lunes, 19 de noviembre de 2012

Algunas aves de jardín – Héctor Ranea


Todo empezó cuando mi esposa me pidió que trozara los mendrugos para que los pájaros se divirtieran un rato en nuestro jardín, llevándose las migas al nido. Lo hice bien. Diría excelente. Trocé pedazos aptos para calandrias, que pueden con las aceitunas de nuestro olivo y hasta con las semillas de la palmera (tal parece que les encuentran una aplicación que los humanos aún no conocemos) cuando no se llevan algún libro de novela que me he dejado olvidado (aunque no tengo pruebas para acusarlas). También troceé algunas partes de la miga como para los mistos que a veces vienen con su harén. Ellos, emplumados de amarillo, ellas más pardas. Siempre la misma historia, dos por tres los halconcitos de la banquina se dan un banquete de plumas amarillas porque son más vistosos aunque, según parece, también tienen más músculo. Y claro, no me olvidé de los chingolos. ¡Cómo olvidarme, si después me lo recuerdan con recriminaciones!
Entre las migas en trozos, no me olvidé, a instancias de mi esposa, que los ama, el calibre de miga para ratoneras. Así que he sido felicitado con una visita de estas bolitas de color barro al balcón. Los que protestaron primero, porque siempre protestan, fueron los horneros. ¡qué gritones! Pero que se arreglen con las calandrias. Ese día fue muy interesante ver el tráfico de migas y demás entre diferentes especies.
Luego, mi señora me pidió que trozara unos restos de carne cruda. El tamaño debía ser principalmente para los gatos, pero siempre quedan pedazos más pequeños que aprovecharon sin duda algunos pájaros, como las palomas, las gallinas, los halcones, los teros. El asunto es que los gatos, más que comerse mis trocitos, se comían pájaros bastante atiborrados de comida. Nos sobra mucho, ciertos días. Es verdad.
Todos los días, pan; todos los días carne.
Por ahí empezamos a tener nuestras diferencias con mi mujer. Yo insistía en mezclar la comida para ofrecer una dieta balanceada; ella quería mantener la dieta disociada. Un día, algo enojado, por qué no admitirlo, trocé una carne en pedazos grandes. Desproporcionados a los animales de nuestro jardín. La sombra no se hizo esperar. Los vecinos ya la veían (porque tenían ángulo) y huían aterrorizados. El Ave Roc, con extraordinaria habilidad (al menos para mí, que no soy un experto ornitólogo) empezó a tomar trozo por trozo, poniéndolo en una bolsa ecológica de supermercado.
Cuando la llenó me miró con sus ojos inyectados en sangre. Yo, congelado, lo miré con mis ojos saltándoseme de las órbitas. Dio un paso que para él debió ser corto y me puso el pico inmenso tocándome la nariz. Supongo que debe haber sido porque ya no me veía. Calculé que de un bocado me cortaría la cabeza. Lo que no me esperaba era que hablase
—Diga, che. ¿No tiene la cabeza de la vaca que le sobre? —No podía creer lo que estaba escuchando.
—Espere, voy adentro a ver.
Saqué una cabeza o dos, tal vez tres, no recuerdo.
—Acá tiene. Me temo que no las pelamos.
—Da igual, flaco. ¡Gracias, Maestro!
Respetuosamente se fue al fondo y desde allí remontó vuelo, que si lo hacía de donde hablamos me destartalaba todo con el viento. Mi mujer sigue insistiendo en que tiré las cabezas a la basura porque soy un derrochón, no me cree. Ahora, para armar otro cadáver ambulante vamos a necesitar otro sodero y otro panadero y tal vez otra cobradora del club. Por otra parte, el Ave Roc será fuerte y grande, hablará castellano y todo, pero no sabe nada de zoología. Nada de nada.

Sobre el autor: Héctor Ranea

2 comentarios:

Javier López dijo...

Sus relatos ornitológicos tienen un gran poder de fascinación. ¿O serán las aves las que me fascinan? Muy bueno, D. Ogui.

Ogui dijo...

lo que no sé es qué miro cuando miro las aves del jardín. A veces pienso que me inventan cosas y que no soy yo quien las mira sino ellas que me estudian, vea. Por cierto, ¡muchas gracias!