viernes, 31 de agosto de 2012

La familia - Concha González


Llegamos casi al anochecer a la gran casona. Se nos esperaba. En estos sitios siempre se le espera a uno, nadie se presenta sin invitación previa.
Una vez dentro pude comprobar la existencia de una fragancia inherente y perpetua habitando por esos excelsos pasillos inmaculados de vigilia forzada bien intencionada, y que de no haber sido por las altas horas que gastábamos no me hubiesen pasado desapercibidos.
Se nos atendió como corresponde: amablemente, eficazmente, aburridamente.
Al día siguiente, ya entrando en la madrugada, comenzaron las presentaciones. Uno ha de hacerse a los lugares y a sus gentes más pronto que tarde por eso de socializar, formar parte del asunto, ser alguien con nombre y apellidos. Nunca se sabe el tiempo de dispendio que tome el asunto del que se trate.
Yo, como tan solo me presenté allí en calidad de dama de compañía, no contaba, no disponía de un nombre. Todo el mundo (ese mundo) me obviaba con excepción de aquel señor de las piernas hinchadas hasta casi reventar, y aquella otra señora de ojos grandes a la que supongo le caí en gracia, pues no perdía ocasión de establecer cháchara cuando me veía. Yo pasé a ser la cuidadora de pago de alguien con nombre mientras el mío se esfumaba por los pasillos de lo innombrable como humo de cigarrillo y de ese submundo que persistía año tras año a caballo entre lo existente e inexistente. Mundos controvertidos que se prenden con hilos de resignación mientras la vida así lo dicte. Un mundo que hace del ser humano un ser deficiente, caduco, miserable, dependiente...
En cuestión de pocas horas, ya nos conocíamos prácticamente todos. Lógicamente la vecina de la cama contigua era nuestra más allegada. Se estableció una conexión íntima con esa persona en cuestión. Su vida pasa a ser la nuestra (yo era un apéndice anexado a mi enferma desde su ingreso, os recuerdo) y la nuestra la suya. Sabíamos de donde era, cuantos hijos tenía, sus dolencias, su edad y por desgracia su futuro más próximo. Estaba muy sola, y yo pasé a ser un poco también su apéndice. Lucía de una belleza obsoleta, todavía notable en algunos de los rasgos de su níveo rostro, en sus grandes ojos, en sus facciones suaves y en ese pelo lacio entre canoso y rubio que yacía, como ella misma en esa silla, en los designios de su cráneo. Pude ver la belleza de esa mujer contenida en los estragos de los años, y como esa sonrisa desdentada, alguna vez hubo de embaucar a más de uno, todo ello, me consta, lejos de este país ya que, parece ser, trabajó durante muchos años en Nueva York. Toda una fuente de experiencia, anécdotas y circunstancias ya arrinconadas en algún lugar de sus recuerdos muertos.
La surtía de agua, caramelos, llamaba al timbre cuando era menester, e incluso la dí de comer alguna vez. Conversación poca, pues era obvio que una incipiente demencia senil comenzaba a ser partícipe de su cada día más exigua vida. Su único hijo estaba en el extranjero, donde ella lo dejó años atrás, y solamente hacía su aparición, vía teléfono. de vez en cuando. Después su madre quedaba un buen rato en estado catatónico, y susurraba unas palabras mágicas... hijo, hijo, ven te necesito... como si así consiguiera devolverlo a "su vida". Durante estos trances lo mejor era ignorarla. La única hija que había parido en los años cuarenta, hacía ya tiempo que estaba en el camposanto esperándola y, según ella, la espera sería si Dios quería, corta, muy corta. Noté como fantaseaba con esta opción de reencuentros próximos pero que a mí se me antojaban tétricos y a la vez esperanzadores. Opción que para ella era como un soplo de aire fresco en esa seudovida que desde hacía tiempo la torturaba y la mortificaba. Un reencuentro con su hija sería como empezar de nuevo, aunque fuese en otro mundo y otro tiempo.
La de la habitación contigua, pues otro tanto de lo mismo. Sola, senil, enferma, esperando...
Y la de enfrente aún peor, pues no llegamos a conocerla. Marchó, pero no por donde había venido, esa misma noche después de nuestra llegada. La parca ya le había anunciado su visita en varias ocasiones, y esta vez hizo su silente aparición definitivamente con un disciplinado previo aviso. Con noventa y seis años, su señoría siempre tiene la deferencia de preavisar.
La vida de la familia 216, era de lo más peculiar. La hija de ochenta, cuidaba de la madre de noventa y seis. Algo desalentador. ¿Cómo era posible?
Después de unos días de contacto la explicación llegó como el frío llega en el invierno, porque sí.
Su madre muerta en el parto de su hermano el pequeño, dejó seis lebreles al cuidado de su padre. Algo inviable en aquellos años. Así pues, él mismo y partícipe de su propia voluntad y egoísmo decidió casarse con la hermana de la finada en cuestión al poco tiempo. Es decir con su cuñada. Es por eso que solamente las separaban dieciséis años, pues la enferma era su madre adoptiva, y su tía de sangre.
Yo pude observar que la decía mamá todo el tiempo. Supongo que el contacto hace de las relaciones un apego más grande del que podamos imaginar.
Cuando alguien hacía la maleta y empaquetaba sus cosas el drama hacía su estelar aparición. Tocaba la despedida, un adiós que probablemente sería para siempre. Besos, abrazos, intercambios de teléfonos que con toda probabilidad acabarían extraviándose por las realidades de sus otras vidas.
Yo mientras tanto, seguiré anónima y sin nombre por entre esos pasillos, esas camas calientes, esas vidas pasadas de gentes sin apenas futuro ni casi presente, acompañando a la muerte o a la sombra que la rodea hasta que esta llegue.

Tomado del blog: Relatando Relatos
Acerca de la autora:
Concha González

Aliens al acecho – Guillermo Vidal


Tenar estaba oculto entre la vegetación alta y a pesar de la resistencia del resto de la patrulla se arriesgó a descender por entre los arbusto de hojas gruesas y filosas que le harían de escondite casi al ras del suelo, Observó los pequeños y gráciles cuerpos de los recién llegados que paseaban distraídos por la pradera con una actitud que le hizo hervir la sangre, caminaban despreocupados, sin temor, como si  les perteneciera todo el lugar. Hasta ahora la única especie que se daba ese lujo era la propia. Parecían blandos, frágiles capaces de ser aplastados de un solo zarpazo. Hubo de contenerse para no lanzarse de un salto sobre sus cabezas y relamerse con la sangre tibia y escuchar el sonido de sus huesos crujiendo, quebrándose. Pero algo lo detuvo, una especie de sensación de incomodidad en el estomago a pesar de que tenía en la mira a uno de los extraños, el último de la fila que se hallaba retrasado observando algo impreciso entre el follaje, un comportamiento que le resultó sin sentido. Tenar decidió retirarse y llamó con graznidos de Pombs a los otros que estaban al acecho. Los extraños no parecían estar apurados, los encontrarían más tarde, con tiempo para preparar una emboscada. Dio la señal para volver al nido e informar. Allí decidirían que hacer y mejor aprovechar mientras los extraños ignoraban el peligro que corrían. Tal vez hubiera sido prudente dejar un vigía para mantenerse al tanto pero eran solo un pequeño grupo de avanzada fácil de someter, pensó Tenar, no parecían representar un peligro serio, ni siquiera cargaban lanzas, ni flechas, u otros objetos que sugieran que estaban hechos para matar.
—Se fueron —dijo Bertran observando las pequeñas señales en la maleza— se mueven rápido por las ramas altas. Uno estuvo apuntando casi todo el tiempo a Reisa mientras analizaba la vegetación.
—¿Lo sabías?
—Estabas cubierta. Esperábamos que diera un paso más para atraparlo pero se detuvo.
—¿Captó que era una trampa? —dijo Emeni el exobiologo, retirando la red oculta.
—No exactamente, pero algo no le gustó.
—Son inteligentes, tienen instrumentos sofisticados, trabajan en grupo con un líder, poseen un centro con viviendas, edificios comunitarios subterráneos —agregó Emeni—. Se dirigen al lugar, no parece haber otros centros. Tal vez pequeños grupos fáciles de desactivar pero nada más.
—La lamento Emeni.
—Es una especie extraordinaria.
—Probablemente, y serían la especie dominante si el tuvieran tiempo —agregó Reisa con algo de ironía. No le había caído bien le apuntaran.
—Ni hemos hablado, tal vez quieran compartir su mundo —se atrevió a insistir Emeni.
—Nosotros no queremos compartirlo Emeni. Te prometo que conservaremos algunos de los especímenes para estudio. Debemos entregar el planeta limpio para declararlo como descubrimiento y con derecho a la explotación. La tierra no quiere reclamos de organismos intergalacticos. Ese fue el trato que firmamos, o no hay pago. ¿Alguna objeción? —preguntó Bertran mirando a cada uno pero nadie respondió—. Es lo que pensé. Adelante.

El autor: Guillermo Vidal

Ave caída – Eduardo Poggi


Una tarde lluviosa de viento entre ramas, miraba un ave caída del nido al agua. Un impulso me llamó a salvarla, contrario a mi conducta de niño. Raro, pensé: de niño rompía nidos y maté a mansalva.
El pichón flotaba pero sus alas no movía.
Atónito ante mi nueva voluntad, con alegría salvé su efímera vida.
Mis recuerdos se transformaron en conciencia, y me pregunté por qué esta paciencia vino a mí sin esperarla. Una piedad que no había tenido en mi niñez.
No le encontré sentido.
Y luego, la misma tarde triste y lluviosa, cuando por la calle pasaba mi viejo vecino, le pregunté por la muerte de su madre.
Sus lágrimas respondieron. Y comprendí.
Sentí por él la misma pena que por aquel pájaro herido.
Cada vez que el viejo acude a mi recuerdo, me siento él al verme en el espejo.
Y así como ayer quise madurar, hoy me doy cuenta: mis sueños resultaron pordioseras ilusiones. Espejismos, comparados con las cosas esenciales que en mi memoria perduran. Ya no existe lo palpable: mamá que plancha, un aguacero que el patio de la casa moja, y también al limonero.
Día a día, la repentina lluvia lava la penuria de los perdidos amores ya lejanos.
Aunque... me siento igual que aquel pájaro que se cayó del nido.

