lunes, 30 de enero de 2012

Regreso del Inca - Luciano Doti


Siempre había considerado a la Luna un lugar hacia donde dirigir la mirada en noches sedientas de amor. Un cuerpo celeste disparador de versos pretensiosamente románticos, cuando no aullidos desesperados, que delatan sentimientos ya incontenibles. Pero nunca se me había ocurrido que la Luna pudiera ser una plataforma de ataque para una potencia extraterrestre.
Estábamos en el shopping cuando recibimos la noticia. Tomábamos algo en el patio de comidas, rodeados de meseras diligentes y personal de seguridad. De pronto, el gigantesco plasma que presidía esa sala nos anunciaba la novedad: ellos acechaban allí, en el firmamento. Allí mismo donde hace apenas algunas décadas los yanquis habían plantado su bandera.
Un grupo de los invasores ya se hallaba entablando negociaciones con nuestro gobierno. Exigían la inmediata devolución de su imperio, el Incaico. Atahualpa, último emperador de esa nación, había ascendido al reino de los cielos tras su muerte, su alma reencarnada en otro ser de remoto planeta había recuperado la conciencia anterior gracias a una tecnología que nosotros éramos aún incapaces de desarrollar; y ya consciente de lo que había sido despojado, regresaba munido de flota galáctica para hacer justicia. En él se habían conjugado la sabiduría andina, para elevarse espiritualmente al momento de su muerte y tener una reencarnación conveniente, y la tecnología de avanzada, para contar con los medios de perpetrar su plan.
Ahora, su flota estacionada en la Luna se disponía a atacar.
No hizo falta, nos rendimos. Acordamos la restauración del imperio a cambio de libertad. Ellos se comprometieron a respetar todos nuestros derechos, no habrá esclavitud ni opresión; y compartirán su tecnología. El futuro ya está aquí.

Acerca del autor: Luciano Doti

Naufragio - Pedro Herrero


Todo el mundo habría alabado sin dudar la actitud del sobrecargo, en las complicadas tareas de evacuación de la nave, tras el incendio declarado accidentalmente en la sala de máquinas. Él fue quien dio la voz de alarma y organizó la arriada de los botes salvavidas, yendo de un lado a otro para poner orden y aplacar los inevitables conatos de histeria de algunos pasajeros. También se aseguró de que nadie quedaba atrapado en las plantas inferiores y puso en peligro su propia vida al acercarse a las calderas envueltas en llamas, a punto de estallar. Incluso se atrevió a echar por la borda al capitán, que se había empeñado en permanecer en el puente de mando (siguiendo aquella absurda costumbre de los viejos lobos de mar, de no sobrevivir a la catástrofe). Todos, en definitiva, tanto la tripulación como el pasaje, habrían ensalzado el valor que derrochó en todo momento, si hubieran vivido para contarlo y no hubieran perecido poco después, al volcar sus frágiles embarcaciones en medio de una violenta tempestad. A falta de esos elogios, una vez se quedó solo y pudo apagar el incendio con los extintores reglamentarios, el sobrecargo, mucho más calmado, evaluó la situación.

Tomado del blog Humor mío

sábado, 28 de enero de 2012

La soga – Diana Sánchez


La soga golpeó en un latigazo seco sobre el techo de mi casa. Serían las tres. No era la primera vez. Sin embargo, empecé a temblar. Espié desde la ventana. Alcancé a ver uno de los extremos de la soga rozando la pared. Tanteé a oscuras en el cenicero. Los fósforos se iban cayendo uno tras otro de mis manos indecisas. Por fin, prendí una colilla y aspiré profundo hasta quemarme los labios. Entonces, se me ocurrió.
Busqué el extremo de la soga y la rocié con alcohol. Después, le prendí fuego. La soga enardecida, golpeó en el techo una y otra vez. Se cayeron los cuadros con las fotos de los abuelos. La alacena se vació de tazas y los platos se volvieron astillas en el piso de cemento. Las perchas temblequeantes, desparramaron los abrigos raídos, los vestidos usados. Y el único sombrero voló por la ventana. El florero rechoncho de margaritas, se quebró sin remedio. Y la gata parió antes de tiempo. Arriba, la soga enorme, chispeante, serpenteaba a gusto en latigazos de fuego.
El niño lloraba a gritos desde la cuna de mimbre. Mientras lo cubría con trapos húmedos, su manito buscó mi boca. Le besé los dedos una y otra vez, lo escondí debajo de mi cama. Y subí al techo. La cruz del sur reinaba en la noche patagónica. Pero no hizo nada por salvarme. Al verme, la soga cobró más fuerza. Intenté abordarla por una de las puntas. Fue inútil. Toda ella era una bola de fuego. Toda ella era la entrada a un infierno de colores incandescentes. Toda ella era el sexo de una mujer que había esperado demasiado tiempo para ser amada. La miré de frente y mientras iba acercándome, la soga pareció calmarse. Ya no dio más latigazos.
Me saqué los zapatos antes de abrazarla.


Acerca de la autora:
Diana Sánchez

Nanodinos - Claudio G. del Castillo


Los Nanodinos de Titán son pequeños, muy pequeños; tan pequeños que no necesitan tener patas. ¿Para qué?; aunque caminasen toda su vida jamás alcanzarían el punto más cercano. Solo un tonto presumiría de haber dicho alguna vez: ¡Caramba!, miren, ha llegado un Nanodino.
¿Que si tienen orejas? ¡Ni pensarlo! Si no hay espacio ni para una insignificante nariz. Son diminutos, ¿recuerdas? En efecto, también carecen de boca. Como imaginarás, no hay nada lo suficientemente minúsculo que pudiera servirles de alimento. Pues algo del tamaño, digamos… de la mitad de un Nanodino es inconcebible, ¿no crees?
Bueno, los Nanodinos aún existen porque su interacción con el entorno es tan imperceptible, que la Naturaleza simplemente ha olvidado sacarlos de circulación. Ellos, que por no tener tampoco tienen un pelo de tonto, bendicen su suerte y se alegran de eso: de ser sin tener. Y está claro que esa es toda la filosofía que se pueden permitir.
¿Por qué te hablo de los Nanodinos si son... casi nada? Ay, mi niño, es que el universo de los humanos es tan complejo que no cabría en un solo cuento.

La mano que pintó la cueva – Héctor Ranea


Tu mano y la mía, enlazadas en la recóndita cueva, admiraban la mano del pintor del paleolítico, segura y precisa al dibujar el lomo de esas bestias exóticas con las que se fascinaban, tu mano y la mía, tanto que esta se atrevió a apretar la tuya, sus sudores comenzaron a trasvasarse de una a otra; los pequeños orificios de las glándulas microscópicas comenzaron a producir sus líquidos sebáceos en forma de microgotas que acrecentaban su caudal cuando tu mano suspiraba tan fuerte frente a la imagen del león, su ocre pálido, que parecía querer saltar sobre nosotros desde su tumba iconográfica de siglos con sus garras, sus inmensas uñas, apuntando a nuestras manos temblorosas como labios de amantes sorprendidos. Mi mano frotaba la tuya, torbellinos de dedos entre falanges, en las sugestivas articulaciones fibrilantes en las que entraban y salían mis dedos lubricados por tu sudor. Temblaban nuestras manos como párpados ante los cráneos de osos que surgían de la noche de la cueva. Mi mano era ya un pedazo de fuego líquido en la tuya, las dos formaban un volcán en erupción. En erupción.
Quedaron ahí, las manos. Su estertor supremo las separó del mundo. Se acarician, se revisan las yemas de los dedos, se hacen cosquillas bajo las uñas, se descubren el vello tironeándolas juguetonas. El león no amenaza más desde su pared ancestral, parece, de hecho, reír.

jueves, 26 de enero de 2012

Clínica heresiarca – Héctor Ranea


—Créame, Doctor. No es por ser la Reina de Francia que me ocurre esto. Es por el gato ese que no me deja ver los titulares de los diarios cuando los pasan por la tele.
—¡No me diga! Todos los gatos son cátaros.
—¿No me escucha, Doctor? Dije gato, no pájaro. El pájaro que trajo mi marido, que en paz descanse…
—¿Murió su marido?
—No. El pájaro. Se lo comió el gato. Es un tirano.
—Pruebe con un pez. Azul es mejor. Los gatos cátaros comen peces azules. Si usted…
—Sigue sin entenderme. Le sugiero que se ponga audífonos. No por ser la Reina de Francia lo sugiero, sino como la paciente mejor ubicada de las que tiene usted.
—El gato intentará comer el pez azul, señora. No me fastidie.
—¿Cómo habría de fastidiarlo si soy paciente?
—Usted déle eso azul al gato.
—¿Queso?
—Pez.
—¿Quiere probar que estoy loca?
—No. Que su gato es pájaro… cátaro.
—Doctor, no vine por el catarro de mi gato. Mi gato se comió al pájaro y ahora habla, porque era un mirlo, que en paz descanse…
—¿Su pájaro?
—No. El de mi marido. Pobre. Ya no vuela como antes.
—¿Piloto de guerra?
—No. Piloto de lluvia, nomás. A veces ángel, pobrecito. Dulce amor.
—Señora retírese. Me tengo que poner a leer los diarios hoy.
—¿Quiere que le traiga a mi gato? Los lee con su ano y los proyecta en su mente.
—¿La de él o la mía?
—Lo hace con la mía. No veo por qué no lo haría con la suya.
—No me interesan las noticias digeridas.
—No las digiere, si es por eso. Se empacha, de hecho.
—Bueno. La sesión terminó. Le recomiendo pez azul a su gato. Tal vez así se ahogue.
—¿Para qué habría de querer ahogar a mi gato?
—¿No la molesta acaso?
—Al contrario, desde que el pájaro me sacó los anteojos y los escondió sabe dios dónde, el gato me saca de un apuro.
—Pero entonces déjelo donde está. Los gatos de porcelana sólo maúllan al amor.
—¡Ay! ¡Qué romántico, Doctor! ¿Quiere bailar un tango a media luz los dos?
—No, mi señora Reina. Soy cátaro, gracias.
—¡Ay, que encanto…! ¡Como mi gato!


