martes, 28 de mayo de 2013

La señora ya no tose... - Norberto A. Cid


De muy vez en cuando encuentro motivos para ver a mis amigos.
¿Cómo explicarles que esa palidez se la debo al sueño que perfora mi cerebro desde hace ya tanto tiempo… noche tras noche?
Estoy acostado, no puedo dormir. Mis ojos revolotean en el centro del cuarto dentro de esa oscuridad viscosa y silenciosa donde todo duerme.
Las primeras luces del día acompañan el clásico ritmo del tránsito. Me incorporo: son las diez de la mañana.
Me estiro, mis pies salen de mi cuarto, mi cabeza penetra en las paredes.
El primer sol ingresa por mi amplia ventana en este quinto piso iluminando mi pequeño cuarto, en esta casa de familia.
Cruje mi cuerpo, se lamenta mi cama, mi esqueleto parece rechinar los goznes del mundo. Otro día más. ¿Estoy muerto? ¿Estoy vivo? Estoy aquí.
Como nunca mi cabeza tiene claridad, una claridad absoluta. Me estremezco.
Tambores en mi vientre y un rumor apagado de potrillos se hunden en la arena de mi pecho. ¿No sé cómo explicar, que día con día estoy despierto, que me despierto justamente cuando me duermo? Que en los sueños la veo a ella, su inconformidad como amores en lechos de agujas, penas que dejan cicatrices imborrables...
Comienzo desde la posición que estaba, a redescubrir mi cuarto, lugar que habito, aun sin querer tenerlo, pero lo amo. Es temporal, como todo lo que me rodea, como yo mismo.
Todo se destaca por único. Una cómoda, una silla, un roperito, una mesita de luz, una lámpara, una  cama, un juego de cobijas... todo como yo... solamente una cosa.
Paredes grises por el tiempo, gastadas, atesoran la historia, vaya  saber uno de cuantas palabras sin respuesta y sueños no cumplidos.
En la casa vive la “Señora”, una mujer grande, enferma, que pocas veces veo, pero si escucho toser y respirar con dificultad.
Su habitación está pegada a la mía. La muerte la ronda, vive en la oscuridad y sus ojos brillantes asemejan al del gato expectante. Hay otros habitantes, pero nunca los he visto, son fantasmas que deambulan por la casa, como si estuvieran en otra dimensión.
El mobiliario, muestran una época ya lejana de categoría, muebles antiguos mal cuidados, un piano apolillado por el tiempo, tiempo donde la vida tenía música, sonido que alegraba esa vida que no sabían que tenían. Ya nada denota buen gusto y estilo.
Cierro mis ojos, me veo dentro de ese desorden, como si fuera el lugar que me correspondía por haber muerto ya hace tres años y medio.
Tomo mi toallón y mi bolsita con los elementos del baño. Abro la antigua puerta de mi cuarto, me dirijo al baño, quejándose y gimiendo las maderas viejas del piso, bajo la alfombra deshilachada. Luego de una reparadora ducha, siento la limpieza de mi cuerpo y al mismo tiempo despierto.
Vuelvo envuelto en el toallón. Veo desde la ventana que da al otro lado de la calle una señora que me mira detrás de sus cortinas. Está apreciando mi desnudez. Hago que no la veo y sigo mi ritual del secado, haciéndolo más lento. Elijo prolijamente mi ropa. Me acerco a la ventana y le tiro un beso a mi acalorada vecina.
Es mi primera risa del día... Me siento tranquilo.
Escucho ruidos, puertas que se abren y cierran, murmullos, palabras quebradas y otras que no reconozco en la casa. ¡Pregunto!
Rita, la acompañante de la señora me dice llorando, murió... la señora murió. Trato de calmarla, sin decirle que hacía mucho que estaba muerta.
Me fijo en mis bolsillos, veo que tengo solo diez pesos, con lo que debo desayunar, comprar cigarrillos, comer, viajar, pero no me preocupo. Hoy ciento que mi vida está llena.
Aquellos miedos quedaron enterrados en esa cueva maravillosa de mi último viaje, allá en las montañas, entre los pinos y los despeñaderos, donde respire el aire puro y frío cuando descubrí que había muerto. Dentro de ella encontré la paz, y el sosiego de saber que a pesar de estar “vivo”, ya estaba muerto desde hacía mucho tiempo.
Haber descubierto esa dualidad me ha hecho encontrarme con el hombre vivo y saber vivir esta vida que me queda, ya sin angustias, ya sin miedos de esa otra vida. Todo quedo allá, en el pasado, donde luchaba por ser feliz.
Ahora sé que estoy muerto, aunque camine, hable, ría y llore. Ahora sé que aquella vida de reclamos, de traiciones, de inseguridad, de miedos adquiridos en una sociedad que se devora a sí misma, de un estar en compañía de la nada, de la soledad, de esa soledad de amor, familia y cariño, han pasado.
Ya no corro por ser primero. Me conforma solo caminar, poder ver la vida, las cosas buenas y sencillas de esta vida... ¿O de aquella?
La señora seguramente llego al cielo, ya no tose. La paz llegó a ella, y quizás mil manos la reclamen...
Salgo a la calle, a reunirme con los demás muertos.


Acerca del autor: Norberto A. Cid

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