martes, 29 de octubre de 2013

De algunas líneas de fiebre a algunas líneas sembradas – Héctor Ranea


—A Fesor lo siguió Feta, que vino de un Nombre, que salió de una Greso, quien fuera hija de un Ceso. De Feso salió Ceso y aquel de Verbio, el santo, quien fuera engendrado por Crastinar y Fundo.
—¡Ufa, Feta! ¿Me quiere decir dónde termina el hilo?
—El hilo se termina en Crear que nació de un Gutiérrez, pero antes déjeme decirle que...
—¡No lo dejo nada! ¿Será posible que cada vez que le pido que me planche un microcuento, me salga con una novela?
—Está a punto de caer en una metáfora, Fesor. Tenga mano o se inclina derecho a la familia de Clive, el desviáu, como le decían en los pagos de Chapaleuquén, más precisamente en el bar del Payo Florio, donde dicen que cantó una vez Carlitos, disfrazado de gaucho menguante.
—¡Gaucho cuántico! —exclamación seguida de un aplauso por Fesor.
—Cuánto gaucho querrá decir, Fesor. No se me equivoque que acá o se anda por la línea hiperfina o lo comen los tordos albinos.
Kafka se retorcía en Praga, en el cementerio de Praga, pero eso ni a Fesor ni a Feta les importó un reverendo bledo infinitesimal.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

La comunicación - Rubén Pepe


Ese viernes de fines del invierno, me encontraba abocado y sin mucha suerte en establecer contacto telefónico con una localidad suburbana. Cuando obtenía el tono de llamada, duraba un corto lapso, se oían sonidos extraños, y quedaba la línea muerta, opté por llamar desde otro teléfono. Salí de mi oficina, penetré en una galería cercana, caminé hasta las cabinas alineadas en el último recodo, marqué el número, una corta pausa, luego tono de llamada dos o tres veces, y una voz impersonal producida por una máquina, respondió: “El horario de atención de nuestro establecimiento es de 9 a 16 horas, fuera del mismo sírvase dejar su pedido en el contestador, luego de la señal”. Inmediatamente se oyó un agudo piiiii, que me obligó a apartar el auricular de mi oído. Dicté mis señas, cantidad y naturaleza de las mercaderías deseadas. Luego de una semana, recibí una serie de cajas en las que supuestamente venían embalados los insumos solicitados. Al destapar la primer caja, su contenido me dejó desconcertado, y me produjo contrariedad, los artículos recibidos no eran ni por asomo los que solicitara por teléfono. Destapé los envases restantes, los objetos contenidos cubrían la más variada gama de elementos dispares, que en mi actividad no prestaban utilidad alguna. Con gran fastidio, procuré ponerme en contacto con los responsables de tan enojosa situación. Al tercer intento conseguí comunicarme y la misma voz electrónica recibió mi reclamo. En una semana llegó la nueva partida de cajas, luego de descargadas, le pedí al transportista que se llevara las cajas anteriores, pero por única respuesta se contrajo de hombros, subió a su vehículo y partió raudamente. Cansado dejé  para el día siguiente la revisión del nuevo envío, algo en mi interior me decía, que este nuevo contingente de envases tampoco contenían los elementos esperados.
Por la noche me costó conciliar el sueño, al lograrlo surgieron imágenes alucinantes de extrañas máquinas, que se armaban solas con las piezas que recibí embaladas, y cobraban vida.
Al transcurrir los días, el espacio destinado a depósito de mercaderías, estaba colmado por la variedad de objetos más disímiles e inútiles, que se puedan imaginar. Lo más extraño es que con cada envío recibido, no me fue entregada factura de clase alguna.
En la mañana, al intentar abrir la puerta de acceso de mi negocio, la llave se negó a girar en la cerradura, casi de inmediato sin sonido se abrió la entrada, a un mundo alucinante y futurista. El panorama que se desplegaba ante mis ojos era una réplica exacta del sueño de la noche pasada. Al dar el primer paso me encontré rodeado de extraños artefactos, ¿robots?, realizando tareas de toda índole, y al intentar tomar asiento, una especie de trono rodante me brindó el apoyo deseado; saqué de un mueble un pocillo para servirme un café, del mismo recinto surgió un grifo que vertió la espumosa y humeante bebida. Entrecerré los ojos y reflexioné un instante lo que estaba viviendo. Al abrirlos, el mundo alucinante había desaparecido, nuevamente estaba en mi vieja oficina intentando conseguir línea para comunicarme con una localidad suburbana. Un impulso inconsciente me indujo a salir para intentar desde otro teléfono la llamada que debía efectuar, desistí, giré en el asiento y clavé la mirada en el panorama que se percibía por la ventana, en ese viernes de fines de invierno.

Acerca del autor:
Rubén Pepe

De gatos, lasagna y otras cosas… - Georgina Montelongo


Las cinco de la tarde, hora en la que esa desalmada enciende la televisión para que yo vea alguno de los nuevos capítulos del National Geographic. Hoy fue el turno de la salamandra; anfibio de vulgares pecas amarillas y lentos movimientos, que solo acelera el paso cuando llega el momento del “brunch” y sale en busca de algún bocadillo. ¡Bah! ¿A quién le importa la ociosa vida de las salamandras? Los capítulos de la semana pasada estuvieron mucho mejor, hablaron sobre la telequinesis. Por cierto, ardo en deseos de poner en práctica algunos ejercicios que llamaron poderosamente mi atención. Al menos eso resulta más atractivo que el estar observando por largos y tedioso minutos la respiración de una lagartija gorda y pecosa.
Que no se diga que la melosa y senil mujer que me robó la libertad y el placer de las caminatas vespertinas gozando del ronroneo del mar, no se preocupa por elevar el nivel cultural de “sus criaturas”. ¡Descastada!, me pregunto en qué momento se sintió con el derecho de traerme a su prisión; a este lugar que tiene impregnado su olor a viejo y a soledad.
Lo que no sabe la muy estúpida, es que por más prisionero que quiera tenerme, soportando sus detestables arrumacos, puedo escaparme en el momento que se me de la gana. Ignora totalmente el por qué sigo aquí.
Desde que llegaron los nuevos vecinos a instalarse en la casa de enfrente, solo una idea ocupa mi mente: colarme hasta la cocina de los Salvatore y degustar un pedazo de esa deliciosa lasagna que madame Salvatore prepara con frecuencia; según lo indica mi sensible olfato.
¡Humm! ¡Sueño con el instante en que mi boca le de el primer beso de amor a semejante manjar! Esa si es una comida digna de mi linaje y no la bazofia orgánica en lata que esta ignorante me ofrece a diario.
En vez de andarse robando libertades ajenas y mal alimentarme, debería seguir cosiendo como castigo de infierno; sin parar, hasta que ella misma quedara cosida con sus propios alfileres. Ya la veo, con su cara mustia del color del agua bajo la tenue luz de los candelabros de plata que limpia hasta tres veces en un solo día.
¡Oh, creo que estoy llegando al límite de mi resistencia! Sueño con el momento de cruzar esa puerta para seguir siendo dueño de mi destino. Yo, el gran Neko Sashi, descendiente legítimo del reino de Siam, debo darle fin a esta tortura que me tiene los nervios deshechos.

¡Ah, estoy feliz! Hoy cumplo un año de vivir en la residencia Salvatore. Además de agasajarme con las más ricas viandas de la región de Trieste de la cual son originarios, me permiten salir todas las tardes a mis largas caminatas por el mar para intensificar el azul de mis ojos con solo mirarlo. Debo aclarar que para ellos nunca he sido su prisionero, sino su huésped.
Hoy a mi regreso, eché un vistazo a la casa de enfrente; sigue abandonada y cada día se deteriora más; deberían derruirla. Hasta donde sé, la policía nunca logró esclarecer la muerte de la vieja robalibertades. ¿Cómo pudieron clavarse en sus ojos esos alfileres que le provocaron la caída enviándola ipso facto al más allá?
No lo sé, lo único cierto es que desde hace algún tiempo, estoy plenamente convencido del poder de la telequinesis. Convencido también de que soy un digno descendiente del reino de Siam y de que por algo a la Diosa Bastet de los egipcios, la representaban siempre con una cabeza de gato...