Acerca del autor:
Eduardo Poggi

Adán y Eva en espejo - Lucila Adela Guzmán


Los panfletos desechados ensuciaban la vereda, pero él seguía repartiéndolos con convicción. Traté de esquivarlo y no pude. No sé si fueron sus ojos o los colores del folleto los que me ganaron. Por las dudas, clavé los míos en el papel brilloso. Para mi asombro, vi que los dibujos en el volante eran iguales a imágenes soñadas desde niña... Un hombre y el planeta Tierra abrazado por las alas de una criatura desconocida... una palabra escrita en letras azules: “ADáN”... Y una oración: “Recuperando la memoria genética de Dios”... El juego en la palabra me hizo recordar el comienzo de mi obsesión. Al cumplir los doce años descubrí que la palabra adán al revés se convertía en nada y es desde aquel mágico hallazgo que juego en secreto a dar vuelta a frases enteras. Ahora, mi manía es encontrar significados secretos a la luz del espejo. Soy de dios es mi palíndromo preferido, pero Adán y Eva se llevan el premio al misterio. Miré de lejos al hombre que seguía repartiendo volantes, noté el color índigo que emanaba de su aura, contorno que resplandecía con destellos dorados. La frase en negrita... “Entrada libre y gratuita” me convenció de concurrir al evento.
El estadio estaba mal iluminado y repleto. Tomé asiento en las gradas preguntándome qué hacía yo ahí, cuando divisé al hombre que había causado este desvío en mi rutina. Allí mismo supe que lo amaba, mis huesos crujieron fuera del cuerpo y entre destellos me convertí en una criatura extraña. Cuando me di cuenta, ya me había transmutado en aquel bicho gigantesco que parecía ser un ave desfigurada. Él se montó en mí y al oído me dijo: “Eva, es hora de irnos”. Ese fue el día en el que miles de nosotros abandonamos la tierra hacia otro mundo, un mundo sin espejos.

Acerca de la autora:
Lucila Adela Guzmán

Una terrible decepción – Javier López


Una terrible decepción

Fue un instante mágico. No podía imaginar que en un mundo con el grado de desmitificación actual (al que llegué, ya no recuerdo cómo ni cuándo — por la niebla del tiempo—, siendo un tritón, que se transformó en hombre porque estaba perdiendo credibilidad), pudiera leer un reclamo como ese: “Sirenas, 182,75 € x pieza”, anunciaba una octavilla de publicidad de una pescadería junto con otra serie de pescados y mariscos.
¿De veras iba a tener una compañera después de centurias sin saber lo que era acariciar el tacto suave de una piel y la exquisita delicadeza de unas escamas húmedas? Leí la dirección del anuncio. No era lejos, así que me personé en el negocio en pocos minutos.
—Quiero una sirena —dije, sin haber dado los buenos días siquiera al tendero, absorto en mis pensamientos, visualizando el instante en que aquel hombre me mostrara las bellezas mitológicas entre las que yo podría elegir a mi compañera.
—Naturalmente, señor. A ese lado —se apresuró a decir, señalando hacia otra parte del local.
En ese momento sentí como si se clavaran en mi corazón infinidad de pequeñas agujas, cada una de las cuáles hacía el daño propio y contribuía al colectivo. El pescadero acababa de desmoronar todas mis ilusiones, indicándome el arcón de los productos congelados.

Sobre el autor: Javier López

miércoles, 29 de agosto de 2012

El disparo – Daniel Diez Crespo


Te ato un pie y el otro a la taza del váter con el cordón de un zapato mientras aprietas el corazón debajo del pecho, en la tripa, arrugada, descuidada, desnuda, aún marcada por las sábanas, pesada, dolida, adulterada, arrepentida, pero atrapada en ti. Te ato los brazos a la espalda, sobre las nalgas reposadas, con un espagueti aún sucio de tomate, seco; si bien es tallarín para ser preciso, y aprieto. Me guiña un ojo el dolor cuando muerdes la esquina del labio; coqueto y bribón. Sé que el ruego es la pezuña asomando bajo la puerta antes de morir. El cuento del lobo comienza y sólo restan dos balas. Te silencio los labios con un beso, lento, delicioso, excitante y morboso. Los dos tan desnudos, encajados como dos sillas, tan perfectos, que tener que esconder el cañón entre tu pelo con el metal acariciándote la oreja y apretar el gatillo, en apenas tres segundos, romperá en mil añicos todo lo que te he querido.

 Tomado del blog: El país de la gominola

Daniel Diez Crespo

Una invasión descontrolada – Héctor Ranea


La invasión de los plutonitas fue, en sus resultados globales, atroz, sobre todo por la ferocidad demostrada en aniquilarnos. Al principio sedujeron a algunos dirigentes marcianos que nos gobernaban, pero después hasta se los digirieron con sus plasmas densos y quedaron a cargo con un marciano títere sin cabeza y unos cuantos terrosos aportados por nosotros.
El resultado, decía, fue tremendo. Nunca vimos tanta desolación, miedo, muerte, tortura. Por suerte, algunos de los nuestros lograron escapar de la furia plutonita. Cuando los dominadores tuvieron la estúpida idea de que podrían invadir la Luna y los jodieron, recuperamos la libertad. Nuestros dirigentes que habían huido retornaron y restablecieron una paz, a medias, pero paz al fin. El día en que aceptamos a los plutonitas, se conmemoraba todos los años como el triste día de la traición.
Como quiera que sea, los terrosos nos pusimos de acuerdo en no recibir con los brazos abiertos a ningún plutonita nunca más. Hubo algunos dirigentes que fueron heridos, incluso, en escaramuzas con terrosos que quisieron retornar a esa época oscura y fueron muy queridos. Pero un aciago día, esos dirigentes, cansados de pelear por un cargo terroso y siempre perder, decidieron dar un retorno a los plutonitas para poder acceder al gobierno.
Ahora no se conmemora el día de la traición sino que se festeja y ese dirigente aparece abrazado al plutonita que lo mandó a matar.
Menos mal que esto es sólo ciencia ficción.


Sobre el autor:
Héctor Ranea

¿Cómo llegó el ADN neandertal al linaje humano? - Serafín Gimeno


Hoy me han preparado para la presa, el clan quiere que esté apetitosa, atractiva. A primera hora de la mañana las ancianas me desnudaron, bañaron mis nalgas y mejillas con sangre de reno, untaron mis senos con miel y frotaron mi vagina con esencias de plantas que desconocía. La presa gruñe en su jaula, farfulla sonidos incomprensibles, creo que ya me ha olido. Es un ogro de los bosques, el grupo lo atrapó ayer, al caer la tarde. Es una criatura torpe, desgarbada, pero muy musculosa. Tendrá buenos brazos para coger mis caderas. Me gusta la idea de que me embista por detrás como un bisonte en celo.
Cuesco de marmota, el cazador que dirigía al grupo que capturó al ogro quería sacrificarlo para la cena; pero uno de los ancianos se lo impidió. Dijo que era un espécimen raro, que quedaban muy pocos ogros de los bosques y que no estaba bien matarlo. La disparidad de ambos pareceres derivó en una disputa a voces. Otro anciano intervino, propuso que fertilizara a una de nuestras hembras, que su sangre pasase al clan antes que su carne. Observo al ogro en su jaula. Es gracioso, tiene la frente baja y la cabeza abultada por detrás. Pobrecillo, no sabe que después de disfrutarme se convertirá en nuestra pitanza.


Acerca del autor:
Serafín Gimeno

Hondo destino – Rubén Pepe


Hacía varios días que estaba arreglando el jardín, era un extenso terreno, en parte algo yermo, con poca vegetación rala y mustia, pero hacia el límite con la pared medianera se extendía una maraña de enredaderas mezcla de hiedra que trepaba por la pared, grateus y unas guías espinosas, también se adivinaban ocultos restos de escombros e informes masas de pedruscos. Las enredaderas de a poco las fui desentrañando a golpe de azadas, rastrillos, inclusive a golpes de pico. Armé una pila con las enredaderas esperando que se secaran para para darles fuego. Con pico y pala fui sacando los escombros, viejos despojos de una construcción anterior a mi época, los restos estaban cubiertos por una espesa capa de musgos, había restos de ladrillos de gran tamaño ligados por una mezcla compuesta de tierra negra y rojiza, creo que la llamaban “tierra romana”. Al desembarazar de vegetación el espacio lindero, junto a un rincón encontré una losa rectangular que quién sabe que tapaba u ocultaba. Como era domingo y ya atardecía decidí abandonar la faena, y la dichosa losa. Pasé la semana enfrascado en las tareas de mi profesión: corrector en una pequeña editorial especializada en ediciones de bajo tiraje, y ediciones colectivas.

