así que lo llevé a la municipalidad para que llenara el formulario, aunque eso no sirvió de nada, ya que el intendente se puso a bailar la danza de las bicicletas llovidas, cosa que tiene bastante aceitada desde que se construyeron las bicisendas. Tampoco estuvo lindo cuando cayeron los perros, porque venían entreverados con boquerones, corvinas y calamares fritos, aunque bastante podridos. No me quedé, aunque estaba anunciada, a la lluvia de los autitos chocadores y de los aros de motos con manzanas acarameladas, sobre todo porque fui a esconder mi coche bajo los perales, pero cuando llegué los perales habían decidido mudarse con los cerezos para ver la lluvia más de cerca. En cambio fue conmovedor ver caer a Colombina. Venía planeando, créame lo que le digo, como el biplano de Santos Dumont o el de Jorge Newbery; se me puso la carne de gallina. No, la piel no; nosotros los lagartos tenemos piel de lagarto, sí señor. ¿De qué se sorprende? ¿No le dije de donde vengo? En mi mundo no llueve, nunca. ¿Entiende lo que le digo? No importa que los sapos y las culebras hayan sido de utilería y que el payaso sea un pobre jubilado. No me interesa que las barbas de las barbudas sean postizas y que lo del trapecista haya sido un truco barato. Yo vengo de Marte, ¿se da cuenta? Allá no tenemos nada de todo esto. Acepte lo que le digo y no se queje. No diga nada. Cállese, por favor. ¿No se da cuenta de lo que significa para mí. La lluvia de hoy fue todo un espectáculo, sí señor.

La casa – Pablo Moreiras


Llegaste a la casa cerrada sin expectativas. La calle, sus aceras, sus árboles y fachadas eran tal y como las habías imaginado, con los mismos colores suaves pero vivos. El sol iluminaba oblicuo tu vereda y por entre las ramas hacía surgir tu sombra andante sobre las paredes. No hacía excesivo calor y sólo un puñado de transeúntes y coches animaban la escena. Tú caminabas sin prisa, observando cada detalle, paladeando y en definitiva disfrutando de un momento que nunca valoraste como algo más que un mero trámite más bien tedioso y gris. Al llegar te quedaste mirando por un momento la puerta sin pensar en nada, absorto en lo que bien pudiera parecer un sueño. De repente soltaste la maleta en el suelo y sacaste un llavero con una única llave reluciente de tu bolsillo izquierdo. De igual manera te la quedaste mirando por menos de un segundo con un atisbo de incertidumbre. Inmediatamente después y sin más dilación la metiste en la cerradura. Encajó a la perfección. Y giró, una y dos veces, mientras tus pupilas se dilataban discretamente. Al empujar la puerta tu estado anímico giraba en un limbo indeterminado de placer y asombro. La luz entraba radiante desde la ventana de enfrente hasta la puerta. Todo permanecía al igual que la última vez, intacto pero rejuvenecido. El verano había terminado.

Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


Acerca del autor:

El encargo – Armando Azeglio


Nunca pensó que se terminaría transformando en un profesional de la muerte, matando por encargo. Mucho menos en formar parte del staff de un oscuro abogado dedicado a hacer malabarismos con las leyes que los comunes mortales creen que forman parte de la justicia. Quiso pensarse a sí mismo como un error, como una anomalía, pero inmediatamente sintió que eso era debilidad. Tocó la 9 mm" debajo de la axila y musitó:
—Es un trabajo, mi trabajo. Yo sólo hago la tarea sucia de Dios.
Sacó la foto de la próxima víctima mientras ordenaba un café. Un rostro nuevo, un rostro joven, pensó. Una mujer de ojos profundos, de cabellera larga, pesada y de un negro corvino. Una cruz de oro pendía entre sus senos. Pensó que el tiempo era una metáfora impura de la eternidad. La mujer estaba muerta; no importaba si en cinco minutos, cinco años o medio siglo. De pronto, el destino los había unido con un sutil hilo de Ariadna. Él era su verdugo, el ejecutor de una voluntad superior, arcana, perfecta y por lo tanto prístina. Como el abogado, él jugaba con simetrías que sólo podían ser apreciadas si se miraban desde otra perspectiva, superior, añadió en su diálogo interior. Veía en la muerte una forma de arte, de poesía, donde cada asesinato tenía una forma, un modo, un color, un escenario y un mensaje. Era un artista y esta iba a ser su obra número 23. Apuró el café. Pagó la cuenta. Miró el reloj con minucia, caminó con tranquilidad unas cuadras; la mujer de la foto estaba subiendo a un auto. Se acercó a ella e hizo fuego casi con desgano.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Siempre llego tarde a todos lados - Daniel Frini

Tengo un problema: mi máquina del tiempo atrasa.
He gastado horas en darle cuerda de la manera correcta (no es conveniente forzar el mecanismo, tal como lo demuestra el trágico incidente del Chichilo Sartori), pero no hay caso.
Intenté encontrar alguna ecuación que me permita compensar los desajustes (mi hipótesis era que cuando más lejos hacia adelante o hacia atrás, más atraso del mecanismo), pero no hubo caso. La he llevado al taller del Laucha Micheli —no hay mejor relojero que él—. Consulté con el Manteca Acevedo, que de motores cuánticos sabe una enormidad. Corregí el flujo de tempiones con una barrera de interacción electromagnética de largo alcance, confiné las fuerzas de repulsión electroestática para limitar la velocidad térmica, interferí en la relación an/cat de manera de aumentar la energía de paso; pero tampoco me sirvió de nada.
Y el problema no es menor.
Me hice viajero porque fue la mejor manera de aunar mis dos pasiones: por un lado, soy una especie de científico casero al que le fascina construir dispositivos extraños; y por otro, me encantan los episodios anecdóticos de la historia; así que, cuando encontré los planos, no lo dudé; construí la Máquina y me lancé al espaciotiempo, pero no hay caso.
Tres o cuatro veces quise ver cómo perdía su cabeza Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen, el veinticinco de Vendémiaire del año dos de la República Francesa, a las once de la mañana, en la Plaza de la Revolución, en París; y siempre arribé cuando los últimos curiosos están alejándose y el verdugo Sansón limpia la hoja de la guillotina. Incluso una vez llegué en la noche del veinticinco al veintiséis, y sólo encontré a un borracho orinando una de las patas del cadalso.
Quise ver a Martin Luther King y su I have a dream el veintiocho de agosto de mil novecientos sesenta y tres, frente al monumento a Lincoln, en Washington; pero solo encontré las escaleras llenas de papeles y sucias por las miles de personas que las habían pisado; y a un grupo de relegados comentando, mientras se alejaban, lo impactante que les había resultado el discurso.
Intenté estar entre las catorce horas veinticinco minutos y las quince del 30 de abril de mil novecientos cuarenta y cinco, en los techos del Reichstag de Berlín y resolver, de una vez por todas si fue Melitón Varlámovich Kantaria, o Mijaíl Petróvich Minin o Abdulchakim Ismailov el soldado que hizo ondear la bandera roja en el portal del Parlamento alemán; y ver a Yevgueni Jaldei inmortalizar el momento en una foto (ícono, si los hay, que marca el final de la Segunda Guerra); pero no llegué, siquiera, a verlo guardando sus equipos. Ya eran las cinco de la tarde, el tejado estaba vacío, y no había bandera.
Para cuando pisé la Curia del Teatro de Pompeyo en Roma, en los idus de marzo del año setecientos nueve at urbe condita; Bruto y los conjurados ya habían asesinado a Julio César.
No llegué a ver a Perón en el balcón de la Rosada, el diecisiete de octubre del cuarenta y cinco. En Nagasaki ya había explotado la bomba. No quedaba ningún occidental en Saigón. Los militares no me dejaron entrar al Groun Zero de Roswell. Los plomos de los Beatles estaban desarmando los equipos de la terraza del edificio de Apple. Mary Jane Kelly ya estaba muerta en su cama y no vi ni rastros de Jack the Ripper. Los cadáveres de Mussolini y la Petacci ya estaban colgados cabeza abajo en la estación de servicios de la Piazza di Loreto. El auto de Lady Di ya estaba deshecho en el túnel a orillas del Sena, y rodeado de ambulancias y autos de la policía. Apenas quedaban astillas de las maderas del puente sobre el Kwai. De Juana de Arco sólo quedaban cenizas y dos o tres brasas que avivaba un leve viento del norte. Dempsey estaba subiendo al ring después del terrible uppercut de derecha de Firpo. Los árboles de Tunguska estaban caídos y en llamas. Y, por supuesto, la policía ya había acordonado la Plaza Dealey de Dallas y se habían llevado a JFK mortalmente herido hasta el Hospital Parkland.
No hay nada que hacer. Siempre llego tarde a todos lados por culpa de este cacharro que me costó más de diez años de trabajo, un monstruosidad en dinero, mi matrimonio, el odio de mis hijos y el repudio de mis padres y amigos.
Por supuesto, intenté varias veces volver a mil novecientos noventa y ocho para prevenirme de este inconveniente con la esperanza de, en aquellos primeros pasos, encontrar una solución adecuada y tal vez obvia en los planos sacados de la revista Mecánica Popular del mes de marzo; pero, haga lo que haga, siempre llego después de haber cerrado mi taller y mientras, de seguro, estoy dormitando en el colectivo en el largo viaje de regreso a casa a esa última hora de la tarde. Ni siquiera pude llegar a prevenirme para sostener fuerte el pasamanos, la vez que el colectivo doscientos noventa y ocho frenó de golpe en la esquina de Brandsen y Quirno Costa, por culpa de un taxista que cruzó el semáforo en rojo; y que me valió una caída y un dolor en la espalda que me duró tres semanas.