Sobre el autor: Héctor Ranea

Imagen (fragmentos): Chained to Reality 2, de blackstainedflowers en deviantArt

Levemente distinto – Sergio Gaut vel Hartman


—Lea lo que escribí, por favor.
El hombre levantó la vista y sonrió.
—Por supuesto.
Leyó:
“Amarillo a la izquierda, azul arriba. Cuento hasta trece y disparo. El avión había decolado de Orly y se disponía a aterrizar en Kennedy. Por fortuna, los últimos halcones ya habían almorzado, por lo que no hubo que lamentar víctimas fatales”.
—¿Qué le parece?
—Incoherente, absurdo, lo siento. —Clark Kent contempló a Jimmy Olsen críticamente—. ¿Por qué escribió este mamarracho? —Casi de inmediato su mirada se ablandó—. No es prudente que un periodista escriba ficciones. Yo no lo haría.
—¡Es una pena! —suspiró Jimmy.
—Tengo una idea —exclamó de pronto Clark con los ojos húmedos por la emoción—. ¿Y si escribimos a dúo la historia de un tipo que viene de otro planeta y usa su tecnología superior para imponer la ley y el orden en la Tierra?
—¿No es más absurdo que mi intento?
—Podría ser un justiciero implacable —siguió Clark sin prestar atención a la protesta de Jimmy—. Lucharía contra el mal y tendría una identidad secreta, un tipo pusilánime y ridículo que nadie imaginaría tan poderoso. —El entusiasmo de Clark, simétrico a su discurso recibió un balde de agua helada propinado por Jimmy.
—¡Está loco! Está total, completa y rematadamente loco. —El joven periodista sacó una 38 especial del cajón del escritorio y disparó tres veces al pecho de Kent. Hubo un momento de suspenso puro como un diamante, y antes de que el cuerpo muerto tocara el suelo, Jimmy soltó el arma y se llevó las manos a la cabeza—. ¡Yo no quise…! ¡Qué desastre! ¿Qué hice?
—No se preocupe, Olsen —dijo un hombre alado apareciendo en el vano de la ventana—. Viajaré en el tiempo y resucitaré a su amigo.
—Gracias —respondió Jimmy—, pero no es mi amigo.
—Ah, disculpe. Entonces me retiro.
—Será mejor. Buenas tardes.  


Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman

Viajero involuntario – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


Eran las tres de la tarde en Lengua de Loro, el paraje más seco de toda la región conocida como Lamuiseca, en honor a un escritor de mamotretos áridos y estériles. Con decir que la última vez que había llovido fue en 1910, cuando la Infanta aprendió a bailar el tango... Eran las tres de la tarde, repito, hora de siesta obligada, pero no para Owi von Sandonek, el célebre obstetra malayo. A las tres de la tarde, Owi filosofaba ante el impávido Tape Lactal, un pedazo de pan, el hombre, paciente como pocos, en especial gracias a una acendrada hipocondría.
—Es como estornudar y mirar el camino —decía el malayo—, o como tragar un buen chorizo y pensar en la escena cuarta de la ópera “La alucinación de María Pandolghi”, de Wolfgang Sinister, ¿entiende, Tape? Sinister fue uno de los compositores positivistas más prolíficos de este siglo.
—Ajá —asintió el Tape.
—O si lo prefiere, como cortar cebolla y llorar por la sequedad en la respuesta de un conductor de la línea 152 cuando uno le pregunta cómo se hace para llegar al cementerio de la Chacarita y nadie se da cuenta de que uno ya está muerto y realmente necesita llegar. Me parece que no me sigue.
—Lo sigo, lo sigo —aseguró el Tape—. Me se metió una basura en el ojo, nomás.
—Ah, bueno —dijo Owi, listo para seguir; y siguió—: La vida está hecha de elecciones, una elección tras otra, y a veces nos deja atrás. Pero en este caso, la vida le da otra oportunidad.
—Entonces, ¿le parece que tengo que aceptar?
—Yo aceptaría. A uno no le ofrecen ser abducido todos los días. ¿Adónde dice que se lo llevarían?
—Al zoo de un lugar que está a muchas leguas de acá. No recuerdo bien el nombre. ¿Albardón? ¿Albedarón? ¿Albaderán? ¿Aldebarán?
—Debe ser Aldebarán, supongo.
—Puede ser —dijo el Tape—. Me prometieron un vaso de agua fresca por día.
—Eso es bueno —aprobó Owi palmeándose el muslo—. ¿Le parece que habrá lugar para mí en la nave?
—Capaz, pero yo preferiría ir solo, por lo del contagio de las pestes, ¿entiende? No se me enoje.
—¡Cómo me voy a enojar! —El obstetra se rascó algunas costras de sudor salino que decoraban sus sienes y largó una idea brillante como un rubí de catorce quilates—. Escriba un libro con las experiencias recogidas en Aldebarán y yo lo leo. ¿Qué le parece?
—Me parece bien —dijo el Tape—, pero me parece que es Albardón, y no Alberdarán.

Elefantes fuera del bazar – Sergio Gaut vel Hartman & Javier López


—Algunos esperpentos terminan donde otros empiezan —dijo el carnac aterrado por la fuga de sus pupilos.
—No se aterre tanto —dijo Kipling sorbiendo el té ruidosamente—. Si hubieran sido sus pupilas estaría, además de aterrado, ciego.
—Es mejor estar aterrado que enterrado —dijo, apareciendo por la ventana, el mismísimo conde Vlad Dracul, el de la historia, no el de los cuentos.
—¡El empalador!
—Casi. Ahora soy empapelador. Necesidades. Pego papales pintados con diseños de colmillos sangrantes en los cuartos de los niños.
—Pues a mí no me cae tan mal eso de estar enterrado —dijo un zombi.
—Pasaporte —exigió Kafka, que como todos saben era empleado de la Aduana Checa, mucho antes de que a su país le brotara Eslovaquia al sureste y más al sureste todavía, la famosa Rutenia, una región a la que no lleva ninguna ruta.
—No se afane, don Franz —dijo una enorme escarabacha (o tal vez fuera un cucarajo) saliendo del ropero—. Porque si se afana, con la suerte que usted tiene, lo llevan preso, lo procesan y lo condenan a cadena perpetua.
—Si no estuviera tan dado vuelta, lo fumigaría —dijo Edgar Rice Burroughs usurpando la identidad y la droga de su primo—. Pero estoy muy dado vuelta, hasta el punto que veo elefantes rosados colgando del techo y un hombre mono colgando de una liana.
—¡La conozco! —dijo Silvio Zapatero Berlusco saliendo de atrás del mostrador—. Incluso me acosté con ella; Liana Mendeleiev, una mujer periódica.
—¡Liana, la reina de la jungla! —Un yupie en taparrabos apareció saltando encima de los escritorios—. Y uno de los elefantes es Tantor.
—Admito que es un esperpento —le dije al oído a Javier—. Seguí vos mientras me preparo un tazón de leche con cacao.
—¿Cacao? Yo tomaré café. A fe que tomaré cacao.
—No empieces con tus juegos de palabras y retoma el cuento, que se enfría.
—¿El café?
—No, el cacao. ¡Qué digo! El cuento, se enfría el cuento.
—Está bien, trataré...
—… y uno de los elefantes era Tantor. Tanto va el cántaro a la fuente, que ya estaba cascado cuando lo tomó la lechera. De ahí el dicho y la fábula…
—¿De qué fábula hablas, Tarzán? Porque, que yo sepa, tu historia no tiene moraleja, sino mona vieja. Ah, y esa preciosa Jane.
—No me la nombres, que me estremezco. La atacó un mosquito gigante que le sacó más sangre de la que sería capaz de tomar Vlad en una sola sentada.
—¡Pasaporte! —gritó de nuevo Franz, contrariado de que su autoridad tuviera menos valor que una falsificación china—. Si quieren tomar el tren a tiempo, no deberían demorarse. Pero usted, señor Zapatero Berlusco, ya puede regresar por donde vino. En este cuento no admitimos a...
No bien terminó su frase, el presidente commendatore ya había desaparecido, tirándose a la Liana. Lo que no sabía es que su naturaleza periódica le iba a jugar una mala pasada…
Los demás tomaron el tren, que conducía un topo ciego. Ningún peligro, porque durante el viaje se atravesaban la multitud de túneles que taladran los montes de Bohemia.
En uno de ellos apareció un ferroestopista y la máquina tuvo que hacer chirriar sus frenos para no pasarle por encima.
—¡Ernesto! —saludó Kipling a Sábato, como si fuesen colegas de toda la vida.
—¿Me conoce? —preguntó éste, extrañado.
—No, pero ya había leído antes esta historia.
—¿A qué historia se refiere?
—A ésta que estamos escribiendo, usted, Kafka, Borroughs (William, no ese otro pervertido que ve elefantes rosas) y yo. ¿Acaso me va a decir que no la aprueba?
—Está bien. Pero no se haga el héroe. Que parezca como si este manuscrito se hubiera perdido y, cuando todos estemos en la tumba, un par de microcuentistas del siglo XXI lo encuentran y lo publican. Y por favor, ¡que nunca se sepa! ¡Ninguna referencia a nuestros nombres!
—Hágase —asintió Kipling, que disimulaba con sus aires de escritor y aventurero la impotencia que le había producido no ser coautor del Camarote de los Hermanos Marx. Afortunadamente, pudo resarcirse escribiendo esta historia, en la que no participaron ni Valle-Inclán ni Borges, como en un principio estaba previsto. El uno, por no dar la talla; el otro, por estar enfrascado en la búsqueda del Aleph—. ¡Pero sonría, Ernesto! —prosiguió—, ¿no le parece divertido?
Sábato movió la cabeza y continuó el viaje a través del túnel con la mirada lánguida y el gesto taciturno, pesimista, amargo como siempre.
—¿Y los elefantes? —le dije a Javier dándole un codazo en las costillas.
—¿Qué elefantes?
—Los del principio del cuento.
—¡Los elefantes que huyeron del bazar!
—Mis pupilos —sollozó el carnac.
—No tiene importancia —dijo Kipling reventando el pocillo contra la mesa, como le había visto hacer una vez a Dostoievski.
—¿Qué hace? —Miré a Javier haciendo un gesto significativo.
—No da para más, ¿verdad? —respondió mi socio.
—Terminémoslo aquí.
—Pasaporte —dijo Kafka—. Y esta vez no van a zafar.