Al retomar las tareas en el terreno con curiosidad e intriga vi que la losa estaba algo desplazada del sitio y algo levantada, pero que no permitía adivinar que ocultaba. Intenté hacer palanca con una barreta, inútil esfuerzo, no se movió ni un centímetro. A la noche habiendo conciliado el sueño, visualizo el rincón de la medianera con la imagen de la losa que vibraba, se levantaba y escapaba una luminiscencia verde amarillenta acompañada de un murmullo atenuado, seguido de un gruñido entrecortado, a continuación salía del hueco una excrecencia con consistencia espesa. Me desperté ahogado y bañado en un sudor frío y con una aguda puntada en la zona coxal. Me refresqué en el baño, me volví a acostar y no logré conciliar el sueño. Cercano al amanecer me levanté y abrí la ventana, instintivamente dirigí mi mirada hacia el inquietante rincón, la losa estaba partida y una masa espesa como un charco de alquitrán burbujeante manaba de la abertura. Tembloroso me vestí y salí al terreno, con cautela y no exento de temor, me acerqué al fatídico rincón, con una rama toqué la oscura mancha que en contacto, esta ardió, estremeciéndome me retiré... pero algo hipnótico e intangible me atrajo. Los trozos de la losa se apartaron, me paré a un par de pasos, nuevamente la tracción me llevó al borde mismo del hueco, una luminosidad reflectante me llevó a asomarme, y la superficie líquida me devolvió mi imagen, repentinamente salió un ¿brazo humano? Y me asió del cuello arrastrándome a las profundidades...

El tiempo transcurre inexorable, una década después, en el terreno se comenzó a erigir una construcción y en un rincón del terreno se halló un pozo que al desagotarlo hallaron dos esqueletos humanos unidos por las vértebras coxales.


Acerca del autor:
Ruben Pepe

lunes, 27 de agosto de 2012

Palos diferentes – Ada Inés Lerner


Alicia murió, me dijeron. Hace unos meses. ¿No te enteraste?. Repentino, fue repentino. No se pudo hacer nada. Las palabras de siempre. No lloré. No la quería. No me quiso nunca. Yo sé que no éramos del mismo palo. La vida, el destino ¡qué se yo! nos habían bardeado por distintos rumbos y cuando nos conocimos, simplemente, no congeniamos. No hay química, suelen decir.
Alicia murió, me dijeron. Dejó una hija pequeña. Pensé en que era una buena mujer. Aunque no éramos del mismo palo. Alicia sabía defender sus ideales, ¡y los tenía! Y por eso yo le temía. Era ese miedo ¿envidia? ese sentimiento sin nombre que el ateo siente frente a los que tienen fe. Algunas veces intenté acercarme pero no hubo caso, no me aceptaba. Mi vida pobre, de costumbres aburguesadas, la irritaba. Su militancia partidaria me fastidiaba.
Alicia murió, me dijeron. Los que tienen ideales, pensé, pagan un precio por la vida. Los que creen, como Alicia, pueden roer las paredes, rodear el mar. Ella lo sabía. Alicia sabía de la eternidad de los dogmas. Yo no. Yo creo en la fuerza de la historia y ¿en cambio?, veo la muerte en el futuro. No éramos del mismo palo. Alicia murió, me dijeron, y yo también.

Acerca de la autora: Ada Inés Lerner

Viaje hacia adentro - Fernando Andrés Puga


Hay un desierto por delante. Una línea apenas ondulada. A lo lejos, espejismos líquidos.
Voy.
Morral en bandolera, sandalias franciscanas, raído pantalón, hilachas, camisa a cuadros que alguna vez fue colorinche y un viejo sombrero que aún sirve para engañar al sol.
El paso es lento. ¿Lento? No, no creo que sea lento, más bien un deslizarse sereno sin pensar en el siguiente paso. Eso es: todo el placer en cada paso, único, sin antes ni después, clavado en el polvo y sin embargo en movimiento.
Veo algo al borde del camino. Parece un niño. Parece estar sentado. Dos caballetes sostienen una tabla y sobre ella, algunas frutas que al parecer el niño ofrece al caminante. Frutas del desierto. Bajo un cobertizo improvisado, el niño y este instante.
—Zumo fresquito...— dice en voz muy baja y acerca con sus brazos un cuenco que rebalsa. Me lanzo sobre el cuenco y un denso líquido chorrea entre mis dientes.
Se adormece la sed en mis labios, mientras el niño me señala un camino apenas vislumbrado que se pierde entre los matorrales.
Voy.
Y me sonrío.
Hay una mano atenta que despeja el sendero inundado de espinas.

Acerca del autor: Fernando Puga

sábado, 25 de agosto de 2012

Legítima defensa – Sergio Gaut vel Hartman


Contempló a la joven de grandes tetas que se escarbaba las uñas con un clip de alambre. No, definitivamente no podía ser el gorki, la temible criatura extraterrestre a la que había visto abandonar la nave incendiada, aunque estaba seguro de que, fiel a su costumbre, el invasor debía haberse apropiado de un cuerpo para parecer un humano común y corriente. Pero no de este cuerpo, por lo menos. ¿Tal vez el viejo con cara de culo que leía una revista de economía sentado junto a la puerta? Imposible. Los gorki saben que los ancianos se desgastan con rapidez y no tiene sentido tener que cambiar pocas horas después de haberse apropiado de un cuerpo. Pero debía estar cerca; el gorki no podía haberse alejado demasiado de la nave siniestrada, por lo que procedió a una segunda inspección de los pasajeros del bus, mucho más minuciosa que la primera. ¡Lo tenía! Era el médico vestido de azul que estaba hablando por teléfono. Unos treinta y cinco años, expresión extraviada… ¿Estoy seguro?, se dijo. Lo estoy. No es que le pesara demasiado liquidar a un humano más o menos, pero si fallaba, si se equivocaba, llamaría la atención del verdadero extraterrestre y no habría una segunda oportunidad. Por una vez, sin embargo, decidió seguir el protocolo, lo que implicaba una gran dosis de audacia y extrema precisión en los movimientos. Dio un paso hacia adelante, decidido, se plantó delante del médico cooptado por el extraterrestre y durante un segundo y medio se dejó ver con su verdadero aspecto.
El gorki, sorprendido, sólo logró articular dos palabras en su lengua antes de caer fulminado por el fusilazo psíquico disparado por el cazador.
—¡Un gogol!
Pero ya era demasiado tarde para organizar un defensa. El gogol se expresó mediante un gesto que en su mundo equivalía a una sonrisa, aunque eso no lo advirtió nadie, ya que había vuelto a tener el aspecto de una inocente niño de cuatro años que iba al jardín de infantes, aferradísimo a la mano de su mamá.


Acerca del autor:

Cronocentrismo - Ezequiel Gaut vel Hartman


—Vea por ejemplo este párrafo —le dijo el doctor H a su colega, el doctor S:

Los antiguos de aquella zona debían echar sobre sus cuerpos unos elementos a los que llamaban “prendas de vestir”: estos elementos consistían en entramados ––a veces denominados “tejidos”— que podían ser de diferentes tipos y materiales, fabricados de modo tal que “siguieran” el contorno del cuerpo.

La pantalla, cuando percibió que ya nadie la miraba, se oscureció.
—¿Qué quiere decir esto? —preguntó el doctor S con genuina sorpresa mientras jugueteaba con su vello púbico, enroscándolo y desenroscándolo con su dedo índice.
—Quiere decir, ni más ni menos ––explicó H–– que esta pobre gente sentía el frío o el calor todo el tiempo; estaba obligada a percibir la temperatura sobre su piel”. —La idea era tan extraña que tardó uno o dos segundos en calar por completo en la mente del doctor S. Luego, tras un momento de reflexión, completó el razonamiento—: Y por eso se echaban encima… ¿cómo dice que se llamaban?
—Prendas —respondió H con un inocultable tinte de tristeza en su voz, compadeciéndose por la suerte de aquellas sufridas criaturas.
Los hombres caminaban en silencio, pensativos, tratando de hacer un esfuerzo por imaginar cómo sería la vida en tiempos tan bestiales.
—Debió ser insoportable —afirmó S; su compañero asintió apenas con la cabeza.
Con la vestidez de los salvajes en mente, los ojos de ambos hombres se levantaron, casi sin que fueran conscientes de ello, hacia la cúpula termohomeostática que cubría sus cabezas y se extendía hasta el horizonte, manteniendo el aire y la temperatura a niveles constantes.
—Realmente me cuesta imaginar un tiempo así; estarían todo el tiempo pendientes de la cuestión del clima, ¡imagínese! ¿Cómo puede una sociedad desarrollarse en semejantes condiciones? ¿Cómo tenían tiempo de hacer nada estando sujetos a semejante constricción? ¿Qué clase de cultura era esa? —exclamó el doctor S entre sorprendido y agraviado; era una pregunta retórica, naturalmente, por lo cual H permaneció en silencio. Era obvio que aquellas pobres y desgraciadas poblaciones del pasado simplemente carecían del tiempo suficiente como para pensar en algo más que no fuese la mera subsistencia; así de atadas estaban, así de penosa debía ser su existencia. Los doctores H y S no pudieron evitar sentir pena ante la vida terrible a la que los antiguos habían estado sometidos, ese pasado carcelario.
Empezaron a apretar el paso; los cinco minutos del descanso tocaban a su fin. Ya estaba por comenzar el turno de la noche, el turno de trabajo durante el semisueño.
—Y eso no es todo —agregó el doctor H a su colega el doctor S, deteniéndose justo frente a la puerta de entrada. Miró nuevamente la pantalla de su lector y éste reaccionó haciendo aparecer otro párrafo:

Los antiguos no sólo estaban constreñidos por esa demanda brutal que les imponía el espacio circundante; también estaban acuciados, podríamos decir, “desde adentro”. Eran agredidos por sus propios cuerpos: debían ellos mismos, por sus propios y naturales medios, evacuar sus propias entrañas…