Mi propio otoño - Martín Gardella


Hace casi veinte años que me hago cortar el cabello por el mismo peluquero. Mudó de local, incluso de barrio, y a pesar de todo sigo siendo un fiel cliente de su peluquería. Será por tener edades similares que, además de la típica relación estilista-cliente, logramos con el paso del tiempo construir algo muy parecido a una amistad. La mayoría de las veces me retiré del local muy conforme con su obra y solo en algunos casos tuve que volver para un fino retoque, pero últimamente no hay corte que me satisfaga, pienso que está muy corto, que sigue largo o que se nota demasiado el remolino que detesto desde que era un niño. Cambié mi peinado y le pedí que modificara el estilo y, sin embargo, aún hay algo que me deja disconforme frente al espejo. Busqué múltiples razones para culpar al peluquero pero debo reconocer su inocencia. Nadie puede vencer al paso del tiempo que lentamente se revela en los cabellos que me abandonan por las noches sobre la almohada o taponan el desagüe de la bañadera. Es evidente que está llegando mi propio otoño, solo espero que mi estilista continué siendo suficientemente hábil para ayudarme a disimularlo.

Tomado de: http://ficcionminima.blogspot.com/

jueves, 23 de septiembre de 2010

Acoplamiento cósmico - Antonio Mora Vélez


El pordiosero se había acomodado en un rincón del kiosco de las retretas y se había cubierto con periódicos, en uno de los cuales era visible la información acerca de las extrañas visiones de objetos voladores denunciadas por habitantes del condado.
Arriba, en la astronave, Sharon preparaba la operación contacto; ajustaba para ello la piel de Elián, la voluntaria escogida para la experiencia. Elián era de piel oscura, como todas las expedicionarias del planeta Tucán de Proteo.Sharon le decía a Elián: “Es fuerte aunque magro; bello, no obstante la mugre, y su mirada es triste como la de los pensadores de Triel”. Elián miraba también al pordiosero y decía: “Tiene las sinuosidades pronunciadas, precisas para un buen acoplamiento”. Ambas dejaron escapar una sonrisa.El pordiosero dirigió su mirada hacia el techo y vio cómo se coloreaba de anaranjado y todo el espacio alrededor se iluminaba como si fuera de día. Se levantó asustado y trató de correr pero un concierto de voces dulces lo detuvo y pudo más su natural atracción hacia lo desconocido.Sharon le dijo entonces a Elián que el terrícola estaba listo para el cubrimiento. Entonces una nube de luz brillante envolvió al pordiosero y lo hizo sentir como si su cuerpo copulara con el aire y fue tal el éxtasis que se quedó dormido sobre el piso, ajeno por completo el ruido de las gentes que se arremolinaron en el lugar para indagar el origen de las luces.

Morir en paz - Sergio Gaut vel Hartman



Blanca tiene trescientos diecinueve años, aunque eso no es una rareza en una sociedad de inmortales. En efecto, queridos lectores, Utopía ha llegado, o la humanidad ha alcanzado Utopía, es casi lo mismo. Pero les ruego que no saquen conclusiones apresuradas. ¿Por qué lo digo? Iré directo al meollo del asunto: en Utopía morir está prohibido y Blanca, que considera el suicidio como una forma sublime del arte, se ve imposibilitada de ejercer su talento en plenitud. No la dejan. Cada vez que logra matarse, la resucitan y reeducan, como si lo suyo fuera perversión y no un acto creativo.
—No hay placer en la certeza —dice Blanca—. Sólo la incertidumbre y la ambigüedad sostienen lo creíble, lo verosímil.
—Tu público sabe que te matas de verdad —refuta Francis sonriendo. Es el amigo incondicional de Blanca, el que la ha asistido en todos sus infructuosos suicidios.
—También saben que la Ley obliga al Orden a intervenir. Que seré renacida indefectiblemente. Y yo lo sé. Eso le saca todo el encanto al asunto.
—No hay muerte que se les resista. Si pudieras...
—Imaginemos. ¿Cómo sería una muerte total?
—Aquella que no pudieran revertir. Hasta ahora no ha sucedido nunca.
Blanca clava los ojos en Francis. La mirada es tan intensa que el hombre siente un dolor lacerante en la cabeza, pero al mismo tiempo comprende que ella encontró la solución al problema.

Francis sostiene la hoja entre sus dedos y la acerca al fuego. El blanco se oscurece y las palabras se retuercen. Suelta el frágil residuo, lo ve volar y fragmentarse. El Orden no podrá reconstruir a Blanca a partir de un puñado de cenizas, aunque, por las dudas, él las deja posarse sobre un paño, las recoge con una escobilla, las deposita dentro de una copa, vierte un poco de vino Mosela, mezcla y bebe con fruición el contenido.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

martes, 21 de septiembre de 2010

Eros y Thanatos - Francisco Costantini


Mauricio estuvo toda la mañana callado y tratando de evitarla; lo primero no le costó demasiado, pero lo segundo… Sobre el mediodía, mientras almorzaban, advirtió en los ojos de Elena un brillo especial que logró interpretar: ella sabía muy bien lo que lo atormentaba. Eso aumentó su turbación y sintió el impulso de abandonar la mesa para correr a cualquier parte, pero ya era tarde.
—¿Qué es lo que te pasa, Mauricio?
—Vos sabés muy bien.
Ella sonrió y sin quitarle los ojos de encima inclinó la copa de vino sobre sus labios. Después dijo:
—Es cierto, sin embargo quiero que vos me cuentes.
—¿Por qué?
Otra sonrisa.
—Un experimento
Mauricio analizó las palabras de Elena, su mirada, sus gestos; supo que no mentía. ¿Cómo podía ser tan cruel? Creyó que nunca acabaría de conocerla. Al fin respiró hondo y contestó:
—Tengo ganas de matarte, Elena.
La mujer apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó sus manos a la altura de la nariz.
—No voy a matarte, o eso espero, porque te amo —continuó él, al borde del llanto—, pero no puedo refrenar el deseo… ¿Qué me hiciste?
—Nueva configuración —contestó ella, imperturbable.
—¿Pero por qué?
Elena volvió a sonreír, aunque sus ojos dejaron traslucir cierta amargura que a Mauricio le pareció inédita.
—¿No querías ser más humano? —soltó—. Bueno, nada más propio del hombre que destruir aquello que ama.
El silencio los abrazó a ambos por segundos. Fue ella quien, con tono conciliador, se deshizo de él:
—Igual no te preocupes, después de lavar los platos te vuelvo a dejar como antes.
Pero para Mauricio eso ya no importaba demasiado, oía la voz de Elena como si llegara desde lejos mientras no dejaba de preguntarse, una y otra vez, qué cosa rara era el hombre, algo que ya no estaba tan seguro de querer ser, ni de obedecer.
Entonces comprendió que esos platos sucios jamás serían lavados.