El acompañamiento adecuado - Javier López


Curiosamente mi muerte se produjo el mismo día que la de Guillermo Ermita, el vecino más reconocido de mi ciudad, cantante, actor, y desde hacía algún tiempo contertulio de programas de televisión de gran audiencia. Quizá esto último fue lo que multiplicó su fama, porque hoy día ese don se consigue más por la capacidad de airear asuntos amorosos con modelos, actrices, cantantes y esa clase de estrellas que iluminan el firmamento televisivo y de la prensa rosa, que por las cualidades artísticas del llamado "famoso". Y así ocurrió con Guillermo, que de haber tenido una carrera mediocre sin apenas reconocimiento, en sus últimos años había estado en boca de todo el país, sobre todo por sus enfrentamientos ante las cámaras con Alicia Estévez, con la que afirmaba haber tenido un tortuoso romance y de la que podía contar los secretos más escabrosos, esos que hacen subir las audiencias.
Yo había sido un vagabundo, un buscavidas sin oficio ni beneficio. Nunca tuve familia, ni amigos, ni nadie que pudiera llorarme el día de mi muerte. En mis exequias solo estaban el padre Manuel (quizá la única persona a la que me había unido una cierta amistad y que se ocupó de alimentarme física y espiritualmente y de darme cobijo cuando lo necesité) y los dos operarios que colocarían mi féretro en el nicho que el propio padre Manuel había financiado.
A unos cien metros se oficiaban los funerales por Guillermo. Pero los asistentes, conforme llegaban, iban acercándose adonde el padre Manuel leía una última oración por mi alma.
—¡Pobre! ¡Con lo grande que ha sido, ahora verse aquí! ¡Tan joven! —docenas de hombres y mujeres empezababan a arremolinarse en torno a mi humilde féretro, a tocarlo, incluso a besarlo, sin fijarse siquiera en la tosca calidad de la madera. Se oían llantos y lamentos, y el padre Manuel no daba crédito a que aquella multitud de vecinos, entre los que se encontraban los más ilustres de la ciudad y personalidades venidas de otros lugares, pudieran haber asistido a mi entierro.
No sabía el buen hombre que todo era un error. Que él mismo, cumpliendo mi última voluntad, había atraído a toda aquella multitud como si de un flautista de Hamelin se tratara. Yo le había encargado que durante mi funeral sonara "Eclesiastes", de Stevie Wonder. Nadie pudo imaginar que esa música elegante, exquisita e infinitamente triste, no estuviera acompañando las exequias del también elegante y exquisito Guillermo Ermita, sino las de un humilde y desconocido vagabundo como yo.


Sobre el autor: Javier López

martes, 24 de enero de 2012

Pro-activo - Nicolás Ferraiolo


Estaban solos la psicóloga laboral: rubia, flaca, alta, pollera, piernas cruzadas, anteojos rectangulares de fino marco, y el entrevistado: desfachatado, algo ansioso pero de mirada tranquila. Luego de una inocente pregunta, aquél se le acercó sombríamente a su interlocutora y le susurró:
—¿Si soy pro-activo? Bien, según tengo entendido, (usted corríjame por favor, que sabe más del tema seguramente) pro-activas son las personas que deciden qué sentir, gestionan sus emociones. Los pro-activos son, perdón, somos, pacientes, asumimos fracasos y los capitalizamos, desafiamos las convenciones, actuamos en base a valores bien arraigados, y por eso no titubeamos, ejecutamos, sobre todo ejecutamos acciones ¿Y usted… es una persona pro-activa, con buenos valores?
Como psicóloga que era, desvió el hablar de su vida retrucando con una pregunta:
—Está bien la definición, pero... ¿algún ejemplo de manejo pro-activo?
—Cómo no. Gestioné mis emociones al decir "arrepentido". Tuve paciencia cinco largos años donde mi cara habrá cambiado mucho, deduzco yo. Asumí el fracaso de haber errado el tiro y lo capitalicé llevando a cabo un curso de puntería en la Academia de Policía Federal, donde me hice amigos que me permitieron desafiar las convenciones y volverla a ver. Usted seguro me preguntará por algún defecto, pues bien: reconozco que fui re-activo al no elegir mis emociones cuando la vi con otro en nuestra cama, ¿lo recuerda? No ponga esa cara de espanto, se lo pido. Oiga, que ya le dije que soy pro-activo: tengo la llave, sé que nadie nos oye ¿Le aterra el arma? Pues hubiera gestionado mejor su última emoción.

Nicolás Ferraiolo

Un impulso primitivo – Eduardo Poggi


Se paró justo frente a mi cara. Se agarró del tubo cromado del que cuelgan las argollas en el subte. Yo, desde mi asiento, levanté los ojos y miré las argollas. Y al verlas, me fue impuesto volver la mirada, al frente, donde sus piernas se unían. Volví ahora mi cabeza y vi, por debajo de su pequeño top, que no usaba corpiño. ¿Lo hacía al propósito? Porque era evidente que, con la altura que tenía, con sus tacos que la elevaban algo así como diez centímetros, y con la posición que adoptó, resultaba imposible no mirar. Resultaba imposible abstraerse de ver. De verla. Porque todo en ella era precioso. ¿Qué hacía esta preciosura en las penumbras del subte?
La pollera, mejor dicho, la mini de tela de vaquero negro, rígida, se bamboleaba delante de mis ojos, y el vientito me traía aroma a entrepiernas. Me provocaba. Sí, seguro que me provocaba. Porque sus actitudes me dieron ganas de meter mano. Aunque si metiera la mano, pensé, me ligo un trompazo. ¿Y entonces, a qué se debe su conducta? ¿Semejante minón pretende salir así, y que los demás se banquen la calentura? Atorranta. Puta. Sí, puta sin alma debe ser. Desalmada, mejor dicho. Aunque está tan buena que soy capaz de dejarme llevar donde sea: a la lujuria, a procrear con ella.
A punto de entrar a la estación Palermo se dio vuelta y se agachó. En ese momento no me importó si para mirar algo en el andén central o para seguir enloqueciéndome. Pero tuve que frenar mi impulso: el encaje negro tentaba. Si quieres trastornarme, pensé, no te gastes: ya me volviste loco.
Dispuesto a cualquier cosa, chiflado de tal forma, ni el recuerdo de mi esposa ni el de mis hijos que me esperaban en casa podían cambiar lo que, para mí, ya era un hecho: cuando se bajara me iría con ella. Me parece exitoso lo que esta mujer ha logrado poniendo en evidencia mis instintos más primitivos.
¿No era eso lo que buscabas? Tomamos demasiado vino y ambos nos emborrachamos de lujuria. Al menos, emborrachaste mi cordura. Ya nada ni nadie se interpondrá en nuestro camino.
Necesitaba calmarme. Cerré los ojos.

Está ahí, esperando. La imaginé desnuda, sensual, provocativa: los ojos pintados con rímel y delineador negro marcando sus ojeras, de boca prominente, labios carnosos y lengua roja rozando sus dientes blancos. La imaginé con las medias transparentes y negras, acariciándose delante del espejo. Después, cubriéndose con encaje negro para ocultar su bello púbico. ¿Para que? Para que otro gozara al destaparlo. Para revolcarse en caricias enredadas. ¡Traidora! ¿Esperas mi momento de locura? Escucho a mi sinrazón que me dice: hazlo, anímate, no seas cobarde. Pero percibo esos chillidos de placer con otro que me dicen: cuidado, no te atrevas, es tramposa. Y sufro. Quiero salir de esta locura. Me estremezco al pensarte. ¡Tramposa! Mi mente me hace trampas. ¿Desvarío? La imagino a ella mofándose de mí, ofreciéndose a otro, y el otro, goza cuando le pasa la lengua y la succiona como si fueran dos asquerosas ratas. Eso, eso quisiera: que me sorbieras a mí los fluidos. ¿Estoy enloqueciendo? Quiero abrir los ojos para salir de este delirio.

Abro mis ojos. La veo bajando en Plaza Italia. Las puertas se cierran y salto por la ventana. Mi agilidad me sorprende. Siento mi corazón galopar. Antes de partir, mis sienes pulsaban como estrellas. Ella camina por el andén y yo atrás tratando de alcanzarla. Le grito que me espere. Pero ella sigue, no sé si porque no quiere escucharme o porque pretende escapar por el túnel oscuro del final del andén. Y cuando ya casi logro alcanzarla, ella se vuelve, me mira, pega un salto, vuela sobre mi cuerpo, despliega sus alas y me envuelve y me cobija con ellas: me lleva y desaparecemos en la oscuridad de la galería subterránea.
Al despertar, me estremezco al verle los colmillos, toco dos puntos en mi cuello que gotean un líquido espeso, cálido, y me siento inmortal.

Ironías de la muerte - Carlos Rodríguez


Más allá del atardecer no logré sobrevivir, solo recuerdo que en la última mitad de mi vida no creí en la vida después de la muerte, para mi la vida era nada más que el resultado de las leyes del azar que jugaban con los elementos existentes de la tierra, la existencia de la humanidad no era más que (haciendo una analogía) la reacción de una roca cayendo en el agua calma logrando la reacción de ondas que existirían en tiempo y en espacio hasta que la misma naturaleza y las leyes de la misma hicieran que cesara. Ahora había muerto y me encontraba pensando esto hasta que una voz me dijo que me acercara, lo hice y encontré el paraíso, Darwin y Russel me daban la bienvenida al mismo tiempo que hablaban de algún tema de ciencia con Einstein y se jactaban de la tetera del segundo. Después de eso mi vida terminó, como siempre lo supuse.