Acerca de la autora:
Georgina Montelongo

El hombre que soñó - Sergio Fabián Salinas Sixtos


Había una vez un hombre que soñó con un tesoro oculto en la profundidad del bosque; al ser hombre de fe, emprendió la búsqueda del tesoro y lo encontró; adquirió lujos y bienestar. Una noche, el hombre soñó con abandonar todos los bienes y buscar la felicidad; hombre de fe, regaló todas sus posesiones y abandonó el hogar; recorrió mares y montañas, descubrió pueblos y culturas, y llegó a ser pleno y feliz. En la noche de estío, el hombre volvió a soñar, con una una voz, y ésta decía: «Vive otra vida, vive eremita». Al día siguiente, el hombre se sentó al pie de una colina, cerró los ojos y su mente viajó. Se sucedieron días y estaciones, su corazón dejó de latir y no volvió a respirar. La piel del hombre se endureció y formó una corteza, los brazos se transformaron en ramas y sus pies en raíces. El árbol creció y en él anidaron ardillas y gorriones, y un bosque se asentó a su alrededor. Una cálida noche de abril, el árbol volvió a soñar.

Acerca del autor:  Sergio Fabián Salinas Sixtos

sábado, 26 de octubre de 2013

Un descuido – Héctor Ranea



—¿Usted es Fesor?
—Él mismo o el mismo. ¿Y usted viene a ser?
—Inspector de áreas especiales: Bonanno, Vespasiano, mil placeres de conocerlo.
—¿A qué debo el honor?
—¿Usted es el que escribe en los blogs de Feta y sus amigos?
—Uno de ellos, modestamente. De hecho, estoy escribiendo un cuento sobre la fama.
—Me va a tener que dejar que le haga el test de sustancias no permitidas.
—¿Sustancias no permitidas? ¡De qué carajo me está hablando?
—Se ha detectado drogas en pares en varios cuentos suyos. O escribe en estado de confusión influenciada o trafica con el sinsentido y la paradoja. Sabe perfectamente que ambas cosas están expresamente prohibidas.
—No es cierto. Ninguna de ambas es correcta. No tomo nada. Nada de nada.
—Le digo que nuestro sistema es infalible. Usted escribe bajo influencia de varias drogas, confiese.
—Le confieso que usted ni risa me causa. Y sin risa no hay escritura influenciada. ¡Vamos! Eso lo sabe hasta un escritor o escritora noveles.
—¿El premio Nobel, sacó?
—No, inspector. Noveles.
—¿Varios? ¡Usted me está tomando el pelo! Para mí, eso es prueba suficiente. ¡Borre todo, que me acompaña! ¡Vamos! Apriete el delete.
Y así fue cómo se perdió este cuento y tantos otros. Y sigo en mis trece: las drogas no ayudan a escribir, en todo caso te absuelven de explicarte.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Delivery - Silvia Milos




-Qué quiere –preguntó secamente la voz por el teléfono.
-Quiero deshacerme ya de Ella. Es insoportable.
- Mire, le pregunté QUÉ QUERÍA -no escucho quejas.
- Eso. Que se muera.
- Bien. ¿Algo limpio?
- Sí.
- ¿Rápido?
- Sí.
- Entonces tiene que ser estrangulada.
- Nooo. No tolero que alguien ponga sus manos en ese cuello.
- ¿Cómo dice?
- No, donde yo tantas veces la he besado.
- Entonces...veneno.
- No, que nada le toque los labios.
- Bueno, ¿la quiere ver muerta sí o no?
- Vea, que prepotente se ha puesto, ¿sabe algo? -mejor terminamos esta conversación.
- Como le guste, pero me debe cien pesos.
- ¿Cien pesos?
- Por el tiempo consumido.
- Ma sí, hágalo a su manera.
- El martes 05 de Mayo del próximo año.
- ¿Tanto tiempo tengo que esperar?
- Hay mucha demanda.
- No joda.
- ¿Y si lo hace usted?
- ¿Yo? -¡Señor! ¿Por quién me ha tomado? Es increíble. Qué gente desquiciada.


Acerca de la autora:  Silvia Milos

jueves, 24 de octubre de 2013

Ahora el almirante quiere oír, ¡oro a la vista! - Daniel Alcoba


Diez hombres en el bote de La Pinta, diez en el de La Niña, doce en el de la capitana, en cuya proa se yergue el almirante, jubiloso: llegó a tierra ignota, ¡y se ha ganado los diez mil maravedís del premio de los reyes! Con una astucia propia de Jacob, que supo escamotearle la primogenitura a su hermano hambriento de lentejas, y robarse con magia los corderos nonatos de los vientres de las ovejas de Labán, su suegro. Todos los marinos se han vestido como para fiesta mayor o boda.
Cristóbal Colón está exultante de alegría: Cipango debe estar muy cerca, y él a punto de pisar tierra de su virreinato. Echa a flamear el torreón dorado de Castilla, el león rojo de León, las barras amarillas y rojas de Aragón. Posa para una estampa que cuatro siglos más tarde ilustrará el momento.
Cuando comienzan los gestos solemnes de plantar banderas, cruces, ven a un hombre… “¡Un indio!”, dice Cristóbal con todo derecho, puesto que está seguro de haber llegado a un archipiélago de la India.
Martín Alonso Pinzón ordena a los ballesteros que apunten a los indios, puesto que al primero se han sumado otros. Colón los detiene, ya advirtió que no están armados y parecen pacíficos. Torres, el intérprete, les habla en hebreo, en arameo, en latín, en árabe. Los indios ríen. Un marinero comienza a repartir chucherías. Los cascabeles los entusiasman.
Colón, de manera sistemática y tranquila, Martín Alonso Pinzón, con urgente avaricia, indagan a los lugareños: ¿dónde está el oro?
El almirante, entre charla y charla aurífera, con unos aborígenes que hablan una lengua del todo incomprensible, escribe su diario de viaje, dibuja animales y plantas, se entera de una tribu de amazonas que emprende expediciones amorosas a las islas vecinas para reproducirse, porque no admiten hombres en su nación.
La aventura de Cristóbal Colón se ha vuelto aún más sonámbula.


Acerca del autor:  Daniel Alcoba

Extraña - Paula Duncan


Emma estaba sentada en el borde exacto entre la juventud y la madurez; tenía los pies colgando hacia quien sabe que y un frío extraño trepaba desde sus plantas;no sabía muy bien cuál era su lugar de pertenencia; muy joven para ser anciana, muy vieja para ser joven, tratando de encontrarse, se buscaba y no sabía donde hallarse, se perdió en el tiempo y llegó a su infancia, en el campo, al ras de la tierra; comiendo tomates recién cosechados, ricos, sucios y habas demasiado grandes para su pequeña mano, donde el frío de las heladas duraba todo el día y ella tenía los zapatos agujereados por donde se filtraba la pobreza pero era feliz, la libertad era su mundo, no había peligros a la vista.
Seguía buscando y se extravió en medio de la mudanza a la ciudad; en la búsqueda del cielo estrellado, el olor a pasto recién cortado y el aroma a tierra mojada que siempre llegaba antes del primer chaparrón.
Siete días llorando por volver fueron demasiado para sus siete años y comenzó el asma y las ganas de correr quedaron en el campo, la ciudad la ahogaba, comenzó a leer y a vivir extrañas aventuras, leía todo lo que caía en sus manos: revistas, historietas, semanarios, poesía, todo y siguió creciendo siempre a contramano, sus enormes ojos azules, y sus trenzas oscuras le daban un aire curioso
Era tiempo de escasos amigos propios y de amigos heredados de su hermano mayor ya era considerada una niña extraña, que prefería jugar al fútbol, y no con muñecas; pero nadie advertía que ellas no existían en su vida.
La biblioteca pública fue su refugio, entrar en ese lugar enorme y con solo cruzar la puerta sentía que el perfume a letras la embriagaba.
Seguía perdida ahora delante suyo hay una niña casi adolescente todavía con trenzas ocupándose de su madre enferma, de la casa, del colegio y sintió el mismo agobio de aquel tiempo; pero sacudió las trenzas que ya no tenía y recordó los pequeños sueños que muchas veces la salvaron; las clases de teatro, las reuniones los sábados por la tarde en el Tiro Federal, el primer beso, bailar, tenía una libertad que no le servía de mucho; era una libertad sin el límite que da el amor, le gustaba pasear por las entonces vías abandonadas que después ocupó el tren verde; pero en ese tiempo era el lugar elegido de los adolescentes tanto o más extraños que ella para sus caminatas, era un sitio de libertad en contacto con la naturaleza; lo más parecido que pudo encontrar al espacio de su infancia.
Emma recogió los pies y el calor volvió como símbolo de vida, estuvo un rato más ahí, en el límite apropiándose de él, y descubrió que su lugar era ese, al que había llegado peleándole a la vida y muchas veces a la muerte, guardó a su extraña niña en un rincón de su alma porque ella le había permitido llegar hasta aquí, conservando ese aire un tanto misterioso en la mirada al parecer perdida, que muchos le criticaban, pero que a ella le sirvió, para ver otros cosmos paralelos con extraños personajes que hacen de su vida un lugar mejor.