El doctor S tardó un segundo en procesar la información. Era demasiado. Cuando finalmente comprendió lo que significaban aquellas líneas su cara se transfiguró. Su entrecejo pasó de estar fruncido por la incomprensión a alzarse en horizontales arrugas que contenían una mezcla de sorpresa y horror. Los ojos se le abrieron de par en par, al máximo, y su boca se redondeó en un círculo que era un “no” y un “oh”
simultáneamente; sin embargo, no emitió sonido alguno. Se miraron azorados. El doctor S comprendió que a él le tocaba enunciarlo, pronunciar las inconcebibles palabras:
—Desconocían la teletransportación uroexcremental —enunció el doctor S en voz baja, casi en un susurro, como en un trance, sin poder realmente llegar a creérselo. Su compañero, de nuevo, apenas si asintió tenuemente, condolido, incluso indignado, por la triste condición a que estaban sometidos sus antepasados.
—¡Por dios! —exclamó S horrorizado, saliendo de su trance—. ¡Vivían como los animales! Qué época tan atroz; ¡imagínese usted el dolor!
Ninguno de los dos pudo evitar la imagen de orificios brutalmente ensanchados y contraídos al paso de residuos monstruosamente acumulados. El doctor S hizo un desesperado mohín de asco y trató de apartar esas imágenes terribles de su mente.
Ninguno de los dos podía entender cómo se podía haber vivido en medio de tales tormentos físicos ¿Cómo hacían para no enloquecer?
—Seguramente ––dijo H con afán teórico––, estas penurias contribuyen a explicar muchas de las aberraciones del pasado, tales como las guerras, el hambre y el sexo no virtual. Aquella vida era un padecimiento constante, una tortura en el más literal de los sentidos, ¿cómo no iban a producir monstruosidades, si estaban inmersos en un incesante dolor?
El doctor S trató de imaginarse por un momento viviendo esa vida tan atroz. Al cabo de un breve segundo concluyó: —Yo no lo resistiría, estaría muerto a los dos minutos —dijo mientras se metía en la boca la píldora del semisueño, la que hacía posible aprovechar las 24 horas del día en forma ininterrumpida.
Mientras permanecían en silencio, aún azorados, uno o dos empujones de cuerpos desnudos que embestían rudamente hacia la entrada les indicaron que parados ahí estaban obstruyendo el paso. Los minutos de descanso se habían terminado. El sonido de la alarma restalló estridente bajo la cúpula. La marea de cuerpos, impetuosa, se incrementó; los extrajo del pasado y los arrojó con fuerza al presente, sacándolos del sopor que los embargaba. Agradecidos, se dejaron arrastrar por ella, y así, flotando sobre sus olas, ingresaron al viejo y familiar recinto.

Acerca del autor:
Ezequiel Gaut vel Hartman

La endorfina – Héctor Ranea


—¿A quién dijo que quería ver? No lo sigo. A ver, ponga el traductor y repita —me dijo el gaurgal, o por lo menos eso que llamamos gaurgal.
—¿Me da audiencia con el Jefe? —repetí por enésima vez, admiro la paciencia de estos seres, pero les enterraría la linterna hasta la empuñadura si no fuera porque vengo en son de paz.
—¡Ahora sí! ¡Ahora entiendo! ¿Usted quiere con el jefe, cierto? —y puso cara de neurobiólogo a punto de ganar el Nobel.
—Por mí, que sea lo que quiera: jefe, cacique, lonko, capitán, presidente, gobernador, capo, mandamás, jerarca, patriarca, ser supremo, lo que quieras, che.
El gaurgal me miró como sólo suelen hacerlo ellos, como vaca que se siente entorpecida en su camino hacia el pasto más tierno las mañanas de verano en que quiere comer temprano para descansar durante la hora de calor y resulta que alguien trata de llevarla por otro camino. E hizo lo que hacen los gaurgal, abrió su boca y el aliento me tiró bastante fuera de su camino. Sin sutilezas.
—Voy a buscar al jefe.
Cuando llegó el jefe, no pude evitar sonreír. Tenía un birrete con visera corta que le quedaba ancho y se le caía por el costado, con cara de dormido y tartamudeaba del cansancio por venir siguiendo al gaurgal.
—¿Qué quiere? No me va a venir a proponer a esta hora un tratado de paz, ¿no?
—En realidad, no es un asunto formal. Venía con un cargamento para usted. Podemos hacer negocios.
—¿Negocios? —le brillaron los siete ojos y el ano seudopodial—. ¿Qué trae?
—Chocolate. Pruebe. —Y les di a cada uno una caja de buen chocolate venezolano.
—¡Carajo, que bueno que está esto!
—¡Y la de endorfinas que genera! —comenté exultante.
El gaurgal se encendió con tanta endorfina y quería violar al jefe así que empezaron a correrse por todo el brulerete, la nave que los traía. La verdad, no me esperaba esta reacción, así que, por las dudas, hice mutis, con lo distraídos que estaban todos con la persecución.
En nuestro planeta ahora soy un héroe, porque con los chocolates que les mandamos mantenemos a los invasores tan endorfinizados que pocas ganas les queda para la guerra y las nuevas generaciones ya son como nosotros, adictos al chocolate venezolano.

Sobre el autor: Héctor Ranea

Versión libre del “Cantar…” - Claudio G. del Castillo


–¿Cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? –preguntó papá Dragón a mamá Dragón. Preguntas estas que, dicho sea de paso, consideraba retóricas pues bien sabía él las respuestas.
Debió de ocurrir meses atrás, en el tour por aquella pradera africana de trascendencia ecológica que no recordaba. Habían tenido por guía a un pajarraco estrambótico (muy dicharachero y simpático, eso sí), de patas y cuello largos como juncos; y tan feo como la mínima copia que ahora asomaba la cabeza por la abertura del cascarón.
Mamá Dragón se limitó a esconder el hocico bajo un ala, visiblemente abochornada. Papá Dragón frunció el entrecejo y quiso preguntar aún: “¿A qué dedica el tiempo libre?”, pero cuando miró al ser que piaba lastimero en el nido, intuyó que la respuesta le iba a doler.
–Vete y no regreses jamás –dijo por fin.
Solo cuando mamá Dragón abandonó la cueva, papá Dragón inspeccionó en detalle a su querubín.
–Hijo mío… porque te llamaré mi hijo; que ya veré yo cómo le explico esto a los Nibelungos… en verdad eres horrible, careces de escamas, presumo que no podrás ni volar y es obvio –aquí le abrió el pico al polluelo con la punta de una garra– que no heredaste el Fuego Interior de tu madre –y aquí el doble sentido involuntario casi lo hizo engullir a la cría de puro furor–; pero sangre de Dragón tienes, y como Dragón mereces un nombre y el honor de custodiar el valioso tesoro que con tanto esmero he reunido. Por mi parte, Fafnir… porque Fafnir será tu nombre… me marcho a la Cochinchina a visitar a mi primo, que esta vergüenza no la sufro yo en casa. No me esperes antes de Nochevieja. Y reza para que Sigfrido no se entere de cómo van las cosas por acá, o lo lamentarás. Si conoceré yo a ese charlatán… ¿Te imaginas que sedujo a la frágil Brunilda a sopapo limpio, para luego jactarse por ahí de haber vencido a una princesa guerrera? Ponle el cuño a que no perderá la ocasión de engordar su popularidad matando un Dragón a patadas. ¿Moraleja?: no te angusties con lo del tesoro y, si aparece Sigfrido, corre como el demonio, que eso sí que podrás hacerlo –dicho esto, besó a su pequeñuelo y se largó.

Acerca del autor:
Claudio G. del Castillo

jueves, 23 de agosto de 2012

Tinta verde – Sergio Gaut vel Hartman


El terapeuta bioconductista Tirso Blavatsky, cincuenta y nueve años de edad, y treinta y dos en el ejercicio de la profesión, encontró esta nota en medio de la sala de espera de su consultorio. Estaba escrita con tinta verde y pésima caligrafía. Reclamaba lo siguiente.
“Nosotras, las plantas de su consultorio, exigimos ser retiradas de este nido de padecimientos y desdichas. Usted sabe que en el último año trece compañeras, entre fitonias, bromelias, potus y helechos, han muerto por culpa de las emanaciones negativas de sus pacientes. Queremos poner fin a las infecciosas fulerías de esos depresivos, psicópatas y obsesivos. Sin embargo, como no se nos escapa que atender a estos enajenados es su medio de vida y única fuente de ingresos, no le pedimos que deje la psicología y se vaya a vivir a Samoa; nos limitamos a hacerle una sencilla sugerencia: regálenos a la señorita Rosa Miraflores o al señor Narciso Robles, neuróticos agradables y simpáticos que nos sabrán cuidar y nos amarán tiernamente”.
Seguía una firma ilegible.