Tomado de Microtexteando

domingo, 22 de enero de 2012

Del paso – Armando Azeglio


El cielo —seguro— auguraba un estrago. Estaba nublado y fértil. Se me antojó que se venía una tormenta de salmuera. Era junio. Un grajo chirrió distante. Ningún campo había florecido y “los postes del telégrafo emergían de la tierra como mástiles de barcos sepultados”. Yo veía todo con los ojos híbridos de un adicto. Con la picara estulticia de un descreído geronte. Entonces, me propuse jugar sin enjuiciar la realidad; aunque el espectáculo me supiera a recipiente vacío, a sepultura, a bolso desfondado, a máquina de picar asombros. “El hombre mítico necesita recrear mitos para darle sentido a su existencia” citó una parte lúcida de mi cerebro, y mis pies llegaron a ese viejo buzón, metí mi mano en su profundidad, y como si se tratase del “antiguo baúl del mundo” (que es lo mismo que decir “la vieja galera de un mago”) fueron saliendo palabras, pensamientos, fantasías: uvas incircuncisas, manzanas multicolores, colibríes, flores indecibles. Y con ello “comencé la historia siempre trunca, o aún no comenzada, y siempre detenida en los momentos en que la realidad y el sueño se confunden”.

Subibaja - Fernando Andrés Puga


Antes de que procedamos, ¿desea usted hacer alguna pregunta?
¡Ah! Quiere saber quiénes somos. Muy bien, se lo diré.

Nosotros somos los que dormíamos en los umbrales, en los andenes, en los paradores de la ciudad donde a veces conseguíamos un plato caliente. Los que arrastrábamos carromatos repletos de cartones y envases plásticos vacíos. Los que estirábamos la mano en el portal de los templos. Los que nos íbamos al mazo y bajábamos la vista. Los que estropeábamos el paisaje de los elegantes bulevares. Los que hurgábamos en los tachos, teníamos hambre y usábamos los diarios sólo para cubrirnos del frío.
Sí, nosotros. Fuimos los descartados ¿recuerda? Los ignorados. ¿Acaso nos creían de otra especie? ¿Pensaban que éramos venenosos, inadecuados para compartir el planeta con ustedes? ¡Vaya uno a saber!
Pero llegó la gran catástrofe y volvió a girar la rueda de la fortuna.

Porque usted sabe que las cosas cambian ¿verdad? Una vez arriba, una vez abajo…

Hubo un tiempo, por cierto ya muy lejano, en que no faltábamos en ningún banquete. Atendidos como reyes, desplegábamos nuestras artes con maestría para regocijo de los cortesanos que premiaban con generosidad a quienes lograban arrancarlos de su aburrida rutina. Se abrían a nuestro paso todas las puertas y la alegría llenaba las calles. Los festejos interminables, la música inundando el aire, la desfachatez del descontrol iluminando las noches…
Después pasó lo que pasó. Aquellas bombas, las hordas entrando en los espléndidos salones, las ejecuciones sumarias… en fin, la barbarie.
Y usted lo sabe. ¿O acaso no es usted el hijo de aquel vándalo que lideraba a esas fieras descontroladas que arrasaron con todo lo que hallaron a su paso?
Pero va ve, Su Señoría. Nada es para siempre y cuando uno no corta por lo sano en el momento preciso, corre el peligro de que se dé vuelta la tortilla y el verdugo termine en el lugar del condenado.
Nunca es tarde para recuperar lo perdido si se preserva la vida; sólo hay que saber aguardar y llegado el momento oportuno, dar el zarpazo ¿verdad?
Y ya ve usted. Se presentó la ocasión. Bastó esa pequeña ayuda inesperada que llegó de las estrellas para que hoy estemos de vuelta como antaño: Nosotros subimos; ustedes bajaron. Yo dicto sentencia y usted… Usted aprieta los ojos con todas sus fuerzas aguardando el hachazo. Porque tiene claro que no habrá misericordia ¿verdad?

El espejo del deseo – Héctor Ranea


Alguien había cortado los cadáveres de cuello a pies, dejando los torsos completos con las mitades de las piernas y el todo colgando de los carapachos decapitados, con las cabezas envueltas en tripas colgándoles como collares del gancho. Vistas de atrás, parecían pieles, sólo que, aprovechando su color uniforme, depilados prolijamente, los había pintado con colores extraños, como queriendo componer un arco iris de tonos pastel y fractales de múltiples zonas que cubrían los cuerpos como mapas de un tono macabro e insolente. Eran siete cuerpos. Todos varones.
El investigador, superada la primera etapa de bochorno, reflexionó sobre el asco y la inocencia de las víctimas. No podía sentir asco por esa muerte porque nadie merecía semejante trato ni aún después de muerto. Lo habían dejado solo ya que fue el único capaz de sobreponerse y entrar a la escena del crimen, a lo que se suponía que era. El forense había recomendado que nadie tocara nada pues posiblemente se derrumbaría la instalación (así la llamó) y perderían las posibles conexiones que los cadáveres entablan con los victimarios. La situación era tan fuerte que ni los periodistas quisieron tomar fotos del sitio, salvo desde afuera, lo que facilitaría el análisis más tarde.
En la comisaría, nadie quería mirar las fotos tomadas por los expertos, sólo el investigador se acercó, pidió además los originales electrónicos y se quedó todo el día abocado a esta causa, hasta que descubrió que, invirtiendo los colores y dando vueltas las fotos de la parte dorsal de todos los muertos alineados, se formaba un sistema, una trama, un plano de un lugar. Conjeturó que ahí se habrían cometido los asesinatos, estudió planos y parcelas con los medios de la Internet y descubrió dónde pudo haber ocurrido todo. En pocas horas, un pequeño destacamento de policías llegó al lugar, lo cercó y encontraron sí, todos los elementos: la sierra, el espejo, los anteojos inversores del color, las pinturas y una firma en el pavimento.
Se entregó mansamente a los otros policías. Nunca supo por qué los había asesinado.

El planeta de la memoria - Sergio Gaut vel Hartman y Ada Inés Lerner


Si observabas desde atrás de la línea de árboles, el muro de piedra no existía. Pude ver a todos mis compañeros de colegio corriendo y jugando, incluso a los que habían muerto años atrás, y también vi la playa de arena azul, que continuaba hasta fundirse con el mar. Di unos pocos y vacilantes pasos y me acerqué hasta el monolito, delgado como un cuchillo, pero no me atreví a tocarlo. Luego regresé al mirador y me senté a contemplar el cielo, libre de sombras y reflejos. Desde el mar me llamaba una niña, parecida a Clarita, mi hermana. Ése era un recuerdo de los que inflaman y arden en el corazón. La noche, las estrellas me liberaran de este infernal planeta de la memoria, pero también había placer en esta retrospectiva, era un instante de libertad incontrolable, desafiante. Paloma, mujer o pez vendrá a liberarme, quizá la misma muerte porque no siempre la muerte puede detener la vida. Aunque este monólogo era silencioso estoy segura que alguien me escuchaba, quizás dentro del monolito estaba algún dios primitivo.

viernes, 20 de enero de 2012

Crema - José Antonio Parisi


Agustín ha vuelto de ese laburo opaco, que tanto lo humilla: mandadero de una financiera trucha, nueve horas diarias. Qué va a hacerle, es lo que hay. Atento él a los pungas, el subte y el premetro lo trajeron a su monoambiente… bah, el sucucho que a duras penas logró alquilar.
Sentado al borde de la cama, aplicando puntera sobre talón, se descalza las ajadas zapatillas resorteras. Los pies le borbotan como si fuesen dos morrones recalentados. Hoy es un día diferente y echa de menos a aquellos, que aunque mal, son su familia.
Tan pronto como se prepara un vaso de chocolatada, le tocan el timbre. Deja la leche intacta en la mesa y abre. Una vieja esquelética, que apenas le llega a la boca del estómago, sostiene una torta repleta de crema. Detrás, la acompaña una docena de personas. ¿Y ésta quién es? Ella ofrece a los ojos de Agustín una perlada sonrisa de acrílico. Ah…, es el fósil que me crucé un par de veces en el hall. Y el fósil le levanta la torta y lo azuza con el pastel. Un copo de crema se pega en el suéter del muchacho, quien forzado se hace cargo del obsequio. Los demás le cantan a coro
—¡Qué los cumplas feliz! ¡Qué los cumplas feliz!
—Gracias…, gracias —balbucea Agustín—. Pero pasen… Pasen. La torta revolotea en sus manos por sobre las cabezas de los invasores. La vieja le tironea de la manga, le arrebata la cremosa, la suelta sin cuidado sobre la mesa y voltea aquel vaso repleto. Del bolsillo de su delantal grasiento saca unas arrugadas servilletas de papel e intenta absorber el desparramo, pero desiste tirándolas al suelo con disgusto. La chocolatada corre por la mesa y también va al piso, otorgándole a aquellas servilletas el carácter de archipiélago. Y ella le ordena a Agustín:
—¡Dame una cuchilla ahora!
Perplejo, él le alcanza un Tramontina. En nuevas servilletas, ella sirve porciones de la torta a los intrusos, las que van comiendo con hambre de malón-
Uno, con la boca llena y crema en el bigote, le pide al muchacho unas palabras. Agustín murmura:
—Bueno… Yo no sabría qué decir. Yo…
—¡Bien! ¡Viva! ¡Un aplauso para el homenajeado! ¡Ánimo, Agustín! ¡Ánimo!
Y se libran de sus desperdicios dejándolos caer al suelo. ¡Vítores y palmas! Agustín los mira, los ojos bien abiertos.
—Quizá, tendría que convidarles alguna bebida, pero la verdad es que yo
—No te preocupes, Agustincito, no va a faltar oportunidad. Nosotros ya debemos irnos. No vinimos a incomodarte. Sólo queríamos hacernos presente en tu cumple. Que sepas que estamos con vos.
—¡Alegría! ¡Alegría!
Y el tropel desfila por el vano de la puerta. Lo palmean. Él los despide estrujado contra la arcada. Algunos le dan la mano —para estrechárselas, Agustín cambia de posición el pedazo de torta que la vieja le había implantado—. Otros lo besan colgándosele del pescuezo. La vieja cierra la marcha y con un dedo, que parece una ramita nudosa de otoño, le indica insistente la porción.
—Comela, Agustincito, comela —la uña de la vieja se unta en crema y aquella ordinaria prótesis vuelve a sonreírle a Agustín; pero esta vez se descuelga de la encía
Y lo han dejado solo en medio del chiquero. Eligiendo donde pisar se acerca a depositar su porción en la bandeja, ahora embadurnada de migas húmedas. Se limpia las manos una con otra, y saca la escoba de un costado del aparador. Agarrado del cabo romo, se le van los ojos a un retrato familiar. En este momento, a Agustín lo envuelve una angustia que antes no tenía y una lágrima le rueda hasta la pera.

