viernes, 10 de diciembre de 2010

Réquiem entre los árboles – Fernando Puga


Ella nunca llega tarde a la cita. Luce distinguida, sutil, resuelta; no necesita prepararse para llevar a cabo su cometido. Ella es su trabajo y lo hace sin culpa ni piedad. No recibe pago alguno; ningún tipo de recompensa la estimula. Cumple con su deber; puntual, poderosa, infalible.
La muerte.
Hace ya un tiempo que ronda nuestra casa del bosque, aguardando el momento preciso. Pasó por aquí hace unos días, se llevó a Juan, y ahora la estoy esperando. Sé que no ha de pasar mucho tiempo para que regrese por mí. Ahora que terminó todo, que él está bien enterrado y ya cumplimos con todos los ritos de despedida, ella volverá.
Desde que el alba empezó a dibujar los árboles del bosque, estoy sentado en esta galería de piso de ladrillo donde solíamos instalarnos por las tardes a matear mientras Juan revisaba papeles, escuchábamos tangos o conversábamos. Este era su lugar; su santuario; yo a su lado, en los días más bellos de mi vida. En su sillón de fina madera, pasaba horas contemplando los árboles. Juan amaba los árboles; no otra es la razón por la que finalmente tomó la decisión de vivir aquí y no sólo venir de vez en cuando a buscar algo de aire. Lo acompañé sin dudarlo apenas se atrevió a proponérmelo, aun sabiendo que saldría a la luz nuestro secreto. Ese secreto mantenido durante tanto tiempo por temor al daño que podría ocasionar la verdad a ese hijo que creció receloso, con su padre en casa pero tan lejos. Ese hijo que Juan tuvo en su juventud cuando intentó una vida contraria a su deseo para eludir la mirada inquisidora de los otros. Esos otros que ahora, al vislumbrar el final, nos darán vuelta la cara.
—No hace falta que la casa sea muy grande ¿verdad?
—No mi amor ¿para qué? —Solos, juntos en un cálido hogar del bosque. Eso sí, una amplia galería donde sentarnos a esperar al sol que vuelve día tras día a confirmar la presencia de esos árboles, compañeros fieles que nunca hacen preguntas.
Daba gusto verlo mimar esos tres abedules que plantó aún antes de empezar la edificación de la casa del bosque. Porque tenían que ser tres, ya se sabe. Por aquello de la salud, el dinero y el amor. Sólo esa peste inmunda, esa enfermedad que nos aprisionó a los dos con sus tentáculos de pulpo rosa cuando nadie comprendía nada, pudo impedir que alcanzara los tres objetivos. ¿Y los gigantes pinos centenarios? Los que resisten los embates urbanísticos y refugian a los guardianes del bosque; esos chimangos que graznan en la altura presintiendo la muerte. Hasta los aromos que crecen por doquier y son despreciados por los vecinos, eran para Juan de un valor incalculable.
Los años compartidos entre árboles, pájaros y senderos de barro nos hicieron mejores personas. Nos teníamos el uno al otro. ¿Y el mundo? El mundo algún día aprendería.

Y ahora yo, solo, sentado en ese mismo sillón, entre nuestros árboles, a la hora del alba. La espero. Sabiendo que no tendré quién me tome la mano, quién esté a mi lado más que los árboles. Porque sé que ella volverá por mí; que si aún no volvió es por no importunar.
Ella sabe que yo tenía que tomar la mano de Juan, sentir su último aliento, levantarme deshecho hasta el teléfono para llamar al médico, confirmar la noticia. Que tuve que soportar la mirada maliciosa de ese hijo al que Juan había perdido, no sin dolor, tantos años atrás; ese muchacho tan circunspecto en su sobretodo de pelo de camello, llegando en su coupé para cumplir y asegurar su herencia, escrutarme de costado y despreciarme; ese hombre distante y prepotente ignorando mi presencia y mis derechos, que huyó enseguida del entierro a seguir con su vida en la gran ciudad. Ese hijo que no pudo entender cómo Juan se enamoró de mí. Y no me lo perdona. Ni yo a él.
Ahora ya es tarde. Él disfrutará de los bienes de su padre y yo…
A mí Juan supo darme lo que necesitaba y ahora, sin él, sólo deseo seguirlo. Por eso, mientras la luz se entrevera entre las ramas de los árboles a medida que el sol avanza en su diaria rutina, la espero.
Y esperándola, y bañándome en el recuerdo de las tibias caricias de Juan, tengo la certeza de que hoy será la última vez que frente al espejo me transforme para él.
En este día del adiós delinearé con cuidado mis cejas, pintaré de carmesí mis labios y mis uñas, un poco de rubor en mis mejillas, y elegiré cada prenda: las medias caladas de nylon, la pollera corta, el sostén con relleno y la remera ajustada, los tacos altos, el abrigo de piel de nuestro aniversario… Y la vieja peluca rubia; la que Juan desenredaba con sus dedos rústicos, delicados, húmedos, ansiosos.
Y al atardecer, repleto de amor, hecho mujer, regresaré a este sillón de la galería con la sola compañía de los árboles y mientras el viento me arrulle entre las hojas, entornaré los ojos anhelando que la hija de la noche, otra vez puntual y segura, silencie mi boca, tome mi mano y me entregue a los brazos de Juan.

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