Tomado de http://www.friccionario.blogspot.com/

Mi hobby – Héctor Gomis


Siempre procuro empezar despacio, sutilmente. Lo más importante es que no se note el veneno, hay que introducirlo poco a poco, sin que la victima descubra su destino hasta que ya sea demasiado tarde. En ese momento es cuando me descubro, enseño mi verdadera cara y me deleito con el terror pintado en sus ojos. Normalmente no reaccionan, tardan demasiado en asimilar su situación, y cuando lo hacen ya es irremediable, Sus caras se contraen formando una mueca muy divertida, sus pupilas se dilatan, los labios tornan su color a un azul pálido, y luego, poco a poco, puedo observar como se les escapa la vida. Algunos se mean encima, eso no me gusta, rompe la magia del momento, pero ya he aprendido a ignorarlo. Lo importante es quedarse con esa última imagen, el momento justo en que se traspasa la puerta y se apaga la vida. Ese es el momento que no hay que perderse, si no todo lo demás pierde el sentido.
Hace tiempo que distraigo mi aburrida vida con esta ocupación, y me ha procurado grandes momentos de placer. No se que hubiera hecho sin mi pequeño divertimento, seguramente me habría vuelto loco. Y lo más extraño es que todavía no se por qué lo hago, al principio creía que tenía un significado, un fin, pero realmente sólo es algo que me distrae. Todavía no he encontrado nada que me proporcione más paz que ver como una vida se apaga, y claro, como a la gente no le da la gana morirse sola, no tengo más remedio que ayudarlos. Se que no se me comprende, y que se dirán muchas cosas feas de mí, pero no hay que darle más importancia que la que tiene. De pequeño hacía lo mismo y nadie me decía nada, cuando quemaba hormigas con la ayuda del sol y mi lupa, a mis padres les parecía algo divertido e ingenioso, ¿y acaso no son también criaturas del señor?
Se que tarde o temprano alguien me descubrirá y no podré continuar. Cometeré algún error estúpido, probablemente por la tensión del momento, y dejaré alguna pista que les lleve hasta mí. En ese momento me encerrarán y me impedirán volver a matar. Será un fastidio, me tocará buscarme otro hobby. Igual me pongo a estudiar solfeo, puede ser divertido, aunque desde luego, nunca será lo mismo.


Tomado de: http://uncuentoalasemana.blogspot.com

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Edad para volar - Iris Giménez


Mi madre creía en los santos y en los sueños. Interpretaba como señales de buen presagio mis recurrentes experiencias de vuelo nocturno, estrategia que en la mayoría de los casos surgía como única posibilidad para escapar del horror de las pesadillas. Por lo menos yo sí me salvaba cuando salía volando. Ella no. A ella la alcanzaba una suerte de perseguidor y eran sus gemidos en el fondo de la noche lo más parecido a la peor de las pesadillas que jamás tuve. Desde mi cama yo la llamaba varias veces y, no antes de molestarme hasta el enojo, ella despertaba. Entonces nos volvíamos a dormir y por la mañana ese era un asunto del que normalmente no se hablaba.
"El que sueña que se muere, se muere" decía que decían. Yo nunca soñé que me moría y sí que se moría otro, lo que significaba que “le alargaste la vida”. Tampoco soñé que ella se moría y aunque ahora sé que no hubiese ayudado, a veces pienso que se lo debo.
El día que mi madre murió yo estaba lejos de casa. Casa estaba lejos de mí. Durante un tiempo tuve la sensación de que nada me sujetaba a la tierra, que nada ejercía contrapeso del otro lado. Durante un tiempo no supe cuál era el otro lado. Aquello que había aprendido sobre los santos y los sueños se había ido por un agujero; y lo peor de todo es que ya no tenía edad para volar.

(de "Caracoles y piedritas", inédito)

Con autorización de la autora, http://www.lugarnecesario.blogspot.com/

14. Algo - Bruno Di Benedetto


Somewhere in her smile she knows
that I don’t need no other lover.

George Harrison
“Something”
Album: Abbey Road (1969)


Encuentro tus viejas alpargatas negras bajo la cama, manchadas por la tierra del jardín. Son apenas más grandes que la palma de mi mano. Las guardo en la parte inferior del placard.
Ese placard que no es más que una vieja biblioteca reasignada a medias a otras funciones impropias de su dignidad. Pero al fin y al cabo, este caos babilónico de zapatos y libros, de camisetas de frisa y películas vistas cien veces, de camisas viejas y de reliquias bizarras, como ese trocito del Muro que me trajiste de Berlín, no es más una versión ampliada de aquella valija verde con la que llegué a Puerto Madryn y que se fue hace mucho hecha jirones.
Si fuera ciego, si no dispusiera de más sentido que el olfato, igual podría encontrar, en medio del revoltijo de mis ropas, unas pocas cosas tuyas. Islitas de perfume claro y abierto flotando en un océano cerrado, oloroso a recio jabón blanco y tabaco nocturno.
A lo largo de los años tus cosas fueron yendo y viniendo de tu casa a la mía y de mi casa a la tuya: tus perfumes, tus libros, tu camisón de seda roja, tus anteojos, la guitarra que nunca aprendiste a tocar, tus pañuelos, tus películas, tu cartera, tu lápiz labial, tus semillas, tus libros de Pichón Riviere, tus discos, un liviano vestido de algodón, tu agenda, tu crema para manos, una silla, tus plantas, una cámara fotográfica que nunca usamos, tu asadera de cristal, tu equipo de mate, tu perra estrambótica y malcriada, tus ollas de acero inoxidable, tus botellas de licor suave, la liviana burbuja que rodea tu cuerpo, que se mueve con vos y que parece estar hecha de un aire un poco más claro que el que acostumbro respirar.
Arqueología de un amor que no permanece inmóvil: fósiles y reliquias en tránsito constante que no sedimentan en otro lugar que no sea la memoria; excavaciones hechas con uñas y dientes, manos y labios; y unos pocos tesoros encontrados aquí y allá. Mapas de ciudadelas perdidas, trazas de cimientos secretos, semienterrados a la vera de todos los caminos donde hemos hecho el amor, tumbas y enterratorios de todos los muertos caídos en batallas absurdas, apenas olvidadas y ya vueltas a empezar.
Cuando no estás salgo a caminar la casa y voy recogiendo tus cosas, esas que vas dejando primero y llevándote a lo hondo después, como hace el mar en la línea de marea. Camino frente a tus orillas. Tu cuerpo diminuto y fuerte tiene, como el mar, superficie y fondo, y, de noche, es inmenso.
Todo en vos es como el mar: mareas y reflujos y tormentas propicias al naufragio pero no al náufrago, arenas suaves y abismos, pájaros que temen alejarse de la costa, deseos como medusas, transparencias dentro de la transparencia, leviatanes que van a lo hondo, misteriosas luces orgánicas flotando en la oscuridad abisal.
Todo en vos es como el mar, salvo tus ojos de loba. Tu mirada es amarilla y antigua como un manojo de filamentos de sol atravesando el follaje oscuro de los primeros bosques. Territorio salvaje de tu mirada donde a veces me acurruco y a veces, despojado por tus ojos, tengo frío.
Quiero llevarte al bosque. Conozco un lugar donde los retoños de los cohiues buscan la luz del sol con sus ramas que parecen hechas de encaje verde. Livianas telas flotando horizontales bajo los árboles más altos. Quiero mirar tus ojos amarillos bajo la luz verde de los árboles.
Tal vez en ese momento pueda recordar algo que está enterrado en mí no como un muerto sino como un diamante, como una piedrita de luz.
Mientras tomo café y fumo y escucho una y otra vez la misma canción, escribo estas palabras que tarde o temprano vas a leer, entre emocionada e incrédula. No sé que nos traerán los años. No sé si alguna vez terminaré de ordenar mi biblioteca-placard para que tus cosas puedan seguir yendo o viniendo a su antojo o quedarse o irse para siempre.
No sé muchas cosas. No sé casi nada. No sé si al final de nuestra historia quedará algo que valga la pena contar. Sé que hemos dado largas batallas, que nos hemos buscado el uno al otro hasta en los lugares más dolorosos. Sé que todavía no nos hemos encontrado.
Pero nos seguimos buscando. Tenemos apenas huellas, indicios tenues. Y eso ya es algo.

Con autorización del autor, de su libro Vengan juntos, Ed. Jornada S.A. 2007

Carta de un amante despechado y con sed – Julio José Leite


Amor (dos puntos) sé que no he sido precisamente una lluviecita de verano, de esas que chirlean el calor y nos dejan frescos y con ganas, más bien fui tormenta ahuyentando tus pasos, anegando tus precarios senderos de ternura, en fin, los niños que no comprendemos este mundo de adultos estamos destinados a cometer estupideces todo el tiempo. Es por eso este berrinche que me supera.
Cómo uno va a prestar su pelota de fútbol, su juego de ingenio, su trineo, su piel, que por tradiciones ancestrales, sacó, mascó hasta no dientes, tratando de dejarla suave para el abrigo de estas tantas noches que nos faltan, conservando por cierto esa pelambre de guanaco libre, de carbón saltando los alambres, de esa caricia sobre la propia intemperie de la piel de tantos otros olvidada, vituperada, masticada siempre por los que nos utilizan (pelitos defendiendo por un pelito nuestro brilloso frío de sangre apelmazada) niños, animales salvajes nosotros los poetas.
Hoy me voy a quedar aquí llorando por dentro el hain interrumpido por tu ausencia amor.
Kloketen, kloketen, repica cada lágrima que me cae sobre las raíces que me faltan.
Y con esto, terminó la carta. La leyó, arrugó el papel, lo tiró y partió a la calle porque se le había terminado la ginebra. Ella – lo presentía – no regresaría jamás.
Otra vez habían vencido los falsos, los mediocres, los…
Esto pensaba, cuando el viento de siempre, lo entró al bar.