Acerca del autor: Sergio Gaut vel Hartman

En un bar – Héctor Ranea


Me vio y vino a sentarse a mi mesa. En mi fuero interno insulté a todos los santos y no santos que pueblan los cementerios. Hubiera querido estar solo, después de lo que me había pasado con ella. Pero hice como si nada, después de todo, había que seguir comiendo y la popularidad hay que alimentarla.
—Lo vi y pensé: ¿será él? —sonreía, mientras yo asentía con la cabeza.
—¡Cómo le va! ¡Qué bueno que me reconociera!
—¡Está igualito! —dijo al terminar de sentarse.
—Je. Sí, claro. Todos estamos igual de hechos pelota por el tiempo.
—No; a usted los años no le pasan.
—Por lo visto, a usted tampoco. ¿Le pido un Old Fashioned?
—Si usted me acompaña...
—¡Mozo, dos OF's! —pedí—. ¡Qué grande verlo por acá!
—Y sí. Cada vez que me llaman, acá estoy. Esta vez parece ser un cuento; complicado, pero cuento al fin, vio cómo es. Nada que ver con una novela. Aunque no soy especialista, me doy cuenta, después de tantos años de yugarla.
—Me imagino. Además, con esto de la escritura automática, como que nos han jodido. Me parece, ¿no?
—¡Ni me hable! Cuando escriben así ni piensan en nosotros. Sólo aparecen los principales. Nunca nadie tomando un café, o mirando una vidriera... ¡Qué le va a hacer, amigo! ¡Novelistas eran los de antes! ¿Dónde nos conocimos?
—Creo que en Crimen y castigo.
—¿Tanto hace? ¿Napoleónico? No, déjeme pensar: ¡bailarín! Usted bailaba con la Princesa de... bue, perdóneme pero no recuerdo... tantos años. Yo tocaba el violín en la orquesta.
—¡Ni yo me acuerdo de la Princesa! ¡Había tantas Princesas rusas! —reímos los dos de buena gana, estrenando los OF's—. Seguro que tocaban un vals.
—En realidad, de la música no me acuerdo. La frase era más o menos así: los músicos sonaban mientras... Perdóneme, pero estábamos lejos de la acción.
—Claro. Eran nuestras primeras armas...
—Y casi más nos matan. ¡Qué novelón! Nunca pude terminar, porque después fui pelotón de fusilamiento en una novela mexicana.
—¿Se acuerda cuál? ¿No será...?
—¡Esa misma! ¿Así que también anduvo por Tijuana?
—Guadalajara.
—¿Guadalquivir?
—Eso es en España, ¡hombre!
—Es que me confundo porque los dos países tienen toros de lidia. Y yo no nací ni cerca. Calcule... el Báltico —pensó—. Creo.
—No. Yo creo haber estado en el guión de King Kong. Un despelote. Tal vez me vio.
—¿La versión final? No sé. Pero ¡basta de pasado! ¿Qué lo trajo hasta acá?
—Problemas de polleras... —confesé—. Me llevo mal con una mujer en un bar y me echó, caminaba para acá cuando el protagonista me golpeó sin querer y me olvidó.
—¿La mujer?
—No; el guionista. Me dejó olvidado en la vereda. No puedo saber qué pasa con esa mujer. Estaba buena.
—Ya se le va a pasar, amigo. Es el problema con los personajes secundarios. Nos traen, nos sacan, nos ponen... ¡Menos mal que tenemos gin!
—¡Y de sobra! ¡Vamos por el segundo!

Sobre el autor:
Héctor Ranea

Caza mayor – Xavier Blanco


Mi amigo Juan es mago. Le gusta cazar los conejos que utiliza en sus trucos. Hoy le he acompañado vestido de trampero. Vaya afición más aburrida; toda la mañana agazapado detrás de estos matorrales. Algo llama mi atención; me froto los párpados, pero no puedo creer lo que veo: se acerca un conejo gigante sacudiendo sus orejas. El viento ruge y revuelan chisteras negras. Giro mi cabeza, observo la arboleda convertida en improvisado patíbulo y el balancear de los cuerpos del resto de cazadores. El monstruo blanco se aproxima desafiante y señala, con su dedo índice, un cartel cubierto por enredaderas: “Prohibido cazar conejos”, puede leerse entre las tablas carcomidas. Me mira, guiña un ojo y se esfuma. Las sogas brillan y, en ese oscilar, reconozco el rictus risueño de Juan. Parece que sonríe. Corro. Tengo que decírselo, de mañana no pasa: no me gusta la caza, ni tampoco la magia.

© Xavier Blanco 2012
Tomado del blog Caleidoscopio

martes, 21 de agosto de 2012

Las letras que se esconden bajo el velo de la percepción – Héctor Ranea


—Fesor. Usted es fanático de fábulas y ficciones farfulladas por fanáticos y feos funámbulos de la fiesta finisecular.
—¿No le parece que exagera, Feta?
—¡Para nada! Soy apenas un científico que trata de acomodar los datos para hacerlos interpretables, para hacerme una miniatura en mi cabeza de todo el vasto universo.
—¡Usted sí que cayó en las barbas del Candado ese!
—¿Se refiere a Locke? Usted está majareta. Kant es mi amigo. Kant es mi alma. Su velo de la percepción me ha salvado de muchas interpretaciones erróneas de ese mundillo del Candado.
—Su velo le habrá salvado a usted de diversas enfermedades, lo creo. Va usted con cada una...
—¡No se meta con mi vida privada, Fesor, no le permito!
—Se salvó del carbunclo, de la mitología, ¡de cada enfermedad!
—Por suerte soy poliateo. ¡Eso me salva, Fesor!
—Usted y sus posturas teológicas, ¡no me haga reír!
—Kant me salva, Locke me atosiga. ¡Viva Russell!
—O sea, a usted cualquier bondi lo deja bien. Seguro que admira a Nietzsche.
—Seguro que tuvo que pensar dos veces antes de escribir su nombre.
—Es que no se lo escribe en vano, Feta.
—¿Y qué se le ha dado por el velo?
—Me está gustando esto de ser musulmán.
—¡Pero no! ¡Sólo las musulmanas usan velo!
—¿No sabía, Fesor? ¡Me cambio el sexo la semana que viene! Me va a tener que llamar Feto.
—¡Usted sí que es majareta, Feta! De varón Feta, de mujer, Feto.
—¿Quién dijo que seré mujer?
—¿Qué, en sexo hay tercero?
—Tengo entendido que sí.
—Averigüe bien. No se deje caer en la tentación. Mire que se lo cortan y...
—¿Cortar? ¿Cortar qué?
—No se horrorice, usted pagó, nosotros cortamos.
—¿Nosotros?
—¿Y quién, si no? Sólo estamos usted, yo y Godot.
—Mejor vuelvo el tiempo atrás.
—Pague y lo llevo.
—¿Tiene la máquina del tiempo?
—En el modelo de Locke, amigo, el tiempo es reversible. Acuérdese que no tenía en claro la Segunda Ley de la Termodinámica.
—Sí; y Schrödinger no tenía gato, Fesor.
—¡Tenía que ponerlo a Schrödinger!
—En realidad, puse a su gato. Y sí. Me gusta el hombre ese. ¡Flor de apellido, otra que Nietzsche!
—Tiene razón. ¿A dónde lo llevo?
—Acá. Pero una hora atrás, cuando decidí lo del cambio de sexo.
—Muy bien. ¿A qué letra mandamos esto, Feta?
—Creo que a la efe, Fesor.
—Está bien, fair enough.

Acerca del autor: Héctor Ranea

Resucitados e inmortales – Sergio Gaut vel Hartman


—Conjugar la primera persona del pretérito indefinido del indicativo del verbo morir no es para cualquiera —dijo Lázaro de Betania.
—Eso no es lo más importante —repuso Ahasverus, el judío que le negó un sorbo de agua al sediento Jesús durante el camino hacia el Calvario y fue condenado a errar por la Tierra hasta la Parusía.
—¿No? ¿Y qué es lo importante?
Ahasverus se rascó la cabeza; buscaba las palabras adecuadas. —Lo relevante es saber si te resucitó para hacerte inmortal, como a mí, o simplemente se limitó a producir un acto espectacular, sin preocuparse por tu suerte.
—¿Llamas inmortalidad a tu escarmiento? —rió Lázaro—. Un minuto de mi nueva vida vale por toda la eternidad, ¿comprendes? En cambio, tu penoso reptar por la superficie polvorienta del mundo, aunque dure siglos, no vale nada y a nadie interesa.
—Será cómo se mire —dijo Ahasverus sacando una sica y hundiéndola en el pecho del resucitado—. Por lo pronto, mi castigo no puede ser aumentado. —Vio caer el cuerpo, limpió la sangre en su túnica y siguió reflexionando—. Y que conste que sólo he cometido este acto absurdo para probar mi teoría, no porque me  mueva el menor odio hacia ti o porque haya buscado alguna forma de perverso placer.


Acerca del autor:

2012: El fin del gen egoísta - Héctor Luis Rivero López


El sábado 21 de diciembre de 2012 amaneció como cualquier otro. La humanidad continuaba su curso normal con su cúmulo de acciones; la simultaneidad de los eventos y la cotidianidad de la gente, sumergidas en sus pequeñas cosas y asuntos, proseguían como siempre. No hubo erupciones solares, ni disminuyó el oxígeno; no hubo inversión del campo magnético terrestre ni epidemia global; no impacto de asteroides ni de rayos gamas; nada de invasión de extraterrestres ni planetas gigantes en el cielo; nada de explosiones nucleares ni cataclismo alguno; nada de esterilización masiva, y mucho menos, cristos bajando en nubes.