El autor: José Antonio Parisi

El editor amigo - Eduardo Poggi


Mirá Lerchundi, hoy es viernes, vos te comprometiste a terminar el cuento para el lunes, y todavía no tenés ni el título. ¿Tan difícil es escribir un cuento sobre la amistad? Está bien que seamos amigos, pero... ¿hasta cuándo te voy a esperar?
¿Qué hacés ahí, Lerchundi, parado frente a mi escritorio mirando el piso? ¿Sos boludo, vos?
No, Lerchundi, vos no sos ningún boludo. Vos sos un buen tipo lleno de amigos. Así que, si no querés escribir sobre nuestra amistad, no lo hagas. ¡Pero dejate de joder, che! Para hacer tiempo, hacelo con otro editor. Acá apoyás el culo en la silla, y hasta que termines el cuento no te levantás ni para mear. ¿Está claro, Lerchundi? ¿Sólo eso se te ocurre? Encogerte de hombros, como si dijeras, “Y… si vos lo decís”.
¿Por qué no encarás por el lado del grupo formado aquella vez que fuiste a San Pablo? ¿Acaso no recordás que viniste enloquecido con la incipiente amistad? No sé por qué te negás a escribir sobre eso. Vos me relatabas las reuniones que durante años y en forma continua hacían en tu quinta. Bueno, si se le puede llamar quinta a ese baldío que vos tenés. ¡Si hasta llegaste a invitarme! ¿No te acordás? Sí, sí… fue ahí donde conocí a Petra, tu esposa. Hermosa y adorable mujer, por otra parte. Bueno, no me mires así que no te la voy a comer. Ya sé que es un tema al que le escapás. Mejor sigamos con lo nuestro y dejemos a la rusita para otro momento.
Te decía, Lerchundi, esa incipiente amistad con los tipos que frecuentaste en tu viaje a Brasil es una buena base para empezar. No te quedes ahí firme y parado y sin abrir la boca como si no pasara nada con ese tema, Lerchundi. Sabés que tenés que dejar salir ese malestar que te circula por las tripas. No vas a perder mi amistad ni tu trabajo si te descargás.
Mirá, leete el cuento “Terror” de Chéjov, metelo en una coctelera junto con “Descenso a los infiernos de la imaginación” de Denevi, y batilos con tus anécdotas sobre el viaje y posteriores reuniones. Agregale un poco de tu inspiración, y listo. Chéjov o Denevi, con mucho menos lo lograrían.
Ahí tenés, me alegra que esboces una sonrisa. Entonces: ¿qué tenemos? Antón, Marco, y tu historia. Tomá las formas de Marco: monodiálogo, irónico y coloquial, dos de las características que identifican algunos de sus escritos. De Antón tomá su capacidad de síntesis: condensá la realidad física y síquica en unos cuantos rasgos individuales e inequívocos para cada personaje. Eso, condensá, Lerchundi, condensá. No, claro, no, es mucho para vos. Por eso tu mirada de clemencia. ¡Dejate de joder, empezá con eso!
¿Cómo, si me parece? ¡Sí, sí, me parece! Mirá, empezá así: vos casado, ellos no; vos con una vida hecha y cercano a la muerte, ellos recién comenzaban; ellos unos pibes inexpertos, vos con tu madurez.
Eh, che, ¿qué te pasa? ¿Por qué te querés ir? Vení para acá. Dale, parate ahí. ¿Cómo que no querés entrar en esos detalles? ¡Si es lo más jugoso, increíble y pintoresco de toda esta historia! Dejate de embromar con ese estado depresivo que venís arrastrando. A esta altura, Lerchundi, debo confesarte que hiciste bien en no confiar en esos pibes. Las piernas de la Petra están bien buenas. ¿O no? Claro que sí, Lerchundi, muy buenas. Y mejor no seguir recorriéndolas para arriba. ¡Eh, no te pongas así! ¡Con la imaginación, digo! No te lo tomes a mal. Sigamos. Te decía: nada tonto fuiste con esos pibes. Sabías que clavarían los ojos en la presa. ¡Y qué presa! ¡Qué bocadito de licor! No seas boludo, Lerchundi. ¿Qué tengo que ver yo en todo esto? Mis comentarios son los comentarios de un editor ayudando a construir las bases del cuento.
Continuemos. En esos tiempos estaban muy felices, vos aún no sabías de la actitud de Petra. Ella todavía no se reunía rutinariamente con aquel tipo en el tren. Después, tu amor por Petra terminó convertido en un ridículo papel. Eh, che, son los hechos. ¡No seas llorón! Mirá, si querés, narrá un atardecer quejumbroso que obligue al lector a sentir el dolor que pasaba por tu corazón.
Después, seguí el cuento detallando cómo tu amigo terminó en los brazos de Petra. ¡Cómo que te negás, Lerchundi! Nadie se enterará. ¡Ponele nombres ficticios a los personajes, y listo!
Y ahora, Lerchundi, buscale un buen remate. A Petra no le quedó más remedio que continuar al lado de su esposo. Por lástima, no por amor. Y yo espero. ¡Cómo, qué espero, Lerchundi! Espero que termines el cuento. ¿Qué otra cosa podría esperar?
Ah, me olvidaba: podés suicidarlo al personaje. ¡Querés algo más verosímil que eso!
Parece un buen final. Si, si…, suicidalo. Por ahí: ¡quién te dice que no sea lo mejor!
Así que, Lerchundi, hacé lo que tenés que hacer y no sigás jodiendo. Mirá, el lunes te espero con el cuento terminado. Y si no venís, no te preocupes: Petra lo trae. Sí, sí... me lo acerca tu esposa.
Ella sabe bien dónde encontrarme.

El autor: Eduardo Poggi

Asunto: Insatisfacción - Claudio G. del Castillo


Estimado Sr. Mail Scanner:

Me dirijo a Ud. indignado para exigirle el cese inmediato del escrutinio de los correos ajenos. Su actitud indica una total falta de profesionalidad. Sin mencionar que la supresión de adjuntos es un atrevimiento francamente inaceptable, basado en criterios muy suyos. ¿Qué leyes lo amparan? No juegue al preocupado conmigo que de mi seguridad me encargo yo. En confianza: me mantengo actualizado en el tema ese de Echelon y tal. ¿Acaso leyó “ántrax” en alguna parte del texto? ¡Por Dios! Su paranoia me ha privado de una inocentada. Sepa también que su broma y cito “Dangerous Content?”, si bien intentó enmascararla, me pareció cruel. No estoy nada feliz con lo sucedido. Espero pronta respuesta.

De quien SÍ es un servidor:

Eusebio

PD: Y por favor, no se me escurra como su colega, el Sr. M. Daemon; que del fulano tengo ya una opinión…

-------- Original Message --------

From: "MailScannerServer"

To: eusebio@llajú.cu

Sent: Monday, January 05, 2009 9:55 AM

Subject: Re: {Dangerous Content?} de Angulo (¡Je!, lo que tú sabes)

Atención: Este mensaje contenía uno o más anexos que han sido eliminados para su seguridad.

Servicio de Protección de Virus para Correo Electrónico Mail Scanner.

miércoles, 18 de enero de 2012

Imágenes - Daniel Frini


Imágen uno

Se llamaba Yevdokiya Konstantinovna Naryškina y era hija de un boyardo poseedor de enormes extensiones de tierras al oeste de Mozhaisk . Su made había muerto cuando ella era una niña y su padre, hombre al que veía muy poco en razón de lo muy ocupado que estaba atendiendo su elevado cargo en la corte del zar, se había casado nuevamente con Ivanóvna  Maliuta Shestova; viuda, también, y madre de tres hijas. Las cuatro mujeres la trataban como a un siervo más de la hacienda de su padre, obligándola a trabajar en la limpieza de la casa y en la atención personal de su madrastra y las tres jóvenes.
En este grabado de autor anónimo, se puede ver a la joven Kiya de rodillas, refregando los pisos de la sala de estar de la mansión familiar; mientras, en segundo plano, puede verse a las cuatro mujeres y una invitada —probablemente la condesa Vasilevna Nikolaevna Skvortsova— que comparten una animada charla en la tarde de un caluroso día de verano.

Imagen dos

La Princesa Zenaida Nicolaievna Yusúpova y su esposo, el Conde Félix Félixovich Sumarókov-Elston, organizaron un baile en el Palacio Arkhangelskoye, al que invitaron a lo más insigne de la nobleza, entre ellos a la familia Naryškin. 
Nadie dudó que la invitación excluía a la joven Kiya, ni siquiera su padre.
Sin embargo ella, de carácter afable y solidario, siempre sonriente y atenta; contaba con el apoyo de los demás siervos de la casa; quienes la convencieron de asistir al baile, robaron algunas ropas de las hermanastras con los que hicieron un hermoso vestido, la maquillaron y acicalaron. Mikhail Nikítich Otrepyev, zapatero, le obsequió unas hermosas sandalias hechas a su medida, y decoradas con escamas de madreperla, tomadas de un viejo joyero, propiedad de la abuela materna de Kiya. 
Aquel día, luego de llevar a su familia al Palacio, los pajes regresaron a buscarla con el carruaje de su padre. Se arregló que volverían por ella a medianoche para tener tiempo de retornarla a casa y regresar a la fiesta por el resto de la familia.
Su presencia en Palacio causó furor. Su aspecto era tan diferente al de la sierva que todos estaban acostumbrados a ver que ni siquiera su familia se percató del cambio, y se preguntaban, curiosos, quién era tan deslumbrante invitada. 
El hijo de los anfitriones, el Príncipe Félix Féliksovich Yusúpov estaba estupefacto. Bailó con la joven toda la velada y quedó asolado cuando ella, alegando excusas inentendibles se retiró del baile minutos antes de medianoche.
Esta pintura de Iliá Yefímovich Repin, titulada La huída de la bella extraña, rememora el momento en que Kiya entra al carruaje para volver a su casa, y el príncipe intenta retenerla tomándola de una pierna y quedándose con una sandalia como souvenir.
Curiosamente, nadie reconoció el vehículo y al Príncipe, tan alelado, no se le ocurrió indicar a su guardia que la siguiera.