lunes, 13 de septiembre de 2010

El hombrecito de paja - Claudio Siadore Gut


Era la siesta y los pájaros colgaban sus graznidos de los brotes en las ramas de los árboles.
Nosotros estábamos en un galpón en donde mis abuelos guardaban cosas que ya no usaban, pero que a un niño le servían de herramientas para sus juegos. Mientras mi prima y sus vecinas rasgaban telas de vestidos polvorientos, imaginando trajes de novia, yo buscaba un rastrillo para sembrar semillas de granada, y en mi trepada por muebles carcomidos, cayó al suelo una puerta, dejando al descubierto en un rincón, una pequeña caja abierta con un hombrecito de paja adentro.
Los pájaros callaron. Pero algo aleteaba entre los tirantes del techo.
Al ver la repulsión que el hallazgo provocó en todas las niñas que me acompañaban, reí sorprendido. Me volví al rincón y allí estaba con su cuerpito flácido, vestido con ropa cocida a mano, ya desgastadas.
Mi prima lo miraba fijo, como quien ve u muerto, y murmuraba.
—¡No sirve más! —dijo.
—Le falta un ojo —exclamó una de las vecinitas.
—¡Es horrible!
—¡Me da miedo!
—¡Hicieron brujerías con él! Miren ¡No lo toquen!
Cierto era que el muñeco había sido utilizado como medio de retorcidos fines, ya que estaba tajeado, pinchado, manchado, doblado y debajo había recortes de fotos amarillentas de gente desconocida.
—¿Quién lo agarra? —dije entre risas impostadas, pero con manos trémulas.
No me decidí a jugar con él, como lo hacía con los gorriones agonizantes que cazaba al mediodía.
—Es horrible…
—¡Pisalo!
Mientras yo sonreía, las niñas se acercaban de a pasitos al rincón, como gatas al acecho.
A lo lejos el perro acusaba algún fantasma.
—¡Quemalo!
—¡Hay que tirarlo al pozo!
Mi prima quedó paralizada de miedo, con su boca abierta y espumosa.
El hombrecito de paja se llevó las manos a la cara y echó a llorar amargamente.

El virus bueno - Sergio Gaut vel Hartman


—Bloqueo creativo —murmuré.
—Tal vez pueda ayudarlo —dijo un demonio alto y rubio apareciendo de repente. Se frotó las manos con avidez y su torva mirada taladró mi corazón, pero como ya no lo uso, el lance resultó infructuoso.
—No voy a venderte mi alma para escribir un mugroso microcuento —dije. El diablo se esfumó, pero al instante se materializó un genio gordo de tez aceitunada y fulgurantes ojos oscuros.
—Tu alma no es mi objetivo —dijo el genio. Su voz aflautada y el movimiento de las manos me dejaron entrever la clase de retribución que pretendía a cambio de sus servicios.
—Gracias, gordi, pero no…
—Tres deseos…
—Aunque fueran diez.
El genio hizo plop y estuve de nuevo solo ante la pantalla en blanco.
—Es mi turno de ofrecer una solución a tu problema —dijo una voz que emergía del parlante de la PC—. Soy un virus bueno que ha permanecido latente en tu equipo durante diez años.
—Un virus bueno —repetí tontamente—. ¿Y cuál es la solución que ofreces, ¡oh, virus!
—Ya está hecho. ¿No tenías un bloqueo creativo?
Bien, me dije, ¿por qué desilusionarlo? Digamos que esto es un microcuento y listo el pollo y pelada la gallina.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman  

sábado, 11 de septiembre de 2010

Lo que hacía falta - Gilda Rodas


—Pregunta Juan, si le regalamos una vela.
—Una me queda. ¿Por qué?
—Porque es el cumpleaños de Paula y la va a sorprender con un pastel hoy, a la hora del café.
—Qué detallista...deberías aprender un poco.
—¿Ya empezás con tus sarcasmos?
—No es eso, pero me doy cuenta que tú no tenés ese tipo de detalles conmigo.
—Pero quién te entiende mujer, si para tu cumpleaños te regalé un carro. El que tanto te gusta.
—¡Sí el que vos usás ahora!
—En serio que tenés un arte para crear problemas...
—¿Sabés qué...? No quiero pelear. Por fin hoy nos largamos de la ciudad, e intento pasar un buen día,
relajarme un poco...qué tanta falta me hace.
—¿Y eso, es una indirecta o qué?
—Ahh tomalo como querás, ya te dije que no quiero pelear.
—Claro, que conveniente...
—¿Ya encontraste la vela?
—Sí ya la llevo.
Eran alrededor de las diez cuando regresaron cansados al departamento. Joaquín había sufrido un pequeño accidente esquiando en el agua y parecía tener la costilla rota. Mariana, en cambio, venía descansada, el sol había puesto color en su piel y las copas de vino habían soltado un par de carcajadas al viento. Dejaron las maletas en la entrada, acostaron al bebé, bebieron un vaso con agua, se pusieron ropa de dormir y se acostaron sin una palabra.
Después de un par de horas, un fuerte ruido, que venia de las entrañas de la tierra, ensordeció a toda ciudad.
Los perros dejaron de ladrar, las aves volaron lejos y las estrellas inmóviles quedaron, mientras la tierra sin piedad se movía golpeándolo todo. Los esposos saltaron despavoridos de la cama, dirigiéndose a la habitación del niño. Mariana lo sacó rápidamente de la cuna y juntos, como pudieron, llegaron hasta el comedor. El octavo piso, cual la cubierta de un barco, arrojaba todo lo que prendía de él: cuadros grandes y chicos, cristales finos y corrientes, comida, televisores, gavetas y muebles. Todo quedó en segundo, tercero, cuarto y quinto lugar. Mientras la familia formaba un corazón en el piso, el bebé en medio y en posición fetal, uno frente al otro...y las paredes y divisiones empezaron a caer. Impotentes, sus bocas repetían incansablemente: "Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden; no nos dejes caer en tentación y líbranos de todo mal. Amén".
Después de unos minutos reconocieron, sorprendidos, que estaban bien. Se incorporaron como pudieron.
El departamento había perdido la forma por completo y todo, absolutamente todo estaba en completa oscuridad. Un frío cruel envolvía la habitación, la calle, la zona, la ciudad, el país...
—Los amo —dijo Joaquín— y se besaron con los ojos llenos de lágrimas.
—La noche nos sorprendió enojados, y lo único que nos hace falta ahora es una vela —dijo Mariana.

Destino - María Pía Danielsen


—¿Me escuchas? ¿Puedes hablar?
La médica de guardia interrogaba a Rosa mientras era trasladada en una ambulancia al hospital.
—¿Hace mucho que estás así? ¿Hiciste algo?
Rosa apenas salía del sopor por breves instantes. La hemorragia llevaba cinco días, mientras yacía tirada en un catre de su rancho. Sus cinco hijos nada pudieron hacer para socorrerla. Hugo le preparaba una infusión de jume y Ester, de cuatro años, le daba mate cocido al bebé en una sucia mamadera.
—Me tienes que contar para que te ayude —insistía la doctora.
Rosa era un animalito asustado. Su mente divagaba: —el Señor de Mailín me va a salvar. ¿Quién se va a ocupar de mis chicos? La policía. El juez. La cárcel. La Antonia, que me hizo el favor con la aguja de tejer.
La ambulancia continuaba atravesando los polvorientos caminos aun lejos de su destino.
—¿Estabas embarazada y lo perdiste? ¡Avísame!
Rosa abrió los ojos. Vio al Señor de los Milagros de Mailín que le tendía sus brazos, la cara de sus cinco hijos sin padre, la miseria, el destino de paria que le tocó en suerte por ser mujer y pobre y musitó: —No doctora. No estaba embarazada. Jamás aborté.

Tomado de: http://elhuecodetrasdelaspalabras.blogspot.com/

Adoración - Claudia Sánchez


Un par de piedras planas encastradas en los ojos, donde había esmeraldas y los caracolitos engarzados en los huecos del manto, donde estaban las perlas y rubíes, fueron las pistas que llevaron a los investigadores a rastrear en la playa lindera a la iglesia.
En una de las grutas naturales formadas en las rocas, encontraron el botín. Un semicírculo de velas ardientes custodiaba una imagen de la Virgen del Rosario. Hecha de barro por manos inexpertas, presidía un improvisado altar de lajas y restos marinos. Un grupo de niños harapientos la adoraban detrás del círculo candente. “¿No es hermosa nuestra madre?” preguntó una niñita de cara sucia a los uniformados. La cristalina esperanza que refulgía en aquellos ojos barrosos les anudó la garganta y la culpa. Se retiraron dando por concluida la búsqueda y cerrando el caso. Más ligeros de conciencia, sentenciaron: “La iglesia bien puede reponer las joyas”.
En la gruta, los niños ya se han bañado y vestido y están colgándose las mochilas. Sus padres encabezan la fila india. “Apúrense niños, que la próxima Iglesia queda a dos kilómetros por la playa. Llegaremos justo al anochecer.”