Acerca de la autora:  Paula Duncan

martes, 22 de octubre de 2013

Ruego - Lucila Adela Guzmán


Tras chocar sus casualidades, la esquina fue testigo del encuentro
—¿Será posible? —preguntó el descreído, mientras abrazaba al otro más desmemoriado
Las frases fueron tan típicas que pasaron desapercibidas para el niño, que tomado de la mano de su padre jugaba a estar preso en la baldosa. ¿Cuanto tiempo podría aguantar sin tocar los bordes? Miró hacia lo alto ya cansado de no ir a ningún lado. ¿Querrá su papá, recuperar aquella amistad interrumpida por el destino, charlando por siempre en la vereda?
Una puntada en el pie derecho declaró que él ya estaba harto de estar parado. Se apoyó en el pie izquierdo pensando en la maldita casualidad que lo había atascado en esa esquina, hasta que escuchó a su padre exclamar aquella rara afirmación... —¡El mundo es un pañuelo! —aseveró el hombre mientras reía. Así fue entonces como el niño lo supo... Su única salvación estaría puesta en un rotundo estornudo y rogó por un dios resfriado.


Acerca de la autora:  Lucila Adela Guzmán

¿Celoso yo? - Ana Caliyuri


Sentí unos deseos incontenibles de acabar con su vida, respiré profundamente y me acomodé en el sillón de cuero para estirar las piernas, relajar los músculos y reflexionar. Es necesario repensar las cosas, me dije malhumorado. Los celos son una amarga pócima que también habla del amor. Insano amor, ergo, amor infame. Ben era un ganador, un vencedor en todo aspecto, pero lo que más me molestaba es que había enamorado a mi amada. Ella no dejaba de hablar de él, aún a sabiendas de mi fastidio. Yo la escuchaba con mansedumbre aparente, pero por dentro me bullía la sangre. Ben aparecía retratado en periódicos y revistas de distintos países, su ascendente fama era notoria. Yo apenas me manejaba correctamente en ese mundo de histeria colectiva. Él era un típico “Don Juan” de este tiempo, seductor, bien parecido, ágil con la palabra y sobre todo con una interesante personalidad. No estoy a su altura, y debo tomar una decisión. La noche del jueves en que salí a cenar con mi amada decidí el asesinato. El único tema de conversación entre nosotros había sido los avatares de Ben, las conquistas y sus canciones favoritas. Mil veces él. En el momento del brindis, alcé mi copa, la miré a los ojos y le dije:
—Me molesta que hables tanto de Ben, es un buen amigo, incluso debo reconocer que nos ha cambiado nuestro futuro económico; es un buen socio pero, me desharé de él.
Ella se colgó de mi cuello y estampó sonoros besos sobre mis mejillas, luego replicó:
—Te amo, sufriré su pérdida…
Al llegar a nuestra casa encendí la estufa hogar; los leños crepitaban salvajes y las páginas de la tercera parte de la saga que tenía a Ben de protagonista se iban enrojeciendo a medida que las echaba al fuego para luego convertirse en cenizas. Los celos no son buenos, pero él había invadido mi vida privada. Soy además de escritor un hombre celoso.


Acerca de la autora: Ana Caliyuri

Ustedes son... - Héctor Ugalde


¡Miren! ¡Las flores han abierto y están en su máximo esplendor! ¡Cuánto verdor hay en la arboleda!
El cielo tan azul, ¡tan hermoso! ¡Sientan la luz cálida del sol sobre la cara y la piel! ¡Huelan el refrescante olor a tierra mojada! ¡Amen la vigorizante fuerza vital que nos une! !Saboreen el gusto que se paladea con cada delicado pedazo! ¡Aprecien el juego de luces entre las hojas de ese árbol! ¡Palpen la voluptuosidad de las formas! ¡Escuchen el alegre canto de los pájaros! ¡Disfruten el tenue aroma de su perfume! ¡Sientan el viento que juguetea con su cabello! ¡Sueñen despiertos las extraordinarias posibilidades! ¡Toquen la maravillosa textura de la madera! ¡Suspiren con los recuerdos que todo esto evoca! ¡Perciban la palpitante vida de la naturaleza que nos rodea! Bueno, sí no quieren ver las maravillas de la vida ¡es su problema!
Yo voy a realmente vivir mi último día. Voy a disfrutar hoy, el día de mi ejecución. ¡Ustedes son los zombies!

Acerca del autor:  Héctor Ugalde


domingo, 20 de octubre de 2013

Arquitalia - Raquel Sequeiro


El dragón gris y macilento entró por la ventana del loft de Sergei Adams, abrió la nevera y se acopló en el sillón de su abuelastra, al que le rompió dos patas, quedando este combado hacia la derecha.
Sergei abrió la ventana y los vio planear, y no sólo volando, la guerra estaba cerca.
¡Aparta de mi nevera, bicho inmundo! —Le pegó una patada al televisor. El dragón salió volando, cerrando la ventana al salir.
Tenemos un problema dijo Arisca, los dragones no se marcharán hasta que les devolvamos todo.
¡Todo! Sergei se frotó la frente. ¿Sabes qué es ‘todo’, loca atolondrada? Todo es dio la vuelta en derredor… este loft, incluso a ti tendría que entregarte.
Arisca se pasó la lengua por la cara para quitarse la mantequilla y corrigió la postura de un par de escamas adheridas a la piel de los hombros como costras. Se comió el último trozo de humanoide untado:
¿Qué piensas hacer? El cuerpo delgado y atlético de Arisca era normalmente imperfecto. En su espalda había un par de alas plegadas un tanto gelatinosas. Sergei trató de abrazarla y ella dejó el televisor encendido en el suelo, abrió la puerta y de un salto bajo los cinco mil escalones de la torre.
Preparada para la batalla, Sergei supo que Arisca no sobreviviría sin él, así que se pinchó con la misma ampolla con la que se habían alimentado los primeros científicos. El caos en el cielo era brutal, los atascos inconmensurables y las luchas fraticidas, corrientes. Traspasó dos paredes cibernéticas hasta llegar a casa de Denton Flosh.
Necesito que salves a Arisca.
Joder dijo Denton contrariado, mesándose el cabello ralo y puntiagudo, ¿no era tu perra? Aquí os lo hacéis con cualquiera.
No bromeo dijo Sergei, apoyado en la mesa con las dos manos y las alas vítreas abiertas—. Sabes que no podemos competir con cristal contra esas alas viscosas.
¿Y qué quieres que haga? dijo el chico, despreocupado, sentándose frente al ordenador.
¿Tienes la secuencia? preguntó Sergei por detrás.
Si asintió el chico.Si no la sacas de ahí, volará hecha pedazos.
¿Qué piensas hacer? Sergei escrutó la pantalla, intentando descifrar los dígitos.
Ahora verás.
En un instante todos los dragones se volvieron hacia el este de Arquitalia. Unos chorreaban sangre, otros tenían dos cabezas, a algunos les habían explotado las alas y se encontraban en caída libre hacia las rocas.
¿Y Arisca?