Imágen tres

Se pidió la ayuda de la Ojrana, la policía secreta del zar, para encontrar a la dueña de la sandalia. El Comisario Dimitri Ivánovich Bogrov organizó y comandó la requisa que, finalmente, dio con Kiya. Los cálculos más conservadores estiman en unos doscientos cincuenta muertos y en más de tres mil los deportados por los agentes de Bogrov, pero podrían ser muchos mas. Por otra parte, se señala a Antón Pável Glazunov, campesino y amante despechado por Kiya, como la persona que la habría delatado a cambio de unos pocos kopecs, creyendo que la buscaban para ejecutarla.
Fue llevada encadenada a Arkhangelskoye, y se casó con el Príncipe, unos diez días después en la Iglesia del Arcángel Mikhail, en los terrenos del Palacio. La Princesa Kiya era respetada y querida por sus siervos. Se la recuerda como una dvoryanina muy justa y preocupada por el bienestar de sus amados súdditos.
Esta pintura del artista Isaak Ilich Levitán, llamada La comparecencia de la Madrastra y sus hijas muestra a Kiya, serena y mejestuosa de pie ante sus opresoras de antaño quienes, de rodillas y cabezas pegadas al pìso, le suplican perdón. El gesto beatífico de la Princesa contrasta con el adusto de su noble esposo quien, sentado en el sillón de la sala de Justicia del Palacio, parece sufrir con el drama que se desarrolla frente a él. Se cree que Levitán recogió esta escena un día antes de que las cuatro mujeres y el padre de Kiya fueran ajusticiados por su orden directa, sin atender a los pedidos de mesura de su esposo. 

Imágen cuatro

En febrero, las protestas del Domingo Rojo hicieron que el zar abdicara y se constituyese la Duma.
En noviembre, los revolucionarios guiados por Lev Davídovich Bronstein y Vladímir Ilich Ulánov derrocaron al gobierno provisional de Aleksandr Fiódorovich Kérenski.
Al año siguiente, estalló la Guerra Civil. El Príncipe Yusúpov, esposo de Kiya, se unió al Ejército Blanco del General Mijaíl Vasílyevich Alekséyev, y se cree que murió en la toma de Rostov.  
Por esa misma época, los bolcheviques entraron al Palacio de Arkhangelskoye; que sería, finalmente, nacionalizado. Kiya huyó poco antes de la llegada de los revolucionarios, se supone que ayudada por un grupo fiel de súbditos.
El siguiente daguerrotipo muestra a un grupo de milicianos bolches posando detrás de una fila de cadáveres de personas que pertenecieran a la nobleza, y que han sido fusilados. Se cree que está tomado en las afueras de Kursk, muy cerca de Arkhangelskoye.

Imágen cinco

Lamentablemente, sólo podemos conjeturar qué pasó con Kiya en los días posteriores a su huída del Palacio. Se sabe por referencias indirectas que estuvo en Bryansk y Kaluga, y se dice que fue reconocida por un ex empleado de su esposo en el mercado de Velikiye Luki. 
Algunos aristócratas fueron ayudados a escapar por sacerdotes y comisarios del pueblo corruptos. La mayoría de ellos huyeron a Finlandia, Alemania o Francia, mientras que los menos fueron reubicados dentro del territorio ruso, con nuevas identidades. Tal parece ser el caso de Kiya.
En la fotografía, tomada en mil novecientos veintitrés, se muestra una escena familiar en la casa de campo del Comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores Georgy Vasilyevich Chicherin, que aparece sentado en un extremo de la mesa, leyendo un periódico. Junto a él, están su esposa Tatiana Vladimirovna Skavronska y sus tres hijas, compartiendo el té, y cuatro camaradas al servicio privado del Comisario Chicherin —el segundo desde la izquierda es Yuri Ivánovich Kobylin, agente encubierto del Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, por entonces ya enemistado con el dueño de casa—. En primer plano, se puede ver a una anciana de rodillas, refregando los pisos de la sala de estar de la casa familiar. No se sabe qué nombre usaba, pero se trata de Yevdokiya Konstantinovna Naryškina. Se cree que luego de la muerte de Chicherin en mil novecientos treinta y seis, Stalin la envió a Siberia.

Plumífero – Héctor Ranea


Dificulto —dijo Luna—
Que al chancho
Le salgan plumas
(Anónimo pampeano)

—Le aseguro, don Luna, que a ese chancho al menos lo siguen las plumas, digo, por lo que se ve de dónde le están saliendo –dijo Fermín.
—Usted habla de plumas y me viene el recuerdo de la difunta –sollozó don Luna.
—¿Y eso por qué?
—Porque usted sabrá que la difunta gustaba de dos cosas que la llevaron a la muerte. Pobrecita. La primera es que bailaba en un cabaret de campaña allá, tierra adentro de Huanguelén. La segunda es que cuando no pudo vivir más de eso, acomodaba plumas de colchones y almohadas de los ricachones. ¿Se acuerda?
—¿Cómo me voy a acordar si se murió antes de que yo naciera, don Luna?
—Como sea. Este momento es bueno para recordarla.
—Sí; claro. Pero ni miras de hablar del chancho. Le digo que le salen plumas del culo.
—Se habrá tragado los patos.
—Ni ahí. Es chancho respetuoso de la propiedad ajena, don.
—A todo chancho le llega la hora de comerse un pato y no crea que lo van a pelar.
—No. Éste no se tragó pato ni gallina. Ni siquiera falta un pollito.
—No voy a pensar que se traga un huevo y el plumífero vive dentro del abdomen del chancho.
—Ni yo.
—¿Y entonces?
—Como que me llamo Fermín que vi volando personas cerca del chancho, don Luna —dijo casi en secreto.
—¡Entonces dice usted que el chancho se tragó un ángel?
—¡Ángel! ¡Válgame el cielo! ¡Nos condenó a todos, el pelotudo del chancho!
—No vaya a creer. A veces son ángeles comprensivos y vienen a buscar las plumas y se olvidan del episodio.
—Todo bien; pero pasa que es un chancho rápido y caza todos esos pelandrunes que le vuelan bajito y se los deglute. Se enyena de plumas, como se dice.
—Mire que de lo que se come, se crece.
—Por eso vine, don Luna. ¿O se cree que usted ceba mates maravillosos y que por eso vine? Déme una de esas pociones que le receta a los plumíferos para que al menos no se me escape el chancho volando.
—Ta bien. Dale de estas pastiyitas.
—¿Cómo? ¿Receta pastillas, don Luna? ¿Qué pasó con esas buenas fórmulas magistrales de druida monacal?
—Hay que andarle con paso firme a la tecnología, muchacho. No es cuestión de quedar tan atrás que después nos curen las computadoras.
—¡Ni hablar! ¿Cuántas veces le doy la purga al chancho, entonces?
—Dos por día. Y aprovechá, hacé como la finadita y confeccioná almohadas y colchones con las plumas. Haceme caso, podés venderlas diciendo a todos que van a dormir como entre angelitos y no vas a mentir.
—¿Seguro, Don? ¿Y no me va a retar el cura por andar lucrando con los angelitos caídos?
—¡Qué va! Decile que se usan todos los animalitos de Dios y te deja tranquilo. Cualquier cosa, regalale una almohada y te deja de joder por unas pocas confesiones.
La pampa inmensa se poblaba ya de los cantos de los pájaros que se reunían para dormir.

El autor: Héctor Ranea

Experiencia china - Diana Sánchez


La cita era a las tres. Él mismo abrió la puerta. Parecía nervioso. Impaciente.
Subimos la escalera sin hablarnos. Entraba una luz tenue a través de la puerta entreabierta que daba a la terraza. Me indicó con un gesto que me sacara la ropa. Enseguida, que me sentara frente a él. Accedí en silencio.
La música apenas audible palpitaba en la pequeña sala. El sahumerio proyectaba perfumes misteriosos. Una mezcla de mirra y de sándalo.
El chino tomó un papel de seda y haciéndole un agujero en el medio lo acercó a mi rostro. Después, me indicó que bajara la cabeza hasta hundirla en un hueco acolchado y pequeño como mi cara.
Las piernas entreabiertas a cada lado de una especie de banquillo, los brazos flojos rodeando la cintura.
Cuando puso las manos sobre mi cuello, me sobresalté.  Las manos del chino empezaron a recorrer desde la cabeza, los hombros, los brazos hasta la cintura.
Las manos del chino se detuvieron ante mi súplica en el centro de mi espalda.  Fue una tregua.
Entonces aproveché. Tomé la ropa y corrí escaleras abajo. El chino corrió detrás de mí hasta adelantarse. Mi miró perplejo.
Yo me detuve frente a la puerta y le dije: —Le ruego me disculpe.
—Está bien, señola —contestó el chino—. Me debe cualenta pesos.
Pagué y me fui.
Cuando alcancé la calle sonreí. A medida que avanzaba, empecé a reír. Subí por el ascensor a las carcajadas.
Mi marido se sorprendió cuando esa noche, lo convidé con Sake.


