jueves, 28 de junio de 2012

Chocolates para el viaje – Héctor Ranea


Cuando llegó del largo viaje, Severio Lanza encontró abierta la puerta del mueble donde guarda celosamente los chocolates. Chasqueó la lengua contra el paladar. En esas horas podrían haber entrado ratas a comérselos y él, como un estúpido, les había franqueado la entrada. ¡Qué torpe!
Revisó todo lo que pudo los recovecos del mueble; no encontró ni ratas ni su bosta, ningún paquete de chocolate a medio abrir ni nada desacomodado, así que se fue tranquilo a cenar algo liviano, luego a dormir.
En medio de la noche, en cambio, lo despertó un ruido a tambor enloquecido. En cuanto se despertó, reconoció las resonancias del mueble para el chocolate. Puteó por lo bajo y fue a ver. Efectivamente, desde adentro algo golpeaba fuerte. Pensó que podía ser una zarigüeya por la mole que parecía moverse, habiendo descartado lechuzas o teros porque se habrían quebrado sus delicadas alas en esos movimientos desesperados.
A las zarigüeyas les tenía respeto, porque con los dientes podían hacer estragos, máxime con el descontrol que mostraba este ejemplar encerrado. Fue a buscar una escoba para aplastarla si pudiera y mientras pensaba lo doblemente estúpido que había sido al dejar la puerta abierta y no haber encontrado después al animal.
Por las dudas, dejó entornada una puerta de la casa para darle una escapatoria al bicho, si fallaba su intento de matarlo. Pero al abrir el mueble, Severio Lanza se encontró con un panorama totalmente diferente: un animal sin pelos, calvo y pila, que parecía de cuero florentino, con unos dedos luminosos como si se hubiera atado luciérnagas en las yemas y un extraño rostro que le traía recuerdos.
—¿Qué mierda es esto! —preguntó, como hablando consigo mismo.
—¿Cómo qué mierda soy? —dijo el animal, sorprendiéndolo.
—¿Qué? ¿Papá? —se asombró Severio.
—¿Esperabas a alguien más, como siempre esperó tu madre? —respondió, como era su costumbre, con una pregunta, su padre.
—¿Qué hacés ahí con los chocolates? —quiso reprenderlo Severio—. Sabés que te los prohibieron por las hemorroides.
—¿Las hemorroides? ¡Nene, pasó tiempo ya! Mirame las uñas. —Severio se las miró. No tenía luciérnagas sino un compuesto de luciferina y luciferasa y emitían luces agradables, rojas, azules. Lindo toque. De distinción, seguramente.
—¿Comiste mucho chocolate?
—¿Yo? No. Tu madre se dio un atracón, culpa tuya, que dejaste la puerta abierta.
—¿Mamá? ¿Estás ahí? —Del mueble salió, avergonzada, la madre. Del mismo cuero, con iguales uñas, solo que, desnuda, se le veían algunas zonas que Severio jamás hubiera querido mirar—. ¡Mamá! ¿Cómo andás así... vestida? ¿Es verdad que te atragantaste con chocolate? ¿Y el colesterol?
—¡Callate, estúpido! —gritó el padre—. ¿No te acordás que es sordomuda, imbécil? —Severio, abochornado, fue a la cocina.
—¿Les preparo mate cocido?
—No, gracias. Mirá, ahora tu madre llora. Aunque pensándolo mejor, dale, hacenos unos mates. Pero mate mate, nada de infusiones finas. Un buen mate de calabaza.
—¿No te va a dar colitis?
—¿Hace cuánto que no me da colitis? —El padre miró a la madre, compungida, tratándose de cubrir las partes pudendas con una servilleta. Asintió dos veces—. Veinte años sin colitis. Y lo dice tu madre.
—De acuerdo. Hago mate. —Y así fue que Severio, a las cuatro de la mañana de ese invierno por venir, les preparó mate a sus padres.
Luego de que tomaran un par de mates cada uno de los tres, el padre le dijo: —¿Tenés las alas? A nosotros se nos rompieron al entrar a comer chocolate. —Se ruborizó un poco al decirlo.
—¡Sabía que ibas a decir eso! ¡Te dije que no podía andar comprándole alas cada vez que ustedes se refocilaran con algo y las rompieran! Esperá que me voy a fijar en el ropero —exclamó airado. Al rato volvió con un par de alas estupendas, con plumas de aves de varios lugares del mundo—. Son sintéticas. Las hice con la máquina que dejaste a medias cuando partiste. La tuve que terminar porque las plumas salían despeinadas.
—¿Corregiste la alineación de los tejedores? Me siento orgulloso, hijo.
—¿Se llevan bastantes chocolates para el viaje, papá, mamá? —Ellos asintieron. La madre lo miró, él le colocó amorosamente las alas, ella sonrió mientras desbordaba los ojos de lágrimas. Quién sabe cuándo volverían a verse. Severio también lloró. Se abrazaron los tres. Cuando Severio volvió a la cama, ya blanqueaba la aurora. Iba a ser uno de esos días diáfanos y fríos. Menos mal que tenía buenos chocolates. Cambió de idea y se fue a tejer nuevas alas. Por ahí, tendría que darlas de nuevo a esos bichos que se hacían pasar por sus padres para que no estuviera tan solo.



El autor: Héctor Ranea

2 comentarios:

Susana Camps dijo...

Vertiginoso. Nos lleva de sorpresa en sorpresa y, como desenlace, el conformismo del protagonista.
Impresionante, me ha gustado mucho.

Ogui dijo...

El conformismo y la soledad, Susana. ¡Gracias por tu comentario! Y me alegro que te haya gustado.