Acerca de la autora: Raquel Sequeiro

La casa de mis padres - Ricardo Bargas


Como nunca antes me había sucedido, cuando llegué a la esquina de avenida Maipú y Acassuso me cayó encima un viejo recuerdo de estar parado esperando de la mano de alguien para cruzar la calle. Era un recuerdo triste y desteñido de esa esquina, de ir sin apuro a alguna parte que yo no quería. De ahí en adelante sentí como una tenaza sobre los hombros hasta que doblé por Roma sin pensarlo y todo se me vino encima: cuando llegamos a Buenos Aires con los viejos vivimos un tiempo en la zona, cerca de la estación Borges, acá en Olivos, y sé que estos recuerdos, en general, no son míos, que los fui incorporando como propios a través de olvidadas conversaciones de familia. Sé que en la esquina de Rosales y Roma vivimos unos cinco años después que llegamos de Rojas por el cincuenta y pico, que más tarde nos mudamos a Belgrano y que me quedó de la casa una imagen húmeda y fresca, y los vestidos largos de mamá frotándome la cara y un frasco de brillantina en el botiquín del baño, y no sé si es de esta época, el olor a naftalina en los muebles de la casa, y el motor de una Vespa que según me dijeron fue del viejo, que ahora también se me destiñe porque lo perdí de manera inesperada un poco antes de entrar al Nacional Avellaneda. Estacioné por Rosales y no hubo de mi parte la más mínima necesidad de reconocimiento del lugar. La casa estaba ahí, sin saber sabía que era esa, el portoncito de madera para trepar, claro, y el verde, y la Santa Rita en la pared haciéndolo todo tan fácil. Antes de tocar el pasador me invadió una Navidad o un cumpleaños lleno de risas y de cosas que no se entienden en lo alto, y un gato barcino que una noche de invierno araña una ventana para entrar en mi pieza, a esa hora llena de fiebre y de ungüentos. Seguramente hay más, pero ya está el sendero de piedras y trébol, igual de de húmedo, igual de fresco, y yo tan cómodo, quién lo dijera, yendo hacía el porch de entrada y la aldaba de bronce que ahora puedo alcanzar y la puerta que se abre y mi madre joven y yo detrás de mamá, que me dio tanto miedo de verme tan alto y tan afligido.

Acerca del autor:
Ricardo Adrián Bargas

viernes, 18 de octubre de 2013

Palabrafago - Sergio Fabián Salinas Sixtos


Era un animal literario y se alimentaba de palabras; acechaba entre matorrales y en el momento propicio saltaba sobre la víctima, despedazándola. Era un palabrafago consumado, el mejor de su tipo. Las palabras pequeñas, en un principio lo saciaban, pero a medida que crecía, el hambre también lo hacía. Buscaba frases completas, con adverbios y adjetivos incluidos; se lanzaba a la carrera y en menos de un suspiro, daba alcance a la frase y la deshacía a dentelladas. El animal literario creció y pronto las frases, dejaron de ser las presas favoritas. Comenzó a observar los cuentos y cuando probó el primero, no pudo parar, ya no hacía distinción entre la longitud del cuento, ni el género al que pertenecía; más su presa favorita, fue siempre el cuento de fantasía. Una tarde, escuchó un sonido monumental, se acercó con cautela y ante él, se encontró con la novela. Era una bestia gigantesca, de más de mil páginas, la siguió durante días, esperando el momento adecuado para atacar. Obtuvo miles de palabras por semanas y algunas heridas. Cazaba, dormía y se restablecía de las magulladuras —era su rutina—. Un día, el animal literario se adentró por un sendero oscuro, siguiendo una cadencia musical que nunca antes había oído, eran palabras que rotaban y se transfiguraban, y el animal literario cayó cautivo de la poesía.


Acerca del autor:  Sergio Fabián Salinas Sixtos

Triple W - Mario César Lamique


Con una energía surgida del miedo, con un potente derechazo se sacó de encima la pelota y con ella todo tipo de responsabilidad.
El balón gira egoncéntricamente sobre si mismo, como acurrucado, vuela como bala, como carne de cañón.
El botín derecho; nene atate los cordones; salió volando detrás de la pelota persiguiéndola y ambos en la noche en el aire, evidenciaron su deseo de permanecer juntos o dominados.
Wilson Washinton Waldemar Crosa, mas conocido como Triple W, Uruguayo de nacimiento y goleador por adopción, fue a recibir lo que no podríamos denominar pase.
Wilson con los brazos en alto para darse envión en el salto se elevó en la media luna del área cabeceando el balón, sin darse cuenta, sin sentir el golpe contra su brazo izquierdo del botín que se lo arrancó con precisión quirúrgica.
Todos quedaron por un instante sin reacción sin moverse de su lugar como jugadores de metegol.
La pelota rebotó en varias cabezas hasta que estando a punto de entrar al arco se cruzó con el brazo izquierdo de Triple W. Entraron juntos brazo y balón.
W.W.W. Levantando su único brazo disponible quiso festejar pero al sentir ese pinchazo punzante e insoportable solamente pudo gritar de dolor, todo comenzó a dar vueltas a su alrededor, todo se volvió, borroso, en blanco y negro, salvo el amarillo de la tarjeta que le mostraba el arbitro quien al mismo tiempo que autorizaba el ingreso de la asistencia medica le explicaba que no le quedó otra alternativa que anular el gol ya que la mano no se encontraba pegada al cuerpo. Este gol, aunque no cobrado, fue el último de la carrera Wilson Washinton Waldemar.


Acerca del autor: Mario César Lamique

miércoles, 16 de octubre de 2013

Conferencias de prensa 1 - Héctor Ranea


—Buenas tardes, soy Feta y acá, a mi lado, está mi alter ego, Fesor.
—¿Cómo mi alter ego? —replicó Fesor.
—No soy mi alter ego, él —dijo Feta, señalando a Fesor— es mi alter ego. Notad, periodistas, la diferencia —guiñó un ojo.
—No entiendo —dijo, visiblemente malhumorado Fesor—. No soy alter ego de nadie. En todo caso él —señala a Feta— es el alter ego.
—¿De quién?
—Mi alter ego.
El periodista Rateo, de Crastinar, le preguntó:
—¿Para qué nos convoca?
—¿Fesor o Feta? —atajó Feta.
—¡Me pregunta a mí! —protestó Fesor—. Ni duda cabe. La convocó Feta para aniquilarme, tengo toda la evidencia en ustedes.
—¿Se refiere usted a mí? —preguntó Roga, el más lento y sin embargo tan sensible como una cobra.
Los asistentes se iban trasladando a la mesa con vituallas. No querían escuchar más. Lo veían ahí a Feta explicando lo inexplicable y no paraban de reír. Sobre todo porque Fesor no quería ser su alter ego, pero aparentemente estaba cercado entre el espejo y la pared. Y se sabe, poner a Caribdis entre Escila y los griegos es poner el dedo en el gatillo.
Y eso pasó. Fue el día en que Fesor disparó directamente a Feta. El espejo no dejó salir la bala, pero entre el vidrio y Caribdis, elegimos Escila. Y la bala no salió.
Quien pueda, signifique.

Acerca del autor: Héctor Ranea

El tesoro - Fernando Puga


Entro con sigilo en ella. Ella, la última habitación en el último piso de la torre de marfil. No opone resistencia. La puerta se abre hacia adentro apenas apoyo mi mano. ¿La empujo? No sé. Al parecer el leve contacto de mis dedos le informa de mi presencia y me invita a pasar.
No se enciende. Mantiene la penumbra y tropiezo con los bultos que obstaculizan el camino hasta donde guarda el secreto; ese tesoro secreto que aún nadie acarició, culpa del hechizo de esa voz que gotea por las blancas paredes; blancas cuando ella se enciende, pero ¿cómo encenderla?
Van los dedos sobre la superficie que de pronto encuentran y tantean en busca de un interruptor que haga la luz, que ilumine el gozo con que juega, el placer que siente ante mis ansias, mi impaciencia, mi angustia que sube desde los pies que hace un instante creían ingresar al profundo secreto del tesoro y descubren ahora que se burla de mi codicia, esa codicia que me deja sin luz.

Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

lunes, 14 de octubre de 2013

Princesa liberada - Héctor Ugalde


La princesa se niega a seguir el papel de su historia. No quiere casarse con aquel estúpido príncipe que va a pelear con el dragón.
Así que decide liberarse y sale a dialogar con su captor. Habla con el dragón y le hace ver que lo único que recibirá de su arduo trabajo será dolor y muerte.
A continuación va a enfrentar a su padre y a su madre quienes de seguro se pondrán furiosos porque ella les arruinó su plan. Ellos le dirán que el dragón era una excelente prueba de fuerza y valor para su futuro esposo, y que así, ahora se quedará soltera.
Pero la princesa tiene tantos planes y quiere hacer tantas cosas que no le importa sí los realiza acompañada o sola, porque sólo así será feliz para siempre.
Mientras tanto el príncipe queda confundido y llora frustrado porque se le quitó la posibilidad de lucirse en una emocionante lucha con el dragón. Bueno, piensa, ya habrá otra oportunidad de liberar a una princesa que sí se deje liberar.

Acerca del autor:  Héctor Ugalde

sábado, 12 de octubre de 2013

Atracción fatal - Nina Saetch


Aquel  juego se había convertido en una especie de adicción que lo arrastraba noche tras noche, sin que le importara demasiado saber por qué lo hacía. Encendía la luz de su habitación y se situaba frente al espejo que lo reflejaba de cuerpo entero.
Comenzaba su ritual quitándose la ropa muy lentamente como en un espectáculo de striptease, donde no habría ni aplausos ni gritos; sólo la satisfacción de su ego. Y como si hubiese una música que sólo él escuchaba, su cuerpo seguía el compás en magníficos movimientos, donde su varonil adolescencia lucía en todo su esplendor. El espejo atrapaba la imagen del bailarín en sus pasos y giros hasta que estallaba en un profundo delirio que lo arrancaba del tiempo y el  espacio. Y en un final de danza, él pegaba su piel transpirada a la fría superficie, como si quisiera fundirse en ella. El cansancio lo obligaba a deslizarse hasta el piso, donde quedaba jadeante, pero feliz.
Una noche inició su baile como de costumbre y, cuando presa de aquel paroxismo, se abrazó al alargado y rectangular espejo, sintió que una extraña fuerza lo levantaba y arrastraba hacia el infinito. Aterrado, cerró los ojos. Cuando los abrió no se encontraba sobre el piso de su habitación. Se sentía liviano, como si hubiera sido desprovisto de su cuerpo. ¿Qué estaba sucediendo?
Su mamá entró en la habitación, llamándolo. La vio buscarlo con la mirada, la vio encontrarlo tirado en el piso, inconsciente. Ella gritaba y lo abrazaba.
Enseguida vio él entrar a su padre. Y vio cómo entre ambos lo acostaban en la cama y lo cubrían.
Después llegó el médico de la familia, quien lo auscultó, tomó su presión y palpó sus piernas y brazos.
Él los observaba a todos. Ahora se separaban de la cama. Entonces…, se dijo. Entonces yo habré… ¿muerto?
Y se vio abriendo los ojos. Pero él ¿estaba ahí? No, su alma no estaba ahí. Él lo observaba todo desde el interior del espejo, formaba parte de un mundo frío y brillante que había robado sus movimientos y su danza, en un eterno giro.

Acerca de la autora:

Los ejemplos no deberían exhibirse – José Luis Velarde


Nunca será bueno emprender cualquier proceso de enseñanza basándonos en un ejemplo. Es cierto que la creencia popular repite tal desatino desde tiempos antiquísimos. Desde mi punto de vista los ejemplos no son buenos consejeros. Más vale permitir tropiezos, desfiguros y equivocaciones sin darle importancia a los golpes o pérdidas ocasionadas por el anhelo de aprender. De verdad creo que puede aprenderse más de los fracasos que de procesos bien alineados mediante innumerables consejos. Los fracasos alientan la creatividad y permiten el movimiento; ese ir y venir ajeno a quienes se cultivan como si fueran plantas preservadas en una maceta. Siempre a salvo de las inclemencias parecen recubrirse con un aislante térmico a la vez que emotivo; un ambiente especial propicio para generar un crecimiento endémico que de ninguna manera podrá permitirles sobrevivir en entornos más complicados. Nunca supe de un bien aconsejado que se sintiera dueño de un conocimiento pletórico de experiencias, para ellos ser un ganador no implica el combate feroz al que se acostumbran los que aprenden por sí mismos. A mí me parece que vivir siempre bajo la sombra protectora del ejemplo es comparable con el crecimiento endogámico que arruina las mejores posibilidades de la selección natural.
En este planteamiento lógico debería ser derecho universal la libertad concedida a los alumnos para permitirles ir hacia el conocimiento sin temor al fracaso. Más allá del cielo celeste concebido como representación del paraíso arquetípico existen tonalidades infinitas dignas de conocerse para emparejarse con las emociones humanas. Esta libertad propiciará el carácter indómito de nuestros estudiantes y permitirá repujar sus emociones con el acierto otorgado por el azar infinito. Ellos sabrán blandir sus experiencias íntimas de acuerdo a sus propias necesidades a salvo de quienes predican sin reserva. No hace mucho un carpintero exhibió un madero seco ante sus alumnos y quiso representar con él la triste existencia de un árbol condenado a servir como último leño en una fogata. Deseaba en vano ofrecer el ejemplo de las vidas desperdiciadas. Nosotros pensamos de manera diferente y no nos importa saber si un cactus californiano arderá como un árbol aproximado al fuego. Ya lo dirán las circunstancias de cada explorador, pues no nos importa perdernos en una ruta supuestamente conocida.
Tampoco nos interesa ir más aprisa o lentificar nuestro paso. Somos libres y sabremos atenernos a las consecuencias de nuestros actos. Ellos son aleatorios y encontrarán sus propias posibilidades en cualquier sendero elegido.

Sobre el autor:  José Luis Velarde

jueves, 10 de octubre de 2013

Bandada - Ada Inés Lerner


Mary atraviesa la placita con paso desparejo y torpe mientras atisba el futuro: de costado, como una yegua compadrita. Los pibes, malón de regreso que abandona con esfuerzo el potrero y la redonda, la observan como quien busca respuesta en un reloj detenido en otro tiempo.
Las agitaciones y tormentas de una empleada postal como Mary pertenecen al pasado reciente, quizás por eso gruñe un reclamo desafinado por ese pueblo indolente. En la estafeta la cortina rezonga y la reciben afablemente el vaho, la humedad, y las hilachas de aquellas cartas olvidadas.
A Mary la satisface esa melodía y todas las mañanas ella insiste en danzar al compás de un acorde quejoso:
—¿Qué será de mí si nadie espera una carta? Una carta es una visita inesperada que uno puede besar, acariciar o evocar…
Alguna vez, un repartidor postal se acercó a Mary pero por culpa del destino, dios sin altar en el mundo (tan insalvable como imprevisto) lo dejó ir: es que ella fue incapaz de comprender que ese cartero, tercero involuntario, ya no cargaba de su hombro el útero desierto con las cartas que muchos dejaron abortar en la madrugada por ese correo electrónico, superficial y urgente.
Del buzón vacío nace una canción y Mary, como aquel poeta, acompaña el tono de una oración de fe: volverán las cartas olvidadas, volverán mis noches a rondar, y otra vez como almas en bandada, me llamarán, me llamarán...