Acerca de la autora:

La llaga – José Antonio Parisi


Dormían en el magro colchón. Los pies aglomerados asomaban por debajo de la cobija. Ellos dormían desnudos, con la placidez del amor bien hecho.
Aquella mañana el hombre iba a llevar la tropilla al remate, y ella le jugaba una alegría que, una vez más, a él le pareció un poco tonta. Ya no montaba de un envión al picazo malacara, ahora estribaba y desde arriba  le ordenó a Joaquín:
—¡Apurate, muchacho! ¡Largalos, nomás! —Y por la alameda fue sacando la media docena de alazanes, boleaba el rebenque y cruzaba algún chiflido. Según su costumbre, se inclinó sobre el pescuezo y abrió la tranquera. Pronto alcanzó el Camino Real, y un poco al tranco un poco al trote, los arreaba con destino a la feria de Navarro. En cuatro o cinco días volvería a Mercedes, traería la plata suficiente como para pasar tranquilo con ella el invierno que venía. Tuvo suerte, no hubo necesidad de llegar a Navarro y menos de aguantar el azar del remate. En el trayecto, un puestero le hizo saber que a su patrón podría interesarle la caballada. Se trataba de una buena persona, que lo llevó a comer el churrasco con su gente y rápido cerraron trato. Pegó la vuelta antes de lo previsto.
Se encorvó sobre el picazo y abrió la tranquera. Al enderezarse, el sol encendido del atardecer se le clavó en los ojos y lo encegueció por un momento. El aire portaba el zureo de las palomas. La hojarasca de los álamos empedraba el camino a la casa y, palpando el rollito de los billetes, él volvía contento. Pero al desmontar la encontró vacía. Receloso fue al galpón. Listones de sol entraban por los agujeros de las chapas atacadas por el óxido. Su cara descarnada, ida en pliegues, se endureció al ver entreabierta la puerta del cuartito de Joaquín. Y ellos dormían. Descolocado en su ánimo volvió al patio, la sombra del molino se le tumbaba en los pies. Un impulso le hizo echar la mano áspera y huesuda al cuchillo, y se convino: así como el caballo hace al jinete ellos harían al criminal. Entró de nuevo, la mujer advirtió el movimiento y se sentó en el colchón. Se cubrió los pechos con la manta y quedó inmóvil en posición de estatua, la mirada altiva ni siquiera el rostro pálido de la sorpresa. Y él dobló la frente.
Así son las cosas. Lo supe desde el principio, aunque me empeñé en desconocerlo acaso confiado en una magia cruel.
Se acuclilló en el patio, las manos juntas entre las rodillas. Alzó la vista y a su frente, irónica, la enorme llaga abierta en el tronco del paraíso. Ínfimo y desgraciado en el espíritu montó y se largó de la casa, como quien huye.
Vivió conforme a su antigua vida errante, la de antes de afincarse con ella. A campo traviesa, un rencor helado en fantasma de mujer le galopaba a la par. Y en las noches, el olor a pasto exacerbado por el rocío, le traía todo y con más fuerza. Siempre, hasta que encontró el fin de su historia.

El autor: José Antonio Parisi

lunes, 16 de enero de 2012

La sentencia - Javier López


El juez Suárez, que se imponía con su formidable corpachón enfundado en una toga negra, comenzó la lectura de la sentencia. La sala se sumió en un sepulcral silencio, roto únicamente por su voz grave, magnificada por un micrófono saturado de eco y por la acústica del recinto.
—Por los horribles crímenes cometidos, en los que hizo gala de una monstruosa frialdad para concebirlos y ejecutarlos y de una absoluta falta de piedad para con las víctimas, y en uso del poder que me concede este Tribunal, solicito para el acusado la máxima pena que contempla nuestro Código de Enjuiciamiento Criminal: treinta años de reclusión mayor sin posibilidad de reducción de la condena. Antes de que se haga firme esta sentencia —prosiguió—, doy al acusado una última oportunidad para mostrar su arrepentimiento público por los execrables hechos aquí juzgados.
Poniéndose en pie con una parsimonia casi provocadora y acercándose a su micrófono con la misma calma chulesca, el sicario manifestó:
—No he venido aquí para discutir con usted. Pero ¿cómo puede enviarme a prisión, cuando lo que acaba de hacer ante esta Sala es describir una brillante trayectoria profesional?

Acerca del autor:
Javier López

Los muertos no hablan - Xavier Blanco


La lluvia continuaba tamborileando la techumbre. Las gotas resbalaban por los cristales opacos, semejando lágrimas, lloros cansados. La muchedumbre comprimía la estancia -un espacio diminuto y descarnado-. La humedad impregnaba, carcomía los huesos; el aire pastoso, mefítico, convertía el aposento en un hontanar. Siempre la lluvia, la maldita lluvia que no respeta ni a los muertos. La luz de la noche encumbraba el féretro, y aquella tez pálida cortada por una sonrisa irónica presidía la sala, como si se tratara de un tótem, de un árbol sagrado. María, ataviada con su máscara de pena, disfrazada de negro azabache observaba: no hay peor muerte que el mutismo del velatorio, peor martirio que la melodía fúnebre que canturrea un coro de plañideras cercando el ataúd. En ese instante, cuando el silencio de la expiración desgarraba sus tímpanos, sin razón aparente, como si las campanas de la iglesia hubieran tocado a retirada, la gente, los amigos, los familiares, empezaron a desfilar marcialmente. Se fueron despidiendo, uno detrás de otro, en fila, ordenados. Ella, como si fuera una enseña, una triste bandera, sentía sus abrazos sudorosos, sus resuellos fétidos, sus pésames cansinos.

Ya sola, miró la luna, insignificante, acuchillada por la lluvia, suspendida en ese cielo desabrigado de estrellas. Cerró la puerta y abrió su alma, desbordada de lamentos. Contempló por última vez el sarcófago, el cuerpo de su marido amortajado, su mirada pétrea. Su sombra, obligada por la luz alicaída de la vela, se reflejaba en el techo desconchado, raído por el tiempo, y fragmentada en mil pedazos eclipsaba su cuerpo diminuto. Tragó saliva invadida por el miedo. Cansada, asediada por la vida, se dejó caer en el escaño, fue capaz de mirarlo otra vez, la última. Creyó escuchar su voz, se estremeció al pensar que podía ser un sueño, una pesadilla, que la puerta se volvería a abrir y él, esbozando una sonrisa macabra, traspasaría el umbral. Se quedó sin aliento, se asfixiaba, su boca garabateó una sonrisa, tantos años sin respirar que su cuerpo se había acostumbrado a vivir sin aire: los muertos no hablan, no gritan, ni siquiera maltratan, pensó. Los muertos están muertos, no son nada, sólo pasto de gusanos, recuerdo de beatas. “Con la cuchara que escojas comerás”, le dijo su madre días antes de casarse, cuántas veces recordó aquella sentencia, treinta años comiendo sobras, ayunando felicidad. Miró la garrafa de aguardiente, solitaria encima de la mesa, llena de veneno, de ese bebedizo que había finiquitado la vida de su marido, que había lacerado la suya durante treinta años. Poco para toda una vida.

Se quitó la máscara, se despojó de esas ropas enlutadas, se hubiera quitado la dermis si hubiera podido; dispuso la maleta sobre la cama, que rellenó con cuatro trapos y un par de zapatos. Cerró la puerta con fuerza. La muerte llega en un relámpago, en un instante, pero la vida es eterna, comienza cada día. Si te dan a elegir entre la vida y la muerte, por aciaga que sea, uno prefiere vivir, y al final aprendes que la muerte es solo eso, una tomadura de pelo.


Tomado del blog: Caleidoscopio

sábado, 14 de enero de 2012

El esfuerzo de Minerva - Ricardo Giorno


Parapetado detrás de las cortinas, Jorge se ratoneaba disfrutando del esfuerzo de Minerva.
Minerva había pasado de su silla de ruedas al piso. Y desde allí, arrastrándose, alcanzó la cama. No le fue fácil sortear semejante precipicio. Mejor: cuanto más difícil, cuanto más sacrificio de la mina, mayor goce recibía él.Agitada, boca arriba, respirando el perfume barato de las sábanas, Minerva se sacó pollera y tanga en un solo movimiento. Tarea sencilla para alguien que por piernas sólo lleva muñones.Rotando, llegó a la cabecera. La fuerza de sus brazos le permitió sentarse, y se apoyó contra el respaldo. Pausadamente, como a él le gustaba —¿Dónde estará escondido ahora?—, se desabotonó la blusa y la arrojó a un costado.Antes de quitarse el corpiño, se acarició los pechos.
—Lo único bueno en mí —dijo, al aire—. ¿Te gustan, papito? Y Minerva se quedó ahí sentada, a la espera, tocándose para mantener el calor. Tocándose y pensando en él, en complacerlo a cualquier costo.Sonriendo, Jorge salió de detrás del cortinado y se tendió en la cama.Ella fue desvistiéndolo. Sintió las gotas de sudor bajándole por la espalda desnuda. Pero al fin lo consiguió. Lo consiguió despacio y con esfuerzo, tal como él le pedía siempre, sin olvidarse de mantenerle la erección con ocasionales jugueteos de los labios y la lengua.En el bolsillo trasero de los pantalones de él encontró las esposas.Mansamente, Jorge se entregó: llevó las manos atrás para que lo esposara al respaldo.Y Minerva lo hizo.Bien, había tomado el control. Un control con muchas reglas, sí, pero control al fin.Se montó en él. Y lento, muy lento, comenzó con la rutina de su deleite.
—Decímelo de nuevo, Jorge.
—¿Qué? —él dio una pitada y le tiró el humo en la cara y se quedó mirándola.
—Eso de que cómo me ves.
—¿Que cómo te veo? Bárbara te veo. Me gustás.
—No, no. Eso de que soy igual a vos.
—Y sí: te veo igual a mí.
Le puso la pollera y la tanga y la cargó hasta la silla de ruedas.
—Aparte de que vos sos mujer y yo hombre, no encuentro otra diferencia.Le alcanzó corpiño y blusa.
—Pero yo no puedo vernos así, Jorge —ella la emprendió a puñetazos contra los muñones—. ¡Por más que quiera, no puedo!
—Es que no te estás esforzando, che —él agarró la silla de ruedas por los manillares—. Poné actitud, ¿querés? Tenés que enfocar el asunto desde otra perspectiva.
—¿Otra… perspectiva?
—¿Ves? Ahí está tu problema. Sos dubitativa, Minerva. No vas a fondo, hasta las últimas consecuencias no vas.
Saludaron al conserje antes de entrar a la cochera.
—¿Vos creés, Jorge?
—Mirá, Minerva, yo te tengo mucha confianza. Tratá por cualquier medio. Pero esforzate, nena.
—Otra perspectiva. Hummm… Cualquier método, decís. ¡Voy a probar!
—¡Bien, así me gusta! A propósito, che: ando medio escaso de efectivo. ¿Me podés tirar algo?
—Sí. En la guantera hay guita. La puse para vos.
—Esa es mi chica.
Caminando por Artigas hacia Juan B. Justo, Jorge atendió el llamado Minerva.—Hola, mamita. Acá estoy, caminando. Sí, sí, caminando: voy a ver un laburo —mintió—, a ver si esta vez la pego, ¿sabés? ¿Qué? ¿Cómo? ¡Me estás jodiendo! ¿En serio que tu viejo te regaló una casa? ¡Y qué carajo me importa si es pasillo al fondo! Claro que voy a ir. Y más si estás preparada. ¿Muy preparada, estás? ¿Hay lugar para esconderme, la cama es bien alta? Bueno, bueno, dame la dirección.
Mansamente, Jorge llevó las manos atrás para que lo esposara al respaldo.Y Minerva así lo hizo. Es más, sacó debajo de la almohada un nuevo par de esposas, y le sujetó también los pies.
—¿Sabés mi amor? —dijo ella mientras se tocaba, frenética, como nunca Jorge la había visto—. Estuve pensando mucho en lo que me dijiste.
—¿En lo que te dije? ¿Y yo qué te dije? —Jorge tensó las piernas—. Che, el amigo se está durmiendo. Dejemos la charla para después.Ella sólo sonrió.Abrió el cajón de la mesita de luz y sacó una libreta, una tiza y un metro de modista. También sacó unas tiras extrañas, de lienzo, y dos cortas varillas de maderas —¿Qué hacés, loca?
Sin hacerle caso, Minerva leyó algo en la libreta. Midió con el metro. Y le marcó con la tiza en las dos piernas.Enrolló los lienzos justo antes de las marcas. Entre la piel y la tela pasó las varillas de maderas, y retorció con ellas los lienzos.
—Che, dejate de joder, ¿qué estás haciendo? Minerva, boca abajo, buscó debajo de la cama.
—¡Loca de mierda, pará! —Jorge vio la sierra de cadena y forcejeó para desasirse— ¡No me estoy riendo, pelotuda!Sin hablar, Minerva ajustó un poco más los torniquetes. Ante los gritos de él, de la repisa arriba de la cabecera sacó una pelota de tenis y cinta de embalar. Una vez silenciado Jorge, ella arrancó la sierra.Cuando todo estuvo consumado, se abrazó a un desfalleciente Jorge.
—¡Ahora sí, mi amor! —dijo ella—. Cuánta razón tenías. ¡Por fin puedo vernos iguales!