El sol iluminaba como nunca antes sobre un fondo azul el lado oriental del planeta. En el lado oeste era de noche. De repente un destello suave de luz violeta iluminó el ambiente, como si hubiesen tirado una foto, cuestión de un segundo. Pasado el fenómeno, la gente comenzó a sentir dentro de su ser una plenitud nunca antes sentida. Tanto los del lado oeste como los del este salieron de los edificios y de sus casas, alborotados, como impulsados por una ajena energía, y fue entonces cuando se dieron cuenta de que hasta el más misántropo rompía la verja de su casa, y de que todos los residentes de la calle se abrazaban contentos. El efecto fue mundial y rápido. Los medios comunicativos, sin competir, informaban el extraño fenómeno. Todos los seres humanos se daban a los demás. Los multimillonarios, así como los líderes de los países, procedieron a compartir sus riquezas. Equidad, justicia y paz. El sueño de Jesús, Gandhi , King y Lennon se cumplió.
En los días siguientes los 6,531,390,346 habitantes de este precioso planeta llamado Tierra continuaban vulnerables, se enfermaban y el globo giraba con sus abruptos y calamidades naturales; pero había una nueva fuerza de luz en sus corazones que los guiaba, ya las cosas inútiles y las posesiones no les interesaban. Los días feriados se eliminaron y la imaginación, el deseo, y la esperanza empezaron a ser suficientes para celebrar la vida. Seguían egoístas, pero en el sentido bueno y natural. Gracias a los avances de la nueva tecnología, el mestizaje de razas se fue acelerando y se creó una organización mundial e interrelación libre de prejuicios. El dinero comenzó a usarse como un modo de intercambio para compartir y ayudar, no para obtener ganancias. Muchas de las terribles enfermedades como el cáncer se convirtieron en historia. Poco a poco fueron equilibrándose lo femenino y lo masculino y todas las fuentes de conocimiento. Se dieron a conocer todos los secretos guardados por las agencias de los gobiernos, de tal manera que nadie se privara de lo mejor del planeta. Nuevas plantas medicinales, como la stevia y otras, empezaron a usarse para mejorar la salud de todos. Ya nadie se asustaba con la mentira capitalista de una futura superpoblación o de que el agua se agotaría. No más guerras, hambre y drogas. La prisa y la locura generada por la globalización se detuvo; cantidad se sustituyó por calidad y se retomaron los valores de la familia, de los amigos y de la vida comunitaria. Se acabaron las idolatrías teóricas. Ya no era cuestión de supervivencia sino de reconocer la conciencia del otro. Comenzaron a ser libres pensadores; a no depender de religiones o filosofías que les digan que está bien o mal. Aunque algo exterior a ellos los modificó, fue ahí cuando comenzaron a ser en vez de estar. Comenzaba la era del gen altruista.
“Algo” o alguien, desde muy lejos o muy cerca, los observaba y sonreía desde muy adentro de sus corazones.


Acerca del autor:

Marlene - Raquel Barbieri


Tras estas puertas vive Marlene, lamentablemente pronunciado su nombre así como se lee en castellano, sin quitarle la e final, lo que hace que todo quede cursi, como cuando a la calle Molière se la pronuncia como se escribe y pierde la dulzura natural. Y Marlene, pronúnciese como se pronuncie, espía por detrás de las cortinas de voile de la puerta de doble hoja, a ver quién pasa, no sea cuestión que algún día le diera por volver a Santiago y ella no esté preparada.
Desde que él dijo que se tomaría un tiempo para pensar, ella lo tomó al pie de la letra y se dedicó a esperar que ese lapso de tiempo pasara, sin saber exactamente en dónde poner el límite.
Si Santiago no pensara en regresar, le habría avisado de algún modo, así que mientras no avise, él puede llegar de un momento a otro y para eso, Marlene sale lo mínimo indispensable, no vaya a ocurrir que a Santiago le dé por aparecer y ella no estar.
Todas las mañanas, sin excepción, Marlene se levanta a las siete y después de regar las plantas, lavar los pisos, bañarse y abrir las ventanas, coloca el taburete del piano detrás de la cortina de voile de la puerta y mira hacia la vereda, se concentra en la imagen de Santiago llegando, Santiago decidido a retornar al amor verdadero; a veces se concentra tanto, que hasta le parece verlo.
Llega el mediodía, Marlene prepara su almuerzo, no ocupa el teléfono por si Santiago llamara y come mirando una novela centroamericana absolutamente inverosímil y artificial que a ella la hipnotiza y le alimenta su obsesión.
Si hay que salir a hacer una compra, se sale; si hay que visitar a alguien, Marlene sufre pensando en que en el mismísimo momento en que ella esté en casa del tal alguien, Santiago tocará el timbre y al ver que no hay nadie, se irá, esta vez para siempre.
Por la noche, antes de dormir, Marlene tacha con marcador rojo el día que ya ha terminado en el calendario, como una presidiaria, y vive esperando el mañana deseando que el hoy se vaya lo más rápidamente posible.
Toma la pila de calendarios que tiene sobre la cómoda y los mira.
Hace once años que Santiago dijo que se tomaría un tiempo...


Tomado de Despertar de la Crisálida

Acerca de la autora:
Raquel Barbieri

La leyenda del hombre amantísimo - Daniel Frini


Cuentan los viejos de mi pueblo que en la sierra había un hombre que amaba a su familia como nadie, nunca, entendió el amor.
Cierto día, cuando sus hijos eran aún niños tuvo una visión: el llanto desconsolado de ellos velando su cadáver, y a su mujer dejándose morir de tristeza. Con el corazón estrujado por el dolor, supo qué debía hacer. En los años que siguieron se dedicó a la bebida, al juego y a las mujeres de la vida; gastó su dinero en lujos mientras los suyos pasaban hambre; faltó a cumpleaños y aniversarios, olvidó navidades y pasó cada noche vieja con una amante distinta y en su propia casa; mezquinó luces y comodidades y evitó, aduciendo avaricias de todo tipo, que hubiera calor en los inviernos. Soportó gritos y golpes retrucando con sonrisas sarcásticas; cultivó amistades entre sujetos olvidables y se arriesgó en dominios del hampa dilapidando pequeñas fortunas y obligando, más de una vez, a su mujer e hijos a dormir en sucios hoteles y aguantaderos por haber perdido casa y bienes.
Viejo de años y sabedor de que el fin estaba cerca buscó la wiskería más sucia y a la mujer más enferma y pasó días enteros con ella. Murió sobre la puta, que se pagó sus servicios con los últimos billetes que tenía el muerto.
No dejó nada en herencia para los suyos que lo enterraron en cajón barato y sin bendición del cura y sin velarlo.
Tanto amó el hombre a los suyos que, por amor, se hizo odiar. Así fue como triunfó y les evitó la pena de su partida. Pronto fue olvidado. Nadie recuerda su nombre y, menos aún, dónde fue enterrado.


Acerca del autor:

domingo, 19 de agosto de 2012

El hombre y el fantasma - Daniel Frini


Érase que se eran un fantasma y un hombre. El fantasma vivía en un viejo edificio en ruinas, que en mejores épocas había trajinado aspiraciones de hotel cuatro estrellas. El hombre vivía en la calle. Una noche en que hacía mucho frio y nieve, el hombre entró al edificio para guarnecerse. Andando por los pasillos oscuros y en ruinas, hombre y fantasma se encontraron de frente al doblar cierta esquina. Ambos se asustaron. El hombre quiso huir, aterrado; confundió la nada con una puerta y cayó por el hueco de un montacargas que dormía su óxido seis pisos más abajo; murió y se transformó en fantasma. El fantasma, en tanto, también huyó. Intentó apoyarse en un tabique para doblar un recodo del pasillo, pero, invadido por el pánico, olvidó su condición y atravesó la pared. Afuera era noche y nieve y seis pisos de altura. El fantasma cayó, murió y se convirtió en hombre, que luego quiso guarnecerse del frio en el viejo edificio que hace años pretendió ser hotel. Ambos protagonistas han repetido esta historia tantas veces que ya han perdido la cuenta.

Acerca del autor:

Era la hora de Borges, menos cuarto - Daniel Frini


Era el verano de mil novecientos ochenta y era cerca de medianoche. Por entonces, aún no había cumplido veinte años. Mis amigos y yo entramos a Erótica; la que está sobre la avenida Prado Junior, a pasos de Copacabana, que a esa hora estaba casi vacía. Sólo dos viejos, cerca del fondo, abstraídos en una conversación de la que parecía depender el futuro del mundo; el barman, el discjockey y ella, bailando desnuda en una tarima, envuelta en luces y humo; entreviéndose apenas.
Nos sentamos en una mesa próxima al borde de la pista y me quedé mirándola. En minutos, el local se llenó de gente, mientras ella continuaba con su rutina. Contorsión y baile. Éxtasis.
Una media hora después llegó su reemplazo y ella bajó. Para ir a los camarines, debía pasar al lado de nuestra mesa; así como estaba, toda desnuda. Le dije alguna grosería y ni siquiera me miró. Pero al ratito volvió. Ahora llevaba puesto un vestidito blanco, sin nada debajo. Se sentó frente a mí y me miró con esos enormes ojazos verdes, enmarcados en una cara blanquísima y en un pelo largo, color azabache. Le dije, en portuñol, que viniese a mi lado. Me sonrió pícaramente y me obedeció. Cuando se estaba sentando, como al descuido, me besó, suave, sensual, etérea. Casi mágica e inexistente. No supe qué decir; entonces habló ella.
— Eu quero fazer o amor com você.
Entonces sí hablé. Pero no recuerdo lo que dije. Sé que nombré a un amigo, su departamento y un barcito en la esquina, sobre la Avenida Atlántica, donde encontrarnos, porque era mejor salir separados de la boite, para no tener que pagar el derecho a llevármela. Se levantó y me indicó que nos viésemos allí en diez minutos que fueron eternos. Temí que no acudiera a la cita, pero ahí estaba, esperándome. Caminamos abrazados las cuatro cuadras que nos separaban del departamento.
Ella aún sólo con su vestidito blanco y yo, bueno, digamos que contento.
La calle estaba llena gente. Todos nos miraban: las mujeres, admirándola; y los hombres sonriéndome, como diciendo “No puedo creer que tengas tanta suerte”.
Una vez en el ascensor, me besó de nuevo, pero esta vez larga y profundamente. Entramos al departamento, le pregunté si quería tomar algo y me dijo que sí. De pasada rumbo al pequeño bar, puse Lança Perfume, de Rita Lee; que estaba de moda por esos días, en el flamante equipo Pioneer de mi amigo. Y mientras le preparaba una caipirinha; ella, como distraída, se puso a recorrer con sus dedos los libros de la biblioteca.
Es ese momento no la estaba mirando, sin embargo, pude sentir en el aire que algo había cambiado. Cuando giré la vista, me resultó muy claro. Ella había cambiado completamente su objetivo: tenía en sus manos un ejemplar de Historia universal de la infamia.
Terminé durmiendo, solo, en el sofá.
Cuando desperté, el sol estaba alto y ella seguía en el balcón, leyendo, de cara al mar.
En ese preciso momento, juré ser escritor. Para mí fue una revelación: todo acto de un escritor, tiene la finalidad de contribuir a su conquista de mujeres. Y vaya si lo logró el maldito viejo. Cómo podía ser eso de que, ciego y todo, tuviese el poder de soplarme la dama, aunque fuese una puta. La puta más linda que he visto en mi vida.