Sobre la autora: Ada Inés Lerner

Péinate y anda - Anahí González


Cuando la tarde gris, fría y con amenaza de lluvia, no se ajusta a las expectativas que tenías sobre ella, hay que inventar.
Así que tras calzarme los patines eché a andar.
La pista circular al aire libre no estaba lo que se dice concurrida. Solo un Sr. Ciclista formaba parte de mi coreografía improvisada.
Al principio fue como siempre: impedida de atender otro asunto que no fuera mi cuerpo y su precario equilibrio, intenté controlar los furcios.
Delante y en curvas, el gris. Arriba, verde y mojado. Había empezado a lloviznar.
Pie va, brazos vienen, minutos más tarde era Natalie Portman en el Cisne Negro –claro que, objetivamente, mis movimientos eran más similares a los de un bailarín sin muchos reflejos ensayando los pasos de alguna rara danza nueva.
Así las cosas me complacía imaginar que el Sr. Ciclista, con su casco y sus calzas, disfrutaba tanto como yo del paisaje, de su respiración y que hasta, tal vez, repetía para sí alguna canción mientras le ganaba interiorimente una pulseada a la llovizna.
Pero mi sueño de armonía se derrumbó al mismo tiempo que mi anatomía rebotaba varias veces contra el cemento antes de quedar en una posición final digna del kamasutra.
El Sr. Ciclista pasó tan rápido por el bulto amorfo que significaba mi cuerpo que no alcanzó a frenar –por un momento pensé que había obrado aconsejado por la sabia vergüenza ajena.
El intento por reincorporarme fue menos decoroso que torpe pero no hubo testigos oculares.
Una vez con los sentidos en su lugar me pasé la mano por el pelo suelto que a esta altura era una especie nido, me sacudí un poco y eché a andar como si nada.
Así estaba, remando para volver a lo de Natalie Portman cuando escuché a mi espalda una voz que debía ser la del Sr Cicilista –y efectivamente lo era.
—Veo que estás bien. ¡Sos dura! –dijo, y pasó como un rayo.
Si supieras cuántas veces me caí, Sr. Ciclista.
Pero siempre me piené, me acomodé un poco y como fuera, volví a la pista.
En ese orden.

Tomado de Espejitos de colores
Sobre la autora:  Anahí González

martes, 8 de octubre de 2013

Edna - Raquel Barbieri


Edna planeaba todas las noches lo que haría al día siguiente, pero al despertar, sentía un dolor en el estómago, que más que dolor era una molestia, un nervio vivo, como un ser moviéndose desde el abdomen superior hacia el pecho, provocando espasmos y la necesidad de cerrar los puños, hasta sin darse cuenta clavarse las uñas y lastimar sus preciosas manos que alguna vez tocaron el violín.
Qué lindas manos, suaves, delgadas y sin irregularidades en los nudillos... las manos de Edna.

Se dormía tarde y casi sin sueño, con resignación y pastillas que la ayudaban a pasar de un estado de vigilia algo tormentoso, a una vida onírica aún peor, en donde siempre deambulaba desnuda, con ganas de hacer pis, sentada en un excusado con paredes transparentes alrededor, situado siempre en medio de la calle o de una plaza, generalmente sobre la Avenida Luis María Campos, y otras veces en Rivadavia y José María Moreno. Así nunca le salía el pis y su vejiga ardía intensamente.
En esos momentos quería gritar que dejaran de mirarla, que de esa forma no se podía vaciar el líquido sobrante, que se fueran ya… y nadie se iba porque la voz no le salía, no podía emitir más que una jerigonza casi inaudible, un grito neanderthal y no una palabra de homo sapiens.

Edna se miraba al espejo cada mañana recordando los propósitos que se había hecho la víspera, y al comprobar que sería incapaz de salir de su casa, ya se entregaba a su ostracismo y decía: Mañana será otro día.
Ella no había sido siempre así. Se volvió misántropa por algo triste que le pasó y no contó a nadie, ni siquiera a mí. Se fue muriendo de a poco hasta que su única actividad fuera de la casa pasó a ser tomar el ciento diez para visitar a su abuela en el geriátrico. Por lo demás, se olvidó de su juventud, de su belleza y del contacto con varones. Primero en forma inconsciente y luego conscientemente, fue cerrando su universo de a poco, hasta que el colectivo archiconocido y rutinario terminó pareciéndole una amenaza y dejó de salir del todo.

Edna tenía ataques de pánico y nadie supo ayudarla, en parte por ignorancia, otro poco por indiferencia, y tristemente también porque ella no se dejó ayudar por quien le tendió la mano sin segundas intenciones.

Sobre la autora:  Raquel Barbieri

Dentro y fuera del tiempo - Rafael Blanco Vázquez


Había una vez dos hermanas que vivían juntas.
Una tenía perro, la otra gata.
Ambas tenían un amigo que solía ir a visitarlas.
El amigo no tenía perro, ni gato, ni plantas, ni novia.
Aquel día la gata, de natural arisco y antisocial, se acercó hasta él gimiendo. Por primera vez dejó que la acariciase. Estaba como angustiada.
—¿Qué le pasa a ésta?
—Está en celo, la pobre. No para de sollozar.
Aquello lo afligió. Agarró a la gata y le acarició la panza.
—¿Por qué no la castráis?
—Si lo que queremos es que se la follen de una vez.
Y la gata se subió a los tejados a gritar. Era desgarrador.
El perro era dócil y algo pánfilo. Un perro madrero. Nunca se había interesado por el sexo.
El amigo lo llamó, pero el perro ni se inmutó.
—¿Qué le pasa a éste?
—¿Que no te lo he dicho? Se ha quedado sordo.
—¿Perdón?
—Me lo dijo el veterinario el otro día. Cosas de la edad.
—Ojú.
—A veces me busca y no oye que estoy en la ducha y se pone a llorar desconsolado.
Él le acarició con gesto triste las orejas al perro, que lo miraba con sus ojos ausentes.
Las hermanas se fueron un segundo a sus habitaciones. Él se quedó en el salón, pensativo.
Al rato fue a ver a una de ellas, que estaba algo mustia.
—¿Y a ti qué te pasa?
—Que estoy con la autoestima por los suelos.
—¿Y eso por qué?
—Un tipo con el que andaba yaciendo, que me ha llamado para decirme que no quiere seguir.
—Te jodes.
—Serás cabrón.
—La vida es muy dura.
—Dame un abrazo.
—Te voy a dar un pijote. Qué desastre de casa, estáis todos para el arrastre.
—La verdad es que sí. Mi hermana está fatal de la espalda.
—Voy a verla.
—Bonita tú. Que me he enterado de que te duele la espaldita.
—Pues sí, de tanto trabajar.
—Hártate de mierda.
—Serás becerro.
—De mierda pura, de mierda verde, de mierda con moscas.
Volvieron los tres al salón. La gata bajó de los tejados. No paraba de maullar. El perro le puso el hocico en el culo y ella se abrió de patas, complaciente.
Una de las hermanas se sentó al piano y tocó un poco de jazz. El amigo se puso a cantar. La otra hermana bailaba que daba gusto.
Compartieron unos whiskies y se prepararon para ir de fiesta.
Antes de salir él corrió al cuarto de baño. Desde hacía tiempo tenía problemas de flema. Se le subían grumos de moco como milanesas de ternera.
Estaba inclinado sobre el lavabo cuando oyó a las dos hermanas:
—Qué asco de tío, coño. ¿No podrías hacer menos ruido?

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

Hasta que la vida nos separe - Isabel María González


Aquel día amaneció sin vida. Ya en el tanatorio velaba angustiada su propia muerte y no la consolaba el hecho de seguir respirando, como todos los que la querían ...se empeñaban en hacerle creer. Te acompaño en el sentimiento, ahora hay que ser fuerte, la vida sigue, piensa que al menos ya no sufres, por fin descansarás en paz, es mejor así, los últimos meses han sido muy duros, ánimo Lucía, hija, ahora a mirar "pa lante"; mami, pasa página que estamos todos contigo, dame un abrazo hermanuchi, tita no llores... y así una tras otra resonaban aquellas frases de ánimo que se perdían en el ambiente lacrimógeno de la sala sin que ella recibiese ninguna. Permanecía de pie apoyada en el féretro sin poder quitar la vista de aquella mujer hermosa que aún conservaba el gesto de enamorada en sus labios.
En la sala contigua, Arturo, de pie junto a su féretro lloraba también desconsoladamente. Tampoco a él le compensaban las palabras de ánimo de los demás. A las once en punto dos misas daban el último adiós a los finados. Ambos séquitos se cruzaron cuando se dirigían hacia el lugar que ocuparían para siempre en aquel particular cementerio de amores imposibles. Lucía y Arturo cruzaron un momento sus miradas húmedas y tristes en un último gesto secreto de complicidad.

