martes, 15 de mayo de 2012

Billetes – Carlos Enrique Saldivar


—Le juro que no fue culpa mía. Me dijeron que era dinero fácil y acepté. Enrique, el Loco, aseguró que nadie saldría lastimado. ¡Maldita sea, porque le creí a ese sádico! Tenía tres ingresos a la cárcel. Uno por intento de homicidio. El Gato Braulio lo convenció, «yo puedo abrir cualquier tipo de caja fuerte», desgraciado bocón; eso fue el detonante. Entramos de madrugada, envenené a los perros, eliminar animales era sencillo para mí. Penetramos en la casa y nos dirigimos a la alcoba del viejo. El Loco le inyectaría una droga en el hombro, pero todo salió mal, ese maldito anciano dormía con un ojo abierto y, un segundo antes de que la hipodérmica penetrara en sus carnes, presentó pelea. El Loco lo aventó al suelo y junto al Gato lo llenaron de patadas y lo mataron. Intenté irme de ahí, en serio que quise hacerlo, sin embargo no me dejaron. El Gato abrió la caja fuerte en veinte minutos con un poco de ácido y un complicado mecanismo electrónico.
Aunque contemplé tantos billetes juntos, no conseguí calmarme, habíamos cometido un asesinato. De acuerdo, estábamos en Perú, si nos capturaban saldríamos en cinco años con los beneficios penitenciarios, sin embargo mi temor era fuerte. Las últimas palabras del viejo habían sido: «Ellos les harán pagar». ¿Ellos? ¿Quiénes? ¿Los policías? El anciano Morán no tenía familia conocida. Ni sirvientes. Vivía cuidando celosamente ese millón de soles. Amaba esos billetes. No hacía grandes gastos. Ni siquiera refaccionaba esa enorme mansión descuidada. Tanta avaricia no le sirvió de nada.
Le habíamos quitado su tesoro.
Pusimos los billetes, de cien y doscientos soles, en bolsas y nos dirigimos a nuestro escondite, una pequeña casa ruinosa, propiedad del Loco, sin muebles, parecía una enorme cueva. Consideramos prudente no gastar el dinero aún, esperaríamos unos días a que todo se suavizara. Bebimos licor y nos quedamos dormidos.
Braulio fue el primero.
Quebró una botella, cayó, rompiendo una banca, lo vimos, ¿se estaba comiendo los billetes? No, los billetes se le metían por la boca, por las narices, hasta por los ojos. Enrique gritó y cogió su arma, los billetes volaron hacia él, extendidos y dando vueltas, como hélices, le rajaron el rostro, los brazos, le cortaron la garganta. Yo sólo atiné a correr, no obstante dos billetes me taparon cada ojo, presionaron con fuerza, provocándome mucho dolor, otro papel me cubrió la nariz; otro, la boca, no podía respirar, saqué mi navaja y abrí un hoyo entre mis labios, me corté el inferior al hacerlo, pude respirar, caí de costado y me golpeé la cabeza…
Entonces ustedes me despertaron… y… ¿se da cuenta? ¡Fueron los billetes! ¡El billete que corté cayó al suelo y se retorció como un gusano moribundo! ¡Vendrán por mí! ¡SÁLVEME, HIJO DE PERRA!

Entonces comenzó a soltar incoherencias. Se lo llevaron a los pocos minutos.
—Ese hombre no irá a la cárcel. Llévenlo directo al sanatorio —dijo el comisario.
—Pobre infeliz —comentó el cabo—. Jefe, ¡ya encontramos los billetes!
—¿En dónde estaban?
—En la morgue, amontonados, junto al cadáver del agraviado.
—¡Qué! ¿Quién pudo llevarlos allá?
—Ni idea, es inexplicable. ¿Qué hacemos con el dinero?
—El anciano Morán dejó escrito que lo enterraran con toda su fortuna.
—Pero…
—¡Y así se hará! —expresó el comisario. Sudaba y temblaba de miedo.

Lima, julio de 2011

Acerca del autor:
Carlos Enrique Saldivar

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