Acerca del autor:

La balada de Duir y su amor galante - Daniel Frini


Mi amado me habla siempre con palabras suaves. Acostumbra describirme, dulcemente, alabando mi tersura al contacto de sus manos, mi perfil marcado, mi aroma “a majestuosidad de la madera del roble” como suele decir, y razón por la cual me llama Duir; que es la palabra con que los viejos druidas nombraban al Árbol. El dice que tengo su energía, su nobleza y su fuerza, y también dice que soy resistente, flexible y ágil como el acero de Mondragón, el mismo con el que hacen las espadas toledanas los tenaceros de las ferrerías de Soraluze y Tolosa.
Con voz cansina, me cuenta de su pasado en las filas del ejército del Rey Carlos, cuando participó en el incendio a Medina del Campo, bajo las órdenes de Adriano de Utrecht; y las victorias sobre los comuneros en Tordesillas y Villalar; y de su intervención en las ejecuciones de Padilla, Maldonado y Bravo; de sus cabezas expuestas durante nueve días en el garavato de la Plaza Mayor; y cómo después el mismísimo Rey lo elevó al cargo que mi dulce caballero ocupa hoy.
Me habla con los ojos empañados en lágrimas de emoción. Dice que así se siente al verme y acariciarme; y yo me veo transportada a la gloria de la felicidad. Dice, también, que cuando me abraza es el hombre más poderoso del mundo; más aún que Carlos, aunque éste reine sobre Castilla y Sicilia y Nápoles y las Indias y todo el Sacro Imperio. Entonces, me siento una princesa y brillo aún más para él.
Él me sujeta con sus brazos fuertes y seguros. Recorre mi figura con sus manos ásperas y siento, sin embargo, sus suaves caricias. Me toma firmemente y eleva mi cuerpo en el aire. Allí quedo estática, por un instante que es toda una eternidad. La visión es hermosa: yo, en lo alto, sostenida por el hombre que es mi razón de existir; él, gigante, con su cuerpo atlético tensado hasta el punto en que parece estallar, su melena azabache apenas movida por la brisa veraniega; su torso desnudo, sudoroso; parado sobre los dos pilares que son sus piernas, separadas apenas para lograr un correcto equilibrio; en una danza que hemos repetido cientos de veces. A los pies de mi amado, arrodillado y con su cabeza en el cadalso, está el Maestre Condestable Don Martín de Cardés, reo acusado de pecado nefando por el Santo Oficio de la Inquisición, y relajado a la Justicia del Rey que lo condena a morir decapitado bajo el hacha, en esta muy noble y leal Villa de Calahorra. Alrededor nuestro, en los tablados y las ventanas, los muchos asistentes venidos de todos los lugares de esta comarca, se desgañitan gritando groserías.
La eternidad se acaba y mi querido me impulsa para caer con fuerza. Su destreza en estas artes y mi filo separan, limpiamente, la cabeza del cuerpo. Me apoya suavemente a su lado y toma por el cabello a la cabeza del ajusticiado que aún abre y cierra sus ojos de pupilas dilatadas. La muestra al populacho, que estalla en una explosión de regocijo.
Después, cuando el cadalso queda solo y los monjes mendicantes se han llevado el cuerpo del ejecutado, me toma nuevamente con cariño y con un trapo mojado en aceites livianos; lentamente, mientras me habla otra vez con palabras tiernas, va limpiando de sangre el acero de mi hoja, venido del hierro de las laderas del Udalaitz, y fraguado a la calda en Bergara, según la antigua usanza de los maestros espaderos vascos. Cambia de trapo y seca mi mango de madera de roble quejigo nacido en la llanada de Álava, y en el que él, mi enamorado, grabó mi nombre con su daga. Luego baja la escalera del patíbulo cargándome en equilibrio sobre su hombro derecho, mi cabeza a su espalda; y toma con su mano izquierda la pequeña bolsa de cuero que contiene los dos florines con que los familiares del muerto le pagaron para asegurar que él, mi luz, me hubiese afilado adecuadamente, y que no fuesen necesarios mas que un par de golpes para acabar con la vida del infortunado.

Acerca del autor:

Inmortales - Daniel Frini


―¡¿¿Ah??! ―dijo Matusalem, llevándose la mano al oído, como pantalla
―¿Cómo dijo, m’hijita? ―cuestionó Gilgamesh mientras intentaba, con la mano temblorosa por el Parkinson, llevarse un pañuelo a la boca para limpiar un exceso de baba en la comisura de sus labios.
―¿Alguien habló? ―preguntó Peng Zi forzando la vista.
―¡Sepa, señorita, que en nuestra época se respetaba a los mayores! ―se enojó Matusalem.
―¡Habrase visto! ¡En mis tiempos nadie me hablaba así! ¡Respeto! ¡Eso es lo que se perdió: el respeto! ―se indignó Gilgamesh.
―¿Dónde está el papagayo? ―preguntó Peng Zi.
―¡Juventud perdida! ¡Nadie sabe guardar su lugar! ¡Mire, jovencita, yo modelé imperios mucho antes que su madre le limpiara a usted la cola! ―continuó Gilgamesh.
―¡He criado cientos de mocosas como usted, así que no le voy a permitir que me trate de esa manera! ―exclamó Matusalem
―¿Ven? Nadie me alcanza el papagayo y otra vez me hice encima ―acotó Peng Zi.
―Lo que ustedes digan, abuelos ―interrumpió la enfermera ―, pero en este geriátrico mando yo. Se me van los tres para adentro, porque está cayendo la tarde y se pone fresco ¡don Gilgamesh: no se olvide que tiene que tomar la pastilla roja! ¡Don Matusalém por acá, abuelo, por acá! ¡Señor Peng, no orine las plantas! ¡Y venga que le cambio el pañal!

Acerca del autor:

Obsesión vienesa - Luciano Doti


He pasado las últimas semanas con una idea dando vueltas en mi cabeza. La idea ha devenido en obsesión. Intentando dilucidar me adentré en las elucubraciones de Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis. En mi mente se han mezclado mi idea primigenia junto con sus casos de estudio; pese a que cien años separan a uno de los otros, todos se han ido acoplando.
Mi problema tiene origen en Buenos Aires, pero de tanto pensar en el psicoanálisis, me he transportado a Viena; acaso tengan puntos en común mi ciudad natal con la capital austríaca. Hay quienes dicen que Buenos Aires, la reina del Plata, es la antigua capital de un imperio que jamás existió, y Viena lo fue del imperio Austro-Húngaro, he allí algo en común.
La ciudad de Viena me ha seducido siempre; sus historias de emperadores, príncipes y doncellas, tanto las reales como las ficticias; los Habsburgo y su conexión con España e Hispanoamérica; la música clásica; Strauss, Mozart… la sola mención de su nombre hace que me adentre en una dimensión de armonía y pensamientos tan elevados, que me resulta imposible plasmar en el papel. También, al evocar Viena, vienen a mí relatos de vampiros, muchos de ellos ambientados en esa geografía.
Recuerdo la dulce melodía del vals “Bello Danubio azul”, como sonaba en cierta iglesia de Buenos Aires, durante un enlace marital, pequeño festín burgués. El viento arremolinando el vestido largo de una de las damas de honor, y sus piernas…
¿Cómo hallar el origen de una obsesión? ¿En qué momento nos obsesionamos con algo? Sólo queda retroceder más y más; bucear en lo profundo de nuestros recuerdos, hasta encontrar algo, ese algo que hoy nos obsesiona y ayer apareció por primera vez.
Fue en aquella boda, en aquella iglesia, que yo me obsesioné con ella, con la dama de honor. En el caso de que no hubiera algo previo, porque hay quienes afirman, desde teoría kármicas, que fascinaciones que experimentamos ante determiandas personas que se cruzan en nuestro camino, son una consecuencia de vidas anteriores. ¿Estaremos viviendo nosotros hechos gestados en vidas anteriores? Así como los vampiros arrastran siglos de historias personales, ¿estaremos nosotros también llevando encima el mismo bagaje, sólo que no lo recordamos explicitamente?
Así que, recordar el vals vienés me llevó a Freud, en particular al caso de una paciente que no asume una tendencia inconveniente para la época. Resultaba posible que la dama de honor tuviera, aunque sea de manera leve, la misma tendencia; esto lo sabía por comentarios, aunque en el caso de ella esta tendencia no excluía la otra; por suerte para mí, se trataba sólo de un juego y no más. También en las historias de vampiros, las féminas colmilludas suelen practicar esos juegos entre ellas.
Aquella boda sucedió hace ya unos años, pero en las últimas semanas volvió a mí el recuerdo de la dama de honor; un encuentro fortuito con ella lo reinstaló en el presente. Desde entonces, tengo la idea de lograr un acercamiento.
Pese a lo intrincado de las teorías freudianas y kármicas, yo soy sólo un hombre obsesionado con una mujer. No pretendo un final en el cual suene “Bello Danubio azul” en una iglesia, ni un imposible beso sangriento que nos una eternamente cual vampiros; me conformaría con mucho menos.