Sobre la autora:  Isabel María González

viernes, 4 de octubre de 2013

Observando a Estela - Mónica Ortelli


Podría decirles que a Estela la tenía vigilada, pero vigilada es una palabra fuerte. Una expresión más adecuada sería la seguía de cerca, aunque tampoco se puede tomar al pie de la letra porque Estela no iba a ningún lado. ¡Ojo! No soy un acechador ni un pervertido, ni nada parecido. Simplemente me gustaba mirarla, me entretenía. Además, ella estaba en un nivel inalcanzable a mis posibilidades y era lo único por hacer.
Soy un tipo de costumbres: el vermút con los amigos el sábado al mediodía, el fútbol los domingos, el mate al volver del trabajo, el vaso de agua y la novelita policial al acostarme. Por eso, a la tarde, sentado al lado de la ventana, entre mate y mate, también se hizo costumbre observar a Estela.
Nunca supe de dónde vino, un día llegué y ella ya estaba en el vecindario: ahí empezó lo nuestro; a la hora que regresaba y los fines de semana, siempre estaba accesible a mi propósito, casi como si supiera. Era un placer verla ocupada en alguna tarea que por ignorancia propia de sus menesteres y por la distancia, yo desconocía. Me intrigaba no encontrarla en otro lado, aunque no estaba seguro de reconocerla de cerca.
Muchas veces sospeché que ella hacía lo mismo conmigo. Digo: yo no estaba obsesionado, no la miraba fijo continuamente, porque me distraían otras cosas en la calle o mis propios pensamientos, entonces cuando volvía a mirarla, ella estaba quieta como observándome. Se quedaba, así, manteniendo una postura casi desafiante y luego continuaba sus quehaceres. Esas actitudes me hicieron pensar que lo nuestro era mutuo.
Recuerdo la noche cuando desapareció. Fue un sábado. Llovía y antes de acostarme me asomé por la ventana. Me entretuve con la lluvia unos minutos, le eché una mirada a Estela —incansable con sus cosas—, cerré la ventana y me acosté a leer.
Me desperté porque la patilla de los anteojos se me incrustó en la sien izquierda, desvelado y con sed. Mi boca parecía de papel. Eran las cuatro. Sin mirar agarre el vaso y estaba por tomar un trago cuando vi a Estela delante de mi cara. Quedé duro. Estoy soñando, pensé. Parpadeé: Estela seguía allí. No supe si fue la impresión, el vidrio o los anteojos, pero se veía enorme. Rápidamente se desplazó y sentí un leve roce por el bigote y el costado de la cara. En ese momento me agarró el ataque de locura. Me transformé en una máquina de dar manotazos. El vaso, los anteojos, el libro volaron por el aire. Salí disparado hacia el extremo del cuarto, miré y Estela no estaba. Una picazón me recorría todo el cuerpo. Preso de un nerviosismo incontrolable sacudí mis pelos, me saqué el pijama y después de revisarlos, me puse los zapatos. Así, casi desnudo empecé a buscar a Estela, seguro de encontrarla en algún lado. Sin embargo, no estaba.
Fue un domingo intranquilo y con culpa. Sé que tuve una reacción intempestiva, pero fue el instinto.
Por suerte, ella demostró no ser rencorosa, ya que el lunes cuando regresé del trabajo, Estela estaba en su lugar. Ninguno dijo nada. Todo siguió igual, excepto que desde aquella noche cuando me despierto sediento voy al baño, y en un rincón de la pieza puse un balde porque ahora sé que, como cualquier bicho, las arañas también toman agua.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo
Sobre la autora:   Mónica Ortelli

miércoles, 2 de octubre de 2013

En una pequeña fábrica, un gran amor – Héctor Ranea


Juan Veracruz era uno de los más finos operadores de la máquina herramienta que ajustaba los parámetros de los mengalopes. Una descripción de los mismos se puede encontrar en el cuento "El rotor del mengalope" de Max Goldenberg (se hace la salvedad de los derechos del autor).
Los mengalopes podrían pensarse como obsoletos en una estación espacial en órbita en Plutón, pero se había descubierto que el sistema de purificación del aire era mejorado notablemente cuando el rotor del mengalope reemplazaba al más moderno minicompresor de helio líquido. Y Juan era el operario indicado para producirlos en forma masiva. Sin dudas lo era.
El problema con los mengalopes era que su utilización era vital en los contenedores de sustancia viva, que incluía a los trabajadores según la jerga de las astronaves, aunque también se tenía ahí todo tipo de elemento biológico, incluso para la alimentación. Y como la terraformación de Plutón estaba llevando demasiado tiempo más del previsto, dadas las condiciones desastrosas de clima y gravedad, esas piezas eran muy requeridas porque, por mejor calidad que tuvieran, el ciclo de tratamiento térmico, las hacía de duración corta.
Juan era uno de los ciento treinta operarios de torno de mengalope. A su lado, la bella y criteriosa Ilaria Carretera Hinojosa tallaba los mengalopes con tal vez más sentido estético que Juan, pero igualmente eficiente. Como era previsible, se enamoraron después del décimo primer mengalope, es decir, aproximadamente diecisiete semanas después de comenzar el turno de La Masa de Mijael, o sea, unos días antes del Carnaval de Nubiria.
No tenían dónde ir después de los turnos de trabajo. Eran pobres y las colonias de Titán no eran ubérrimas en hoteles de paso para amantes. Ilaria estaba impaciente y Juan ya al borde de la desesperación, de modo que resolvieron hacerlo dentro de la fábrica, antes de salir. Aprovecharon la sensualidad de las duchas de sulfato de bario seguidas de vapor de éter de petróleo para excitarse y luego terminaron en un armario para mengalopes fallidos, donde algún dolor lumbar y otros raspones no fueron óbice para su desenfrenado amor.
El problema fueron los mengalopes. Porque hay que saber que la evolución de estos aparatos los había convertido en autómatas más que máquinas, aunque carecieran de las características antropológicas típicas, pero no por eso perdieron los sentimientos. Y estuvieron conteniendo los celos hasta que, no pudiendo más, uno de los mengalopes atacó a Juan, otro a Ilaria y, se sabe, los ataques así son mortales. Sin embargo, los amantes zafaron con pocos daños, milagrosamente intactos pudieron seguir trabajando. Para otra vez que decidieran hacer el amor irían a lo de un amigo, pero mientras tanto, había que empezar a entablar relaciones y conquistar amigos, porque hoteles, lo que se dice hoteles, no estaba previsto construir en las colonias de Titán, por lo menos en los siguientes veinte años; y uno ya sabe que el ardor se enfría con el correr del tiempo. En un satélite de Saturno, más.

Sobre el autor: Héctor Ranea

¡Cosa ‘e mandinga! - Fernando Puga


¡Cosa ‘e mandinga!

A medida que escribo, la puerta se abre. Pareciera que la causa por la que la puerta se abre es que yo escribo. Si me detengo, la puerta se detiene. Cuando prosigo, la puerta prosigue. Pareciera que el efecto de mi acto de ... escribir fuera la apertura de la puerta. Ahora la puerta está completamente abierta y coincidentemente ya no sé qué escribir.
Me levanto de la silla. Cierro la puerta. Apenas suelto el picaporte un diluvio de inspiración me invade y vuelta a teclear desaforadamente. Pero otra vez la musa se aleja en el viento que produce la puerta al abrirse.
A la tercera vez, decidí cortar por lo sano. Dos vueltas de llave y a otra cosa.