Tomado de: http://sanchezclaudiabe.blogspot.com/

jueves, 9 de septiembre de 2010

Cruzando el mar está Tzintzuntzan, Michoacán - Héctor Ranea


En efecto, el navegante y viajero Marco Polo, digámosle provisoriamente veneciano aunque era croata, llegó a Chin Chio Tan una mañana de octubre de 1277, se dice. Le pareció una de las ciudades más bellas del mundo por sus jardines de fresias y alhelíes que pendían de todo terreno elevado más de medio zástar, la medida de la palma de la mano derecha de Jublai Khan.
Además de perfume de arroz y la más exquisita pasta de algas, producían huevos de un ave muy similar al cuervo pero más grande y blanca.
Marco Polo quiso saber si esas aves volaban, por lo que se llevó uno de esos huevos de gallinazos a sus aposentos en el Palacio de las Tinieblas Iluminadas, donde atesoraba cosas de todo el Imperio.
El huevo, desacostumbrado a esa tibia temporada, hizo eclosión una noche de primavera en que Marco, quien había recibido a la hija del contador de ramas de gengibre, la hermosa Jin Ji Bli, para pasar con ella la noche contando historias del Imperio Celeste y solamente eso (Les Luthiers, dixit) y, antes de pasar a solamente eso, el huevo dejó escapar un flato bastante pecaminoso del cual surgió el ave más fornida de toda la región.
Antes de que Marco el croata véneto pudiera recogerse los lienzos para capturarla, el Xol Pli Lot se lanzó desde las alturas del palacio y planeó tan lejos que no pudo ser alcanzada.
Era la primera vez que sucedía que un zopilote así huyera y se perdiera en la lontananza por lo cual Marco lloró y con él la joven y bella Bli.
El impresionante zopilote tomó fuerzas devorando el cadáver de un búfalo muerto y emprendió viaje por el ahora conocido Mar de la China y continuó por el ahora conocido Pacífico y recaló en las costas del ahora conocido México y gustole lo que vio.
Vio chicas bonitas y enseres exóticos. Y vio alebrijes vivos cantando por los prados que moja el estío o los baña.
Se quedó una temporada detenido en un predio cantando el canto que cantaban sus ancestros y desde entonces los purépechas conocen al lugar como Tzintzuntzan, que recuerda el canto armonioso del ave blanca.
Obviamente, se murió de consunción sexual, ya que ninguna zopilote hembra local quiso sus favores y sus requiebros no fueron jamás atendidos aunque sí escuchados. Su color, parece, fue un inconveniente insalvable, aunque hay especialistas que aseveran que su lengua (el chino Imperial) no lo favorecía a la hora de hacerse entender.
Así me lo contaron, así lo cuento.

Frente a frente (borrador descartado de locura o muerte) - Pablo Moreiras


Qué me queda de ti, sumido en las simas de la tarde, bajo la sombra larga y su olvido alado, qué me queda de ti, en la caída desde el cénit al silencio inerme de la muerte, muerte de viejas luces, horizonte de palabras muertas.
Qué me ha de quedar de ti le pregunto a este espejo, muerte joven que a través de los años me persigues, de sueño en sueño, de cielo en cielo, de noche en noche, de árbol en árbol y voz a voz, sombra a sombra, beso a beso, grito a grito, palabra a palabra, a través del silencio y su desierto vivo, a través de mis ojos y su luz callada, caricia a caricia y odio a odio, a través de los ríos, las ciudades y las montañas, a través del secreto y de sus aguas, a través de la mentira y sus verdades, dolor a dolor, de amor a esperanza, de ciego a ciego, de golpe a golpe, de sexo a sexo, de jaula a jaula, de cordura a locura y viceversa, de ti a mí y a ti y a él y a mí de nuevo, de angustia en angustia, a través de las arterias, de venas a corazón, de sesos a uñas, de palabras, de palabras siempre, de segundo a segundo, de año en año, a través del ocaso y del alba, a través de todos y todos los mundos, a través de la nada, de la nada al infinito y al fin a mí, por mí de nuevo.
Muerte querida, muerte nacida conmigo y para mí, compañera de vida, amante absoluta, vieja amiga qué me ha de quedar de ti, me pregunto y te pregunto frente al espejo.


Tomado de: http://sevendepoesia.blogspot.com/


Acerca del autor:

De cuerpo y sombra - Samanta Ortega Ramos


Cruzo el puente para ir de Las Tablas a Sanchinarro. Debajo, la inescrupulosa y antipaisajista A1 hace más ruido que una ametralladora.
Mientras cruzo tengo al sol arriba, a la derecha, y a mi sombra a la izquierda, igualita a mí, sobre el asfalto.
La sombra se mueve exultante a lo lejos y tengo la sensación como de ver crecer a un hijo.
En ese instante de embeleso un auto le pasa por el costado rozándola. Me asusto y paralizo. Es peor. En menos de un segundo otro auto le pasa por detrás sin el menor cuidado. Apuro la marcha en vano. Cuando me quiero dar cuenta, un BMW Serie 1 color rojo le pasa por encima.

Desde entonces y sin quererlo, me he convertido en uno de esos cuerpos que viven por vivir. Entendí todo cuando el siluetólogo me explicó que la sombra es el alma que se viste para pasear.


Sobre la autora: Samanta Ortega Ramos

Pompas de jabón - Serafín Gimeno


Un día introduje un cuento corto en una pompa de jabón, el relato echó a volar envuelto en paredes de gelatina. Observé como se alzaba en el cielo hasta desaparecer. Al cabo de quince años, una chica llamó a mi puerta.
—Me ha costado mucho encontrarte, tu relato se enredó en mi pelo y tenía necesidad de hablar contigo. ¿Por qué la chica se despide de él en la estación, desde la ventana de un compartimento? ¿Por qué no suben los dos en el tren y parten juntos?
—Porque las pompas de jabón viajan solas.
Se dio por satisfecha con mi contestación y me ofreció la espalda para alejarse.
—¡Espera! —le grité—. No hace falta que te vayas, puedes quedarte.
Se detuvo para proyectar sus ojos en los míos. Tenía una mirada hermosa, serena, contemplativa. Su cabello lacio y mojado permanecía pegado en partes de su frente, como si acabara de salir de la ducha.
—No puedo, tu cuento no lo permite.
Necesité quince años más para convencerme de que, en realidad, la chica que acudió a mi puerta era la pompa de jabón que había liberado tiempo atrás.


Acerca del autor:
Serafín Gimeno

martes, 7 de septiembre de 2010

Marketing - Sergio Gaut vel Hartman


—Ay, boluda. Me quiero matar.
—No lo vale, Vale. Es un tarado. No lo llames.
Valeria digitó su teléfono móvil sin mirar a Guadalupe. Pero al cabo de un momento soltó una maldición.
—Me equivoqué, ¡carajo! Guadaaaaa….
—No, no te equivocaste —dijo el ángel descendiendo de los cielos con la suavidad de un Sikorsky X-3. Plegó las alas y contempló a las chicas con una mirada beatífica—. Ese es mi número.
—Oh may God! ¡Es un ángel! —Guadalupe se tapó la boca con la mano enguantada.
—Aproximadamente —repuso el ser celestial—. Soy el arcángel Sofoviel, promoción 2011. Mi misión es proteger a las boludas.
—No sabía que las boludas tuvieran a su ángel guardián... arcángel —dijo Valeria tratando de imitar el tono de las chicas del Buenos Aires.
—Es nuestro lado ineficiente. Falta información. Todas ustedes pueden estar protegidas.
Guadalupe tragó en seco y se dispuso a escuchar el sermón. Pero Valeria supo por dónde venía la cosa.
—El señor arcángel vende algo, boluda. ¡Guada, avivate!
Sofoviel, por toda respuesta, desplegó una hoja de flexiglass delante de los ojos de las chicas.
—Servicio Platinum —leyó Guadalupe—: quinientos... ¿usdólars?
—Ajá. Sigan leyendo. Hay productos más económicos.
—Servicio Gold...
—Ay, boluda —dijo Valeria—: me quiero matar.


Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Más bonita que Georgina - Antonio Mora Vélez


A la hora en que el sol se metía en el horizonte del mar, el niño se sentaba en un banquito, todos los domingos, a mirar hacia el balcón de enfrente. En el segundo piso de esa casona colonial de la calle Larga, vivía una jovencita de origen chino de apellido Wong y el niño, a pesar de su corta edad, estaba enamorado de ella. Como no conocía aún canciones de amor, le cantaba un porro que narraba las tristezas del dueño por la muerte de su gallo tuerto. Al final de la interpretación, que acompañaba con el ritmo de un pequeño tamborcito de cuero que le había regalado el niño Dios, el Romeo de la calle de Las Palmas le decía a su Julieta:
—Georgina Wong, la del balcón, asómate, que te voy a tirar un besito.
Y la jovencita se asomaba sonriente y le tiraba también besitos al niño —que no cabía en su cuerpecito de la felicidad— y los vecinos, quienes seguían de cerca la tierna escena, festejaban esos momentos de amor con palmas, sonrisas y una que otra lágrima furtiva.
Georgina —no sobra decirlo— se hizo amiga de la mamá y de los tíos del niño y lo visitaba todos los días cuando regresaba del colegio. En esos encuentros vespertinos la hermosa colegiala de ojos rasgados le llevaba paragüitas de caramelo al niño y respondía sonriente las preguntas de la mamá y le decía que sí, que se iría a casar con él cuando estuviera grande, que lo esperaría hasta que se convirtiera en un hombre hecho y derecho. Y el niño soñaba todas las noches con su boda y veía a Georgina con su traje blanco de cola y se veía él de vestido entero de paño, igual que la fotografía en sepia del matrimonio de los tíos.
Dos años después el niño seguía siendo un niño pero la jovencita era ya una mujercita casadera y con un novio real. Por algún tiempo Georgina y su novio le hicieron creer al niño que eran amigos nada más y que ella le cumpliría su palabra de matrimonio. Y él, aunque sospechaba que lo engañaban por piedad, seguía soñando en su boda con Georgina. Y le seguía poniendo serenatas los domingos con una canción nueva que se había aprendido y en la que un palomo le pedía a su paloma querida que volviera a su viejo nido.
Una mañana de domingo ocurrió lo que el niño ya temía. El balcón de la casa de Georgina estaba adornado con festones y lazos y había un inusual movimiento de personas que entraban y salían con paquetes y con viandas de fiesta. Rosa Helena, que así se llamaba la mamá del niño, vio que su hijo tomaba el banquito y el tamborcito de las serenatas y le dijo que no saliera a cantarle a Georgina porque ella no estaba. Y trató de distraerlo con un paseo por el patio, señalándole las begonias, los helechos, los pajaritos y los conejos, al tiempo que le decía que él estaba todavía muy pequeño para pensar en cosas de hombres, que ya Georgina había decidido organizar su vida en otra parte y que hasta allá no llegaría su vocecita con las canciones y el sentimiento de sus serenatas.
Al escuchar estas palabras de su madre, el niño salió corriendo hacia la ventana y alcanzó a divisar en la distancia de la calle el cortejo nupcial y ver a Georgina vestida de novia y a un joven con vestido entero de paño azul turquí que la llevaba del brazo hacia la iglesia, apenas a tres cuadras de la casa, y sintió por primera vez un nudo en la garganta que no se explicaba y comenzó a gritar ¡me ahogo! ¡me ahogo! y a pedirle ayuda a su mamá, que estaba a pocos pasos de él llorando también por la pequeña tragedia de su hermoso hijo.
La madre angustiada le alzó sus bracitos una y otra vez, lo besó, lo abrazó y le dio un vaso de agua con valeriana. Luego lo recostó en sus piernas y le susurró una bonita canción que le dice adiós a las golondrinas que se van, hasta que se quedó dormido.
A la mañana siguiente el niño se asomó a la ventana y notó que los festones del balcón se los llevaba el viento y vio a la empleada de los Wong barrer el arroz regado en la acera y en la calle. Luego miró hacia una de las puertas del primer piso y contempló a Raquel, la hija del carpintero del barrio, que salía de su casa con los libros del colegio en las manos.
Llamó entonces entusiasmado a su mamá para que la mirara y le dijo:
—Mami, Raquel también es bonita ¿cierto?
La madre vio otra vez el color de la ilusión en los ojos de su hijo y le contestó sonriente:
—Sí hijo, es muy bonita, más bonita que Georgina.

Números en Rojo – José Luis Zárate


Pide los videos de seguridad, localiza en las pantallas al joven repartidor. Con el forward de mil días observa los tatuajes crecer en su cuerpo, abarcar brazos, cubrir el rostro. Es como una marea que lo convierte en otro.
El dibujo en la frente preocupa al jefe de seguridad. Un cuadrado negro, números en rojo. Las pantallas no mienten. Los números se mueven. Cada vez son diferentes.
70, decían la primera vez que los notó. 69, 68, 67...
El joven lo mira todos los días con ojos fríos, la mirada de los que no temen nada. Ha ordenado que no lo dejen entrar. Pero las cámaras lo muestran: a veces entregando comida, sobres, a veces simplemente entrando al vestíbulo del enorme edificio.
Y los números 32, 31, 30...
¿Qué significan? ¿Qué busca? ¿Cómo puede ser posible?
El dibujo de los brazos es de cables, conectados a algo oculto bajo la ropa
Mira los videos de la última semana. 5, 4, 3, 2, 1...
El hombre se pone de pie, el miedo ahogándolo.
Hoy termina la espera. Hoy, en el vestíbulo, en cualquier instante.
Algo toma el edificio en sus manos, lo sacude levemente, atrás viene el estruendo, el fuego...

Espejo de feria - Mónica Sánchez Escuer


A Sony, ella sabrá por qué.


—Mientes.
Lo dice así, sin más preámbulos.
—¿A qué te refieres? —le pregunto con verdadera curiosidad.
—Tú sabes muy bien a qué me refiero.
—Pues no, no lo sé.
—¿Ves cómo mientes? Lo haces todo el tiempo.
Dejo de prestarle atención y continuo escribiendo.
—Ahora mismo escribes mentiras.
—Por supuesto, es un cuento de ficción.
—¿Y tú realmente lo crees?
Ya me empieza a exasperar.
—Dime lo que tengas que decir, o lárgate de una vez.
—Es muy simple. Hace poco afirmaste que nada de lo que escribes tiene que ver con tu vida.
—Y así es.
Su risa chillante me obliga a dejar el tecleado.
—Dices que no tiene que ver con tu vida y, sin embargo, en tu novela está el árido paisaje que durante tres años te enloqueció, los pasillos de la universidad, hasta la secretaria del departamento de lenguas.
—Sí, y también los ruidos de mi vecino, el hindú. Pero ninguno de los personajes principales es real, ninguna de las cosas que les sucede tiene que ver ni conmigo ni con nadie que conozco. Es más, las dos mujeres me parecen totalmente opuestas a mí.
—Pero a una, la más joven, la pusiste a nadar, a escribir, a mirar como mirabas tú los atardeceres.
—¿Y eso qué?
—¿Nunca se te ocurrió pensar que la gente la encontraría igualita a ti?
—¡Pero si pensamos y somos completamente distintas!
—Mientes. Lo dices en tus clases: toda ficción tiene algo de biografía. Aunque no lo quieras, el acto de escribir es un desnudarse.
—¡Por favor! No me vengas con esa perogrullada. Tú sabes perfectamente que siempre se me ocurren historias demasiado torcidas y perversas para mi vida tan simple.
—Ahora mismo te estás desnudando.
—¿Y te gusta lo que ves?
—A mí ni me va ni me viene. El asunto es si a ti no te importa que la gente te vea.
—¡Pero si no me ven! Y lo que escribo es puro invento. Salpicado de detalles, sí, muchas sensaciones, y algunos paisajes. Eso es todo. Y si alguien afirmara “Mónica escribe sobre sí misma”, no significaría mayor cosa. En el medio literario Mónica no existe.
—Pues mientes igual. Es lo que todos hacen. Todos los escritores, quiero decir. Y tú no eres la excepción. Prueba de ello, soy yo. Por más que lo niegues, escribes sobre ti.
—A través de mí, que es distinto. Lo que tú no sabes es que las historias me las cuentan un par de hombrecitos que me robé del refri del Bernal. Esos que le dictan a él sus cuentos terribles. Me los traje a escondidas, dentro de un bote lleno de gelatina que me regaló Doris, su esposa. Lo malo es que a mí no me creen su diosa y no me cantan. Tampoco me dictan esos maravillosos y escalofriantes poemas.
—¿Qué clase de estupidez es esa?
—Tú misma sales de sus bocas. Todas tus palabras me las dicta uno de ellos, y ahora quiere que te calle, que ponga punto final a este diálogo absurdo y me enseña un espejo. Es un pequeño espejo de feria. En él veo cómo mi cara se ondula, todo mi cuerpo se hace chiquito, soy una niña. Escribo: “Mi cara se ondula...” . Y el otro hombrecito crece, retrata a la niña a través del espejo. Y la niña se ríe y me dice
—Mientes.


(Para los que no crean que los hombrecitos del Bernal existen vayan aquí.)


