martes, 19 de marzo de 2013

Alegato - Hernán Dardes


No soy un vampiro. Tal vez parezca absurda la aclaración, pero para comprender mi enunciado, ustedes deberán primero saber que no me reflejo en los espejos. Nunca le encontré una explicación aunque tampoco me importó demasiado. Tal vez haya gente muy vanidosa a la que esta condición le resulte inimaginable pero no es mi caso. Tampoco la situación conlleva demasiadas complicaciones en la vida diaria A afeitarse, peinarse o hacer el nudo de una corbata uno se acostumbra; es cuestión de insistencia y repetición. Supongo que como con los ciegos y con los sordos, la falta de una condición aumenta la capacidad en otros aspectos sensoriales y prácticos. Honestamente nunca me detuve a meditarlo demasiado. Así son las cosas, me sé desenvolver sin verme reflejado en plano alguno y con eso me basta. Pero lo que verdaderamente me preocupa es que me confundan con un vampiro.
Cada persona que conozco significa ceder a una serie de pruebas y aclaraciones que me resultan agotadoras. El agua bendita apenas me moja y poco más. Los platos a la provenzal suelen ser mis preferidos, y no me afectan para nada las semillas de mostaza. He mordido cuellos pero no más que el resto de los mortales en ocasiones de intimidad. Mi rutina es bastante monótona; me acuesto relativamente temprano, leo algunas revistas para ayudar a conciliar el sueño y reposo en un cómodo sommier. Me levanto temprano y las luces del alba suelen entusiasmarme a la hora de encarar las tareas diarias. No bebo sangre. Sí un poco de vino, pero como no soy religioso, descreo de la posibilidad de que mi bodega albergue la esencia líquida de algún tipo de salvador de la humanidad. He visto murciélagos y los he espantado asqueado sin sentir el menor tipo de empatía. Es más, me compré un ahuyentador ultrasónico para no volver a topármelos. Para ser más explícito: ver a Ozzy Osbourne morder a uno de ellos me produjo un éxtasis jamás alcanzado. Nunca me gustaron las películas de Bela Lugosi y de chico odiaba el tono grave de la voz Narciso Ibañez Menta. Transilvania no me entusiasma como destino turísticos, y lo que me espanta en los templos no son los símbolos cristianos sino los párrocos que presiden las ceremonias. Es cierto, es probable que muera si me clavan una estaca en el corazón, pero no me negarán que lo mismo le ocurriría a la mayoría de la gente que se regodea presumida con su propia imagen en cuanto sitio se ven reflejados. En definitiva: no soy un vampiro. Ni siquiera esos vampiros modernos, con los ojos delineados y en extremo sensibles, a los que uno supone que para espantarlos basta con esparcir un puñado de ajo deshidratado.
Pero la vida moderna hace un culto de la imagen, y por consiguiente no hay lugar al que acuda en el que no me tope con un espejo. Y desde ya, con alguien atento a notar la ausencia de mi imagen en ellos, lo que casi siempre deriva en un escándalo. Por suerte mis colmillos prolongados y mi histrionismo a la hora de las morisquetas me ayuda a espantar a las personas alborotadas. Confieso que he utilizado este método para despejar a los competidores en las tiendas durante las épocas de oferta, pero no me gusta abusar. Además mi gran amiga Eli Bathory me ha dicho que esas actitudes no ayudan para nada a limpiar mi consideración pública. Por ese motivo me he medido en mis últimas apariciones y me he comportado como el más normal de los humanos con capacidad de reflexión. Así que he tomado la decisión de ignorar de aquí en más cualquier tipo de apreciación que surja cuando alguien perciba mi condición, y si noto que la situación se me va de las manos, me introduzco en el dichoso espejo y adiós a los necios. Porque si bien esto es algo que no aclaré en un principio, lo cierto es que no me reflejo en los espejos, pero lo que sí poseo es la capacidad de atravesarlos. Característica que tal vez requiera de una explicación tanto o más amplia que la presente, pero de la que voy a desistir. Porque si hay algo que nos distingue a quienes habitamos el mundo interior de los espejos, es el fastidio de tener que andar dando explicaciones por todo.


Acerca del autor:  Hernán Dardes

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