Sobre el autor: Fernando Andrés Puga

Los monstruos de Lovecraft - Jesús Ademir Morales Rojas


Escapando de cierta depresión, fue como H.P. Lovecraft se refugió en la elaboración de su nuevo relato. Pero pasó mucho tiempo y no escribía nada. Tan sólo contemplaba el ocaso y los golpes del viento, a través del ventanal.

(chasquidosdebajodelescritorio)
Mira el reloj: más de medianoche. Pero además algo raro. Se talla los ojos. El segundero. contrario en sentido marcha

(chasquidos)
Lovecraft los percibe.

Se
inclina
a
ver
…algo largo, venoso y lleno de colmillos le serpentea en la entrepierna…

Él, busca huir del engendro. Pero este crece tanto desde sus ingles______________que se le llega hasta el rostro, ( ) hasta engullírselo por completo.

dolornegrurayviento

***
…deambula por un páramo infinito, sembrado de enormes redondeces humanas a modo de colinas, colmadas de orificios penumbrosos; es en uno de estos, húmedo y ardiente, en donde se interna extraviado, sus alaridos se pierden en las sombras junto con él…

***
Se mira en el espejo sin reconocerse. Algo rompe el cristal de la ventana. Piedras. Una antorcha. Se asoma. Una turba furiosa le señala desde abajo. Hay temor y fanatismo en esos ojos. Los escucha ingresar a la mansión desolada. Pasos. Escalones. Gritan. Rezan. Abren. Lovecraft, incapaz de huir, les da la espalda. Se vuelve hacia el espejo. Se mira.
…y entonces la criatura acorralada comienza a devorarse su propio brazo hasta el codo, como un Saturno grotesco
,,,,aquellas mandíbulas trémulas crujen,,,,
El fuego y las maldiciones lo cubren todo.
El f!u!e!g!o

***
Despierta sobresaltado, por un extraño sonido. Cae del lecho aturdido por el estruendo. Se arrastra hacia la ventana. Observa. La muchedumbre llena de pavor señala al cielo y emite un sonido zumbante al unísono. Lovecraft mira también hacia el cielo, intrigado. rOstrOs. Como en un espejo descomunal, una muchedumbre idéntica señala desde el cielo



hacia abajo, a sus pares en la tierra. Con un simétrico alarido demencial. El choque de los ecos parece desbaratarlo todo. Desquiciado por el sonido, se lleva las manos al rostro.
Descubre allí, su propia gesticulación aullante.

dolornegrurayviento

***
…yace en su lecho sollozando. Lo interrumpe alguien, que entra sin llamar. Una mujer. No es aquella esposa fugaz que tuvo. Aquella arpía demandante. Es una joven rubia de ojos turquesa, Lo llama. Querido. Cariño. Lo consuela. Lo viste. Se mira luego al espejo. Ya no es ese espantajo flacucho, de rostro estirado. Torcido. Su voz ya no es ese silbido aflautado. De niño. Ahora es un hombre robusto. Su rostro es cuadrado. Su cabellera mucha y de sol. Es un poderoso teutón. Un Hombre Nuevo. Un Hijo de Odín. Sale con Su mujer a la calle. Ya no está ahora en ese pueblucho, Providence. Ahora pasea con su dama en New York. Todos los miran. Los envidian. OjOs. Se divierten. Comen. Se besan. Deciden volver al hogar. Al lecho marital. Ya allí, regresan las caricias. Suavidad. Van a la alcoba. Sombras plácidas. Luz suave. Se desvisten. Ríen. Hacen el amor. Son tan bellos. Tan perfectos. Ella lo monta, cual si fuese una sílfide a su brioso unicornio. Se aman más. Intensidad. Tibieza. De pronto, juguetona, ella se cubre por completo con una sábana blanca. Esto excita a Lovecraft. Está llegando. El cuerpo bajo las sabanas, sobre él, se estremece a la vez.

ygimeconaflautadotono
Esto lo hace titubear// inmóvil// Lentamente retira la sabana de la figura //inmóvil//
…y entonces contempla el rostro enrojecido de Lovecraft, ese rostro flacucho y estirado, mirándolo con agradecimiento y delectación…
Lovecraft/ aterrado/ ahorca/Lovecraft

***
Lo despierta ? un impacto contundente(*) llueven fragmentos de vidrio.:.¨::.:¨. ¨¨es Lovecraft que ha roto el espejo a cabezazos. Rie.
Rie . a . carcajajadas.j.j.j.j
Los fragmentos-vidrios desde el suelo le observan.
Hay uno especialmente largo y afilado. Le llama.
Lovecraft estira la mano para asirlo.

(T*o*c*a*n)
a la puerta
es el cartero, trae un mensaje, su amigo el bárbaro Conan, Robert Howard, ha muerto por amor a su madre.
(y por propia mano)
Lovecraft reacciona, se recompone, se arregla.
Sale presuroso:::::::::::……….

***
…y en el fragmento de espejo tirado, que dejo listo, algo se agita, mucho después de su partida.
Y espera--------------

Sobre el autor:  Jesús Ademir Morales Rojas

Vida road movie - Lisandro Varela


Por ahi esta pensado para que termine lejísimos de como lo planeaste, cosa que se dijo mucho, en línea con eso de que Adonai tiene maneras misteriosas.
Caminaba de noche por Belgrano R, en plan aeróbico con jeans y dice Havaianas pero son imitación, y pensé en Una Noche con Sabrina Love y se me ocurrió que mi vida, por ahi la de todos, es un road movie.
La novela de Mairal, que además fue movie, es un road movie perfecto.
Clima leve de problemas que suceden al sol y que van a solucionarse porque de ello depende que haya páginas a la derecha en las que el héroe o las heroínas (te vuelo la cabeza puercoespin) van a empecinarse en lograr la cosa equivocada o imposible para terminar topándose con lo que los salva, lo que no sabian que estaban buscando.
Lo unico q salio en mi vida como habia planeado es que tengo un titulo universitario.
-Algun dia tenes que recibirte, porque fracasar te va a hacer mal-, me dijo el economista tucumano Severo Caceres Cano en una parrilla de la calle Corrientes, y diez anios despues entregue una tesina berreta escapandome de las cejas con caspa arqueadas en la cara de asusta chicos de Severo, que para entonces estaba muerto.
El resto, para cualquier lado menos para donde pensaba, pero ahora no camino y pienso en el olor amarillo del libro y en el entrerriano que cambia debutar por ver el mundo y ocuparía el asiento de al lado en la mierda de colectivo ese sólo para empujar fuerte con la nuca contra el asiento de mierda, como hacen los que están felices de estar yendo a donde van.

Relatos desde el Ciber/2 - Eduardo Betas


David conoce de memoria el circuito judío de la limosna. Decidió, aunque quizás él jamás se haya enterado de esa decisión, cobrarse a su manera lo que consideraba que era la vida: una deuda.
Tenía armado un calendario para saber con exactitud adónde y a qué hora ir cada día. Los días de festividades y las horas de rezo…
Las hojas estaban pegadas con cinta en la pared de su departamento antiguo y pequeño. Aunque más que pequeño, era un lugar cercenado, acotado, como un remedo de una casa tomada pero sin Cortázar ni libros de literatura inglesa ni hermanos que viven juntos.
David vive sólo allí y tengo para mí que en algún momento del cual tampoco él quería acordarse, arrojó a la alcantarilla las llaves de sus días.
Tiene la memoria en carne viva y, para colmo parece rascarse las costras todo el tiempo. En especial cuando regurgita ese pasado de oficinista, buen sueldo, tarjeta de crédito… Recuerda todo aquello de una manera que siempre termina sangrando palabras repetidas, la más de las veces sin sentido, frases que le salen mareadas, confundidas, trastabillantes. Sobre todo ahora en que suele andar con ese olor a abandono que avejenta sus ropas nuevas, mendigando y, así y todo, enamorado…
Porque David, el de la mala estrella, como él mismo se presentaba