Realidades - Roberto Cuello



Caminaba de un lado al otro del recinto, se encontraba en la parte central de su exposición.
—¿Qué pasaría si fuéramos parte de un universo inmensamente mayor al que conocemos? —decía enfáticamente—. Puede ser que en este mismo momento a nuestro alrededor se estén dando acontecimientos fuera de nuestro control, cosas tan sobre dimensionadas que no podamos verlas, imaginen si no fuéramos en realidad la especie más evolucionada, si existieran seres superiores a nosotros.
Sus alumnos lo miraban con evidente escepticismo, entendían perfectamente el concepto, pero lo creían improbable, el mundo era lo que ellos conocían, todo lo demás era una mera concepción filosófica, la realidad era individuos trabajando todos los días, divididos por clases sociales de las cuales es imposible escapar. Lo que oían era para ellos un lujo que se daban los intelectuales, el escape a una realidad que golpeaba con crudeza.
—Es lógico pensar y sólo como una muy descabellada hipótesis —dijo uno de los alumnos en actitud desafiante—, que si existiera tal especie intentaría esclavizarnos abiertamente, ¿qué los detendría en conseguir tal beneficio?
—Es que quizá ya lo estén haciendo e inclusive somos tan limitados que ni eso somos capaces de advertir —dijo el profesor extendiéndose en lo que a sus oyentes ya les parecía un verdadero disparate.
—Profesor, ¿no le parece que ya sobrepasó los límites del sentido común? —interrumpió una alumna—. Una cosa es gozar de un ejercicio intelectual imaginándonos parte de un mundo que desconocemos en su totalidad, inclusive puedo hacer el esfuerzo de imaginar tales seres superiores, pero otra muy distinta es considerar posible que nos estén explotando sin que lo advirtiéramos, me parece que ya es como demasiado.
—Bueno —dijo el profesor bastante ofuscado— la clase ha terminado, es obvio que hoy no tienen ganas de pensar, espero que mañana estén más predispuestos y sean un poco menos negativos. Recuerden que no todo en la vida es acarrear polen.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El equipaje - Javier López & Oriana Pickmann


Llegué a la estación de tren en taxi, el mismo en el que pensaba marcharme cuando me hubiera deshecho de la maleta que me acompañaba, y que no permití que el conductor metiera en el portaequipajes.
La estación estaba bastante transitada a esa hora. Una maleta olvidada en una estación vacía resultaba demasiado sospechosa. Pero eran las 11:30 y, entre el tumulto, esperaba que nadie se percatara y pusiera en alerta a los agentes de seguridad antes de que yo hubiera huido.
Me situé en un lugar donde había bastante gente, cerca de las pizarras electrónicas en las que se anunciaban salidas y llegadas. La dejé en el suelo, junto a mis pies, y aproveché un momento en que nadie parecía mirarme para empezar a caminar. En principio despacio, como si paseara, pero conforme me iba alejando de aquella maleta de cuero y textil, a punto de estallar, fui aligerando la marcha. Atravesé la puerta de salida y, justo cuando iba a agarrar el picaporte del taxi —que me había estado esperando—, para abrir la portezuela, una mano se apoyaba en mi hombro:
—Señor, ha olvidado su maleta —una voz grave sonó detrás de mí.
Ya era la tercera vez que fracasaba. De nuevo no podía deshacerme de aquella pesada carga en la que había encerrado mis temores, mis malos recuerdos y las peores experiencias de mi vida. Tendría que volver a intentarlo. Quizá pudiera conseguirlo en la próxima estación...

Ser ella - Susana Pagliaminuta


Sabía que podía ser ella. Que yo podía ser ella. Por eso me detuve a mirarla, antes de bajar las escaleras del subte. Sólo ese día supe que podía ser ella. Antes no, todas las otras veces que la vi sentada allí, no lo supe. Pero ese era un día de conciencia plena, de saberlo todo. Y fui ella cuando vi mis manos sucias, agrietas, lastimadas, mis uñas largas y ennegrecidas. Cuando sentí -sin saberlo, porque cuando fui ella nada sabía- muchísimo calor, cubierta con el andrajoso abrigo de invierno, en una tórrida tarde de 40° en Buenos Aires. Cuando fui ella tuve la mente sin memoria, vacía, hueca, percibí como habitual mi propio hedor, sentí como normal la molestia de las liendres y los piojos, sin evaluar estas circunstancias entonces, sino ahora, claro. Aún siendo ella miré la gente que bajaba las escaleras del subte y estiré la mano sin saber lo que hacía, en gesto de mendigar. Pronuncié palabras sin sentido. Insulté quedamente a la gente sin saberlo, mis actos eran sólo reflejos de una vieja conciencia. Todo lo hice mecánicamente, con la mente sin pensamientos. Sin tristeza ni alegría. Sin ningún otro sentimiento intermedio entre la tristeza y la alegría. Y sin ningún otro sentimiento. Miré mis tobillos hinchados, con llagas abiertas. Sentí que dolían y ardían, pero no pensé en ello. Sentí lo muelle y húmedo de la infección de la espalda, oculta bajo capas de ropa sucia. Muy sucia. De antigua suciedad. Comí algo sin sentir placer, masticando con dificultad. Mis dientes estaban devastados. Escribo una vez más, y sé que soy insistente, que cuando fui ella no consideraba nada acerca de la infección, la suciedad o el estado de la boca. Sólo sentía sin valorar. Poco a poco, todavía siendo ella, me adormilé, mirando sin ver a la mujer alta que me observaba desde arriba de las escaleras del subte.

Ha pasado ya un tiempo desde que fui ella. Y lo fui por un lapso breve, seguramente, porque esa noche -la del día en que fui ella- llegué a casa más o menos a la hora habitual. Desde entonces he sido yo, pero modificada por haber sido ella.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

El teatro maldito - Laura Ramírez Vides



Recuerdo como si hubiera sido ayer aquella noche de invierno en que estábamos mi madre y yo en el campo, tomando chocolate caliente en el alero de casa; emponchadas como si estuviéramos en la Antártida en vez de en la provincia de Buenos Aires, con la sensación de que siempre había llovido y que seguiría lloviendo por siempre como si ese hubiera sido el único clima por nosotras conocido.
Aburridas, después de haber descifrado cientos de crucigramas, hablado de casi todos los temas, jugado todos los juegos de mesa aprendidos; compartiendo simplemente el silencio, el arrullo de la incesante lluvia; disfrutando de las esporádicas interrupciones de los relámpagos que iluminaban la noche cerrada anunciándonos la proximidad del trueno y aliviando la monotonía que nos embargaba a la vez de ser todo un presagio de continuidad.
Esa fue la noche en que mamá me contó la leyenda que su madre le había relatado cuando niña.
Según mi abuela Vasca, en un pequeño poblado ubicado en algún impreciso lugar de Navarra existió un teatro muy particular, tan especial que hizo que ese pueblo, por cierto tiempo, fuera conocido en toda España.
Lo llamaban el Teatro Maldito; ni embrujado, ni poseído, ni encantado, sino maldito. Así lo denominaron impulsados por el terror que les provocaba que ese lugar tuviera vida propia. Si bien puede ser aceptable la idea de un edificio embrujado, poseído o encantado, aún para un escéptico; el tratar de asimilar que un teatro vibrara, sintiera, pensara, decidiera, era demasiado para los pobladores del lugar, inclusive para los creyentes de lo oculto.
Decían que El Maldito se apropiaba en cierta forma de las voces de los actores. No era que los enmudeciera sino que determinadas líneas o frases pronunciadas en él no podían volver a ser repetidas. Ninguno de los actores pudo jamás explicarlo. No podían precisar si lo habían olvidado, si recordaban las líneas pero no podían pronunciarlas. Al preguntarles al respecto, todos indefectiblemente callaban; su mirada perdía vida; como si en el mismo instante en que la pregunta se formulaba su mente se pusiera en blanco, se vaciara.
Don Antonio, el portero, que era a su vez el acomodador, el boletero, el encargado de mantenimiento y el sereno del lugar se había convertido en su portavoz. Era definitivamente quien más lo conocía y entendía. Aseguraba que el teatro elegía sus botines según las formas del decir que podían distinguirse entre: palabras débiles que mueren instantes después de haber sido pronunciadas; líneas delgadas que flotan unos segundos para ir desintegrándose, desvaneciéndose hasta desaparecer; y frases con cuerpo, peso propio, contenido, que permanecen en el aire llenando la sala, que cuando llegan a los espectadores los tocan, los abrazan, los hacen temblar invadidos por la vibración del sonido. Y eran justamente estas últimas las que el teatro amaba, las elegía cuidadosamente y simplemente se quedaba con ellas.
Don Antonio afirmaba que las escuchaba resonar cuando recorría el lugar; es más, aseguraba que muchas veces, en sus noches de sereno, por medio de estas voces el teatro lo había despertado de su sueño prohibido para avisarle algún imprevisto o accidente. Los lugareños comenzaron a alertar a las compañías de teatro y, si bien al principio la mayoría reaccionaba con risas displicentes, actitudes incrédulas impulsados por el escepticismo y arengados por los refutadores, poco a poco, éstas comenzaron a elegir no presentarse en él, movidas más por la superstición que por la creencia de la leyenda.
Contra toda lógica, la ausencia de obras en el teatro lo embellecía. Hacía años que no se hacían reparaciones de importancia, ni mantenimiento alguno más que lo básico y suficiente para evitar derrumbes, solapar goteras, pasar las inspecciones de habilitación y así seguir funcionando. Don José era uno de los más asombrados, claro, era el encargado de todo lo que se hiciera en el Maldito y él sabía muy bien que no había encerado los pisos aunque cualquiera pudiera reflejarse en ellos claramente, ni retapizado las butacas aún cuando lucían como estrenando terciopelo de la mejor calidad y siempre habían sido de pana barata, ni pintado el interior ni exterior y menos aún retocado las molduras. Sin embargo, El Maldito brillaba, como si cual imán estuviera llamando, atrayendo a una gran víctima.
Así, reluciente como nunca antes, acogió en su escenario al que fuera, en ese momento, el mejor actor dramático de toda España, convencido que nada ni nadie podría con su arte, con su dejar el alma cada vez que la vida lo ponía sobre las tablas.
Fue una noche fantástica; una actuación memorable; que al finalizar dio paso al gran horror. Al verse, el gran actor reducido a un estado casi catatónico; al descubrir que había dado todo en esa función y que El Maldito se había quedado con casi todo lo que él era, enloqueció, y comenzó a vagar sin rumbo tratando de mitigar tanto dolor, de llenar ese gran vacío, probando con cuanta cosa le ofrecieran: drogas, hechizos, alcohol, yuyos, magia; se dice que hasta trató con un exorcismo. Todo fue en vano y una fatídica noche, totalmente resuelto a terminar con su tormento, volvió a El Maldito y lo incendió; quedándose dentro, en el centro del escenario donde todo había comenzado.
Dicen que esa noche, además de la risa profunda y descontrolada de quien fuera su última víctima convertido ahora en victimario, podían escucharse, por sobre el crepitar del fuego, todas las frases, líneas y palabras que El Maldito había robado y apresado. El fuego limpia y libera –comentaba por lo bajo la vieja curandera-; se acaba el mundo –gritaba el loco del lugar-; Don José era el único que sollozaba en silencio.
Todos se arrimaron a ver el final de El Maldito. Nadie hizo nada por apagar el fuego, pero los testigos del incendio –casi todo el pueblo- aseguraban que bajo las ruinas y cenizas pudo verse una gran cantidad de agua. Ellos afirmaban que eran lágrimas. Que El Maldito se había ido llorando.
Mi madre terminó el relato y sin hacer comentario alguno, en silencio, se fue a dormir. Jamás volvimos a hablar del tema. Pero me resulta inevitable, cada vez que una gran tormenta me acecha, recordar la leyenda de El Maldito y mientras un escalofrío recorre todo mi cuerpo, una sonrisa siniestra se dibuja en mi cara.

