lunes, 19 de noviembre de 2012

Piedras no olfatean - Federico Laurenzana


“Mi olfato no me falla.”

En un alto edificio sus escalinatas de piedra habían sido recorridas por tres niños que anhelaban llegar a la cúspide. Verla era deseable, aunque más aún situarse sobre ésta para contemplar lo bajo del mundo. Eran visiones que se ensimismaban –por altaneras- a quienes temían el ascenso mediante sus cinco sentidos, como si éstos les dijesen, les repitieran un riesgo.
Comenzaban escalón por escalón. Sobre algunos descansos no hubo albergue para los tres, y por eso uno debía seguir el paso. Seguros se sentían mientras a baja distancia del suelo se mantuvieron; inseguros se detenían –de vez en cuando- para mirar hacia abajo, aunque no había alejamiento suficiente como para satisfacer sus deseos.
Persistiendo, escalando procuraban no hablar ni propiciar diálogo alguno que reste un amuleto de valor sobre el cuello del compañero afligido. Es que eran sólo tres niños aventureros dentro de un deshabitado edificio jamás en funcionamiento. Y sin embargo, ellos ya no pensaban en retroceder por mero agotamiento o miedo amenazante.
En un solo día habían llegado al piso veinticuatro sabiendo que tras semanas al menos habrían de alcanzar el tercio del total. Pues cada uno medía ocho metros de altura. Y sin tener en cuenta los de dieciséis donde se habían establecido juegos.
Aún así, seguían.
Durante la primera semana, uno de ellos se había resignado y, los dos restantes, no lo vieron más. Creían que se había perdido, o quedado en alguna habitación recreativa. Asimismo, habían continuado sus escaladas. Es que no meditaban en que la altura podría ser un manto inalcanzable cubriendo la desfachatez de recriminarlos demasiado osados.
Durante la segunda semana, uno de los dos había susurrado que nunca llegarían, que no había sido pánico ni flaqueza alguna el motivo causante de su decisión. Y se detuvo en un balcón donde observó al primer compañero en desistir un poco más abajo, y mirando hacia arriba.
Un único niño se había encargado de cumplir el viaje hacia el trono sublime de la altura, hacia lo que le devolvería el poder de saberse premiado por un inusual denuedo.
Durante la tercera semana, él ya no insistía. Ya no había interés alguno en sobrexigirse y parafrasear junto a las nubes el divino ícono de censar a los de abajo suyo. Se había sentado junto a un borde para ver a sus dos amigos.
Al fin de cuentas, nadie había llegado arriba, nadie había sido presunto dignatario de demostrarse elevado. Aunque sí, las piedras de la escalera, porque éstas no sentían. Ninguna de sus percepciones era como la de ellos. No eran capaces de sentir y sufrir temor alguno. Cualquier aspecto del peligro jamás sería presenciado por ellas. Por esto no lo olfateaban como los niños, no podían decidir por su protección. Entonces quedaban siempre quietas, inmóviles una sobre otra.
No es que yo no las aprecie. No. No es que yo por haber sido el primero en detenerme las envidie. Es al contrario: pues desde tan baja altura veo la cúspide rígida. Y mis compañeros, afectados por la búsqueda de concederse prestigios, me miran. Están viendo hacia acá, cuando soy yo el que entiende y ve la más alta torre de agudo pico.

Sobre el autor: Federico Laurenzana

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