Mis allegados - Rafael Blanco Vázquez


Por un lado está Juan Luis, que se pasa el día follando. Es un tipo de los que a mí me gustan, errático, simpático y carismático. Pero cometí el error de presentarle a mi madre. Se la folló inmediatamente. En fin, no se lo tengo en cuenta, sobre todo porque mi madre andaba más bien necesitada, con la cosa de la menopausia.Luego está Silvia, que también arrambla con todo, venga a follar. Es una tía como a mí me gusta, discreta pero sin bragas, o al revés. Y bueno, también cometí el error de presentarle a mi padre, si es que no aprendo. Eso sí, a ella sí se lo tengo en cuenta, que mi padre es un tipo sensible y desde entonces se pasa el día llorando por las esquinas.Y mira que me lo veía venir. Mi padre se pasea desnudo por la casa, de modo que Silvia, nada más entrar y verle la churra, no se pudo resistir y se la metió en la boca (hay que decir que la churra de mi padre está para comérsela). En cuanto vi que el muy inconsciente le abría las patas a la muy guarra, se lo dije:
—Papá, ni se te ocurra metérselo que te conozco.
—Metérsela, niño, se dice metérsela.
—¿Que no me puedo referir al cipote?
—Cállate ya, coño. Mira y aprende.
Y la verdad es que no se manejó nada mal. Con ritmo, con paciencia, con mucha sabiduría. Pero yo no podía dejar de pensar en las consecuencias. Que es que la gente lo ve todo muy fácil, sobre todo estos amigos errabundos que me han tocado en suerte:
—Errar sin objetivos, chaval, ésa es la sal de la vida –le gusta repetirme a Juan Luis.
—Con el coño en bandolera –es el lema de Silvia.
Y a mí me parece muy bien todo eso del errar sin objetivos. Pero luego el que tiene que apechugar y tragarse los llantos de mi padre soy yo. ¿Acaso está ahí Silvia para limpiarle los mocos? ¿Acaso está ahí Juan Luis para decirle venga, machote, ahora te presento yo a otra amiga con el chumino bien jugosito? No. Silvia y Juan Luis están por ahí comiendo pelo sin reparar en daños mortales.Estamos solos en esta vida, es un hecho. ¿Quién me comprende a mí? ¿Quién me ayuda a mí? Mis hermanas desde luego que no, que también son más guarras que la Potota. Y mis padres ni te cuento. A mi madre, por ejemplo, le ha dado por referirles a sus amigas durante el té de las cinco que tengo un amigo con una polla que ya quisiera yo. Y es lo que yo le digo:
—Mamá, por Dios, que yo tampoco lo tengo tan chico. Lo único que pasa es que soy tímido.
—Tan chica, niño, se dice tan chica.
—¿Que no me puedo referir al pirindolo?
—Ay, hijas, de verdad –les dice a sus amigas haciendo una mueca de disgusto–, qué porquería de hijo me ha dado el Señor.
Y yo hago como si nada porque sé que no lo dice con mala intención y que en el fondo me quiere. Como mi padre, cuando lo estoy consolando y le dan esos ataques de ira y me hincha la cara a hostias. El pobre no lo hace con maldad, es que la Silvia es una pécora que no se da cuenta de las cosas.
Yo no sé por qué les cuento todo esto, pero me estoy desahogando y eso es importante. Por cierto, me llamo Antonio y tengo 37 años. Podría llamarme Emilio y tener 42, pero no, esa angustia ya la he superado. La gente dice que soy feúcho, aunque yo me miro al espejo y me veo guapote. No sé. ¿Tienen razón ellos? ¿Tengo razón yo? ¿Tiene alguien razón en esta vida que nos ha tocado vivir? ¿Tiene algún sentido la palabra razón en este mundo de pollas tiesas y coños húmedos, todo el día pimpán dale que te pego toma que toma triqui triqui chof chof? Juan Luis siempre me dice que si sigo siendo tan tímido nunca dejaré de tenerla pequeña. ¿Pero cómo se lucha contra la timidez? ¿Podría él volverse tímido? En fin, qué se le va a hacer. Las cosas son lo que son y no hay más. Así que nada. Mi madre seguirá lamentándose por no tener un hijo como Dios manda, mi padre seguirá con su sensibilidad a flor de piel, Silvia y Juan Luis seguirán follando sin discriminaciones y yo seguiré con esta idea que se me ha metido en la cabeza de leerme todos los buenos libros que existen. Sabiendo que moriré en el intento.


Acerca del autor:
Rafael Blanco Vázquez

jueves, 12 de enero de 2012

El mundo se está quedando sin palabras - Francisco Costantini


El poeta camina hacia el café. Es un hombre frustrado, pero antes que nada se siente poeta, y eso aumenta su frustración. No le importan tanto sus desamores, su ruina económica ni el mundo que lo rodea. O quizás, el mundo, sí. Nadie lo entiende, o cuando lo hacen, siempre le reprochan lo mismo: su falta de originalidad. Si escribe como piensa que debe hacerlo, no lo comprenden, no oyen esa voz que brota de sus entrañas. Si escribe como los otros quieren, es para repetir lo ya dicho, lo ya sabido. El mundo se está quedando sin palabras, reflexiona mientras elige dónde sentarse. Un mundo sin palabras es como el infierno, concluye.
El café está lleno, tal como se lo imaginaba anoche cuando comenzó a planear todo. Palpa en su cintura el revólver y después extrae de un bolsillo una hoja plegada, sus últimos versos. Se pondrá de pie, los leerá en voz alta y, ante el asombro del público (porque será su público en ese instante) se disparará en el pecho, y así habrá consumado su última obra, la más original y la que todos comprenderán.
Siente la boca seca, está nervioso. Recuerda aquella tarde, hace quince años, cuando leyó en la biblioteca municipal sus primeros versos. La misma sensación. Despliega la hoja y recorre los versos del poema. Es breve, no tardará demasiado. Ya está por pararse cuando escucha un vozarrón estridente a sus espaldas. Gira, en la silla, y ve un sujeto de su misma edad y apariencia similar que recita de memoria unos versos que le ponen la piel de gallina, y que tanto se parecen a los que esperan en su papel. Luego el sujeto saca un revólver y se dispara en la sien, ante el asombro de todos.
Se escuchan gritos, el llanto de una niña, alguien que corre, y el poeta sólo atina a releer su poema. Finalmente hace un bollo con la hoja y la deja caer a su lado. Ya no podrá hacerlo. Nunca hará nada, nada nuevo. Hoy, ni siquiera tomar un cortado en ese estúpido café, de esa estúpida ciudad.


Tomado de: Friccionario

El autor: Francisco Costantini

De visita - Jaime Arturo Martínez Salgado


A las 8:10 a.m., Tzukiko caminó por el tanami y salió al jardín. Estaba vestida con un kimono rojo con estampados blancos. Su peinado, arduamente preparado indicada una fecha muy especial. Durante el día anterior, ella y sus hermanas habían aseado y aderezado la casa, desde el guardazapatos hasta la terraza interior, frente al jardín. Esa mañana su familia recibiría a Kentaro, el joven que había conocido el fin de año pasado y con quien se desposaría el próximo once de noviembre, número de suerte para los recién casados. Kentaro vendría a la ciudad en el primer vuelo de esa mañana, de modo que cuando ella escuchó el sonido del avión, sonrió y su corazón latió acelerado, eran las 8:12 a.m. Dos minutos más tarde sintió como si el sol se hubiera estrellado contra la ciudad. Ella y su quimono se esfumaron. El “ Enola Gay”, acababa de visitar el cielo de Hiroshima


El autor: Jaime Arturo Martínez Salgado