El pan de estos días - Mónica M. Brasca


Nueve menos cuarto de la noche de un frío viernes de mayo. Sonó el timbre. Esperábamos al novio de mi hija, que llegaba de viaje. En otro momento lo hubiera atendido por el portero, pero fui a recibirlo con un abrazo para demostrarle cuánto sentíamos la triste situación por la que estaba pasando.
No era Gastón. Era un muchacho de muy mal aspecto que dijo estar vendiendo pan casero. A través del vidrio de la puerta me enseñó una bolsa en la que supuestamente había panes, desafiándome con el gesto de quien empuña un cuchillo. Dentro de mi casa, con llave, me sentí totalmente indefensa ante el rencor de esa mirada. Él sabía cuánto miedo infundían la hora, su cara, sus modos. No le creí, pero fui a buscar dinero. Al volver, le oí decirle a otro:
—Va’ ve’ que ahora me sale con que no tiene cambio.
Tampoco yo había inspirado su confianza.
Cobardemente le di los cinco pesos, aun temiendo que de la bolsa sacara un arma. Pero me dio a elegir entre los panes que todavía le quedaban. Tomé uno cualquiera, me daba lo mismo; sólo me urgía cerrar la ventana cuanto antes.
No hubo caridad, ni genuina entrega.
Ninguno de los dos salió ganando. Ni siquiera el alivio de una sonrisa.

Extra-er - Ricardo Giorno


El extraño del currículo se precipito a partir del cielo. Vi desde el encentado opuesto el torbellino de un ave atormentada. La víctima, un joven desunido de la sección, poseía mirada cósmica y un plus de intoxicación foránea. El extraño siguió con el descenso, un averno de flores no lo contendría.
Minga Literatti resultó el joven, simiente de inesperada aptitud. Calle cuarenta, entre la cinco y la siete. El lujo me abofeteó la corrupción.
A mi comando desplegó gran operativo policial, y ocasionó un desajuste de transito. Me obstruí con el original rasguño que a Literatti le recorría la espalda.
Ascendí por los pasillos del edificio. En la puerta de entrada di varios golpes. Nadie contradijo. La puerta resultó ajena a la llave.
Ingresé.
La morada confundía como una propiedad de estilo familiar, con algunos machihembres de oficina.
Dentro de la habitación secundaria revelé dos cajones inferiores del placard. Acerté ligeras cadenas, machetes y jeringas. Las advertí hacia el examen del laboratorio forense. Batallada rutina que no forzaba condolencias.
Goberné la ventana que daba al balcón. Hacia un costado, unas escaleras en forma de caracol. Atiné a un desgarro de camisón. Ese tipo de tela también se encontraba en el jergón desarmado de una gran cama matrimonial de la antecámara. Desde el corredor hasta la pieza de Literatti, lo único que resplandecía.
Sondeé el paradero del joven, pero ningún pariente retornó de la oscuridad. Sus falsos documentos me besaron la cara. Y no encontré libreta familiar que viniese a tomar el té.
Con un saludo inesperadamente cordial, el extraño del currículo continuó su camino. Le perdí la pista, y ya no supe más de él.
Revisé expedientes sin interpolación represiva. Canalicé futuro, y una luciérnaga me rebotó, encendiéndose, dentro de la cabeza.
Fui a la morgue a entrevistar a Literatti. Los ojos, dilatada incoherencia estándar. Entre las pestañas, entrelazado un hilo en anagrama, al estilo tanza, de poco micronaje. Me di a recorrer en círculos el piso húmedo, de escaso amoblamiento. Salí.
Revisé una vez más la casa de Literatti.
Entre papeles revivían cada vez más desesperanzas. Atiné un álbum de fotos. En ellas, Literatti aparecía disfrazado en distintos cueros, y con poca ropa. Dardamente di con una foto en la cual aparecía disfrazado de payaso. Recontinúe, sabiendo que me separaba cada vez más del rasguño en la espalda.
Compendié la pieza de Literatti: habitación de menor medida, y un respiradero en el techo.
Instintivamente percibí una manija de madera detrás del cabal respaldo de la cama. Me aveciné, bailé la manija, y millones de pelotas de colores me cubrieron. Me vino a la mente la foto de Literatti disfrazado de payaso, pero desistí de hilar postulados.
Sobre la mesa de luz: un reloj, un chancho de ahorro y una gran medalla dorada, ganada en un campeonato de básquet.
Me apacigüé sobre el sillón, desarrollando ligeramente las piernas. Favorable al televisor, comí las frutas frescas que descansaban sobre la mesa. Patee un banco y bostecé. Me dormí por veinte minutos. En ese tiempo tuve un sueño relativo al descenso del extraño del currículo, pero sin lucrar conclusiones.
Fui al baño y me moje la cara. Me golpearon apetitos, y me soldé una ducha bien fría. No usé jabón: calor, primavera, 39 grados.
Abrí la heladera. Exterminé vasos del té frío, detrás de unas grandes cajas de pizzas.
Encendí la radio:
—Las noticias de Marcelo Marcó, que nos trasmite las magnas contingencias del mundo deportivo.
—Además presentando las grandes noticias del día.
—Gracias Pablo.
—Bueno, en esta fecha hubo muchas conexiones entre equipos que conjugaron mayores puntos que otros equipos...
Dejé de prestar atención a la radio. Volantié el velador de la cómoda y desnudé de objetos valiosos a mi bolso. También los de posesión: la maquina de afeitar y el peine.
Una semana que me había mudado a la zona.
Dejé mi casa sin paredes para tomar propiedad de esta gran mansión. Ahora estoy bebiendo anís, en el apartamento, con enigmáticas comodidades. Si no hubiera resuelto el caso, creo que no me la hubieran dado. Hoy uso sus frazadas para dormir.
La cama de Literatti.