Sobre el autor: Luciano Doti

sábado, 18 de agosto de 2012

El sembrador de cizaña - Serafín Gimeno


Como quintacolumnista a sueldo de una potencia enemiga, mi cometido era arruinar el país como paso previo a su ocupación. Concretamente, me fue asignado el sabotaje de la producción agrícola. Fingiéndome comerciante, llegaba a un pueblo en época de siembra sentado sobre mi carreta cargada de grano. Aprovechaba el ajetreo y la confusión de la siembra, donde cientos de manos se perdían en labores campesinas de todo tipo, para confundir mis sacos de grano entre los sacos de la siembra. Los lugareños seguían con la tarea establecida, mezclaban el contenido de los sacos ignorantes de que entre las semillas de trigo que arrojarían a los surcos, abundaría el grano de cizaña confundido entre cascarilla y polvo. Tal era la simiente de la planta que transportaba.
Hermanada con el trigo, la cizaña crecía indistinguible de la real planta. Tan sólo era detectada su presencia cuando brotaban sus pequeñas semillas de unos tallos que sobresalían por encima de los trigales, para competir con ellos por el agua, el sol y el suelo sin producir beneficio alguno. Confiábamos en que la estrategia serviría para derrotar por hambre a nuestros enemigos.
Finalizado el tiempo de la cosecha, regresé a uno de aquellos pueblos para contemplar mi obra; lo encontré igual de próspero. Contrariado, pregunté a un aldeano:
—¿Sacaron buen pan de sus trigales?
—¡Excelente!, ¿quiere probarlo? —me ofreció un pedazo de pan de aspecto sabroso sacado de la bolsa que cargaba contra su espalda—. Pan de cizaña, ¡el mejor!


Acerca del autor:

Visita – Héctor Ranea


—¿Y usted, de dónde salió, diga? —Fueron las palabras de Orlavio quien, al levantar la vista del diario que leía mientras tomaba el desayuno, se encontró con una bella mujer enfrente—. ¿Dejé la puerta abierta y pasó a cobrarme la cuota de bomberos?
—No, morocho; soy Corna, la Musa de la infidelidad.
—¿Musa Corna? ¿Me toma el pelo? Mire, si es la del séptimo C que se mudó anoche y necesita almidón de maíz, le doy y chau Pinela, no me venga con cosas raras.
—No me entiende. Soy la Musa que inspira la infidelidad. Los cuernos.
—¿Y a quién le voy a meter los cuernos si soy soltero, solo? —le preguntó con inefable lógica Orlavio a la loca del otro lado de la mesa.
—No sé. Por de pronto, puede llevarme a la cama. Después pensamos a quién engañamos.
—Mire. La habitación es la segunda puerta después del baño. No entre a la primera porque la cama no tiene sábanas. Desde que se fue Raimunda, no hago la cama.
—¿Ve? Raimunda. ¡Séale infiel a Raimunda, hombre!
—Raimunda era mi perra, loca.
—¿Su perra era loca?
—¿No escucha los signos ortográficos, usted?
—Veo que se está insinuando gráficamente... —dijo la Musa.
—Vaya a la cama, ¡por favor!
—¡A la orden! —y salió disparada.
—Menos mal que me voy a la oficina —se dijo entre dientes Orlavio— y que esta noche tengo ensayo con la orquesta, que si no... —Orlavio se levantó, lavó la vajilla del desayuno, tomó el maletín, el estuche con la cornamusa y se fue.
La Musa se quedó dormida. Al despertarse, viendo que era ya la tarde y Orlavio no aparecía, se vistió y se fue.


Sobre el autor:
Héctor Ranea

Errores – Ada Inés Lerner


¡Una se equivocó tanto! He parido a este hijo. He criado a este hijo para quedarme tan sola. Yo quería lo mejor para él. Y está enceguecido por la navegación espacial. Todas las tardes se iba para la universidad, frente a la estación del tren. Allí encubrían sus amores.
En el libro de las fotos guardo dos flores de sándalo, me recuerdan al vivillo que me dejó preñada. Y también guardo una foto de aquél (que hace tiempo ya olvidé), aquél amigo que transportaba los hinojos al mercado. Ay mi pobre corazón, por nadie suspiró tanto.
Y ahora este hijo mío con esa niña tan tonta, que parece tener un sueño por cada viento que sopla. Y ahora este hijo mío con esa niña tan tonta.
Anoche me sorprendí llorando, mis lágrimas huían secando de mis ojos la tristeza. Anoche soñé con mi tocado, mi tocado de novia en sus manos. Mañana parten. Su luna de miel será la nave de nombre tan especial y luego el transbordador en órbita hasta que lleguen a ése planeta. No veré a mis nietos. Dicen que soy mayor para hacer viajes de años luz. Todo lo hubiera hecho por seguir a mi hijo. No puedo cambiar el lugar ni la fecha en que nací. Dicen que por la Internet… no sé.
¡Una se equivocó tanto!

Acerca de la autora: Ada Inés Lerner

viernes, 17 de agosto de 2012

Ahora y siempre en Marte – José Luis Velarde


El Hombre Ilustrado se estremeció la noche del cinco de junio del año 2012. En su mano derecha los tatuajes comenzaron a moverse para contar una historia. La nave espacial se aproximó a la superficie azafranada de Marte y las brujas de Macbeth redoblaron hechizos. Los marcianos surgieron de Ylla; la ciudad construida en las inmediaciones de una montaña pedregosa. Eran delgados y llevaban máscaras de oro y bronce. Estaban ahí para atestiguar la llegada de un hombre esperado durante milenios. Fobos y Deimos reflejaban la luz menguante del atardecer y el viento la retorcía hasta crear fantasmas y remolinos de polvo. Barcos de tonalidades azules iban sobre la arena para instalarse en los muelles de la metrópoli ajedrezada. Los hoteles repletos no desalentaban a la concurrencia que arribaba sin cesar instalándose en campamentos extendidos bajo las estrellas multiplicadas en el horizonte.
En el kiosco de salchichas de Elma y Sam se apretujaban las tripulaciones de las diversas naves enviadas al cuarto planeta del Sistema Solar en los años de la conquista. Los antiguos colonizadores se mezclaban con los expedicionarios de otras épocas y con personajes nacidos a razón de mil palabras diarias. Muchos de los congregados éramos lectores. Lo supe al reflejarme en la pared de un edificio marciano de plateada textura y columnas de cristal. Me vi como el adolescente que acababa de descubrir los libros de Ray Bradbury. Los tendones y mis huesos revolucionados ahuyentaban la torpeza habitual de los sesenta años.
La caravana de un circo iba por la avenida principal y pude recordar su visita a mi pueblo ubicado en el noreste de México. Me uní a los niños que marchaban tras la banda para aplaudir la música surgida de tambores y trompetas de hojalata recién pulida. Desfilaban las maquinarias de la alegría encabezadas por Montag, Stendahl, Truffaut y Pikes. Una legión de hombres morenos vestía zoot suits color helado de crema. La multitud gritó al reconocer a Poe, Dickens y Mortajosaurio. El revuelo fue mayúsculo cuando apareció Bodoni, el chatarrero, que había materializado el sueño de construir una verdadera nave espacial con los desechos del patio. Sobre el cohete iba la familia jubilosa al adentrarse en la festividad marciana.
Una pantalla gigante se iluminó con una frase de Bradbury: “Hay cosas peores que quemar libros, una de ellas es no leerlos.”
—¿Iremos por ellos esta noche? —susurró una voz amenazadora como el rugido de un león.
—¿Es tiempo de eliminar a los fantasmas? —dijo un enano.
La respuesta de G. M. Dark llegó pausada para desconcertar a La Bruja del Polvo, el Esqueleto y Tom Fury.
—No será hoy.
Los ejércitos ocultos en los límites de las sombras se pronunciaron incómodos.
Un murmullo furioso emergió de los quemadores de libros.
El descontento se intensificó entre los lectores fallidos.
Las computadoras que los acompañaban trazaron cálculos voraces como fieras mecánicas.
—Las estadísticas son favorables —dijo el asesor de un político terrestre—. Ellos no son tan fuertes.
—Aguardaremos —respondió G. M. Dark con voz incapaz de ocultar la rabia—. Hoy podríamos perder la guerra. Son demasiados para emprender un combate frontal.
—Pero las estadísticas nunca mienten…
—Aguardaremos, tarde o temprano pasará la euforia. Los encontraremos vulnerables cualquier noche en que el insomnio los ablande. Es cuestión de paciencia dejar paso a los miedos y al olvido omnipotente. Ellos harán su labor hasta carcomerlos solitarios. No les quepa duda de nuestro triunfo. Disfrútenlo cuando llegue.
G. M. Dark alzó un brazo y asomaron huesos por la bocamanga del traje oscuro como los alrededores.
El Moby Dick se alzó en dirección opuesta a la nave que descendía sobre la superficie azafranada de Marte.
Las brujas de Macbeth redoblaron hechizos y los marcianos aplaudimos al ver a Bradbury descender del cohete.
La noche era infinita como los millones de estrellas desparramadas alrededor de nosotros.
En algún lugar de la Tierra, quizá en las inmediaciones de un pueblo pequeño, el Hombre Ilustrado cerró la mano en cuya palma acababa de contarse una historia marciana.

Sobre el autor:
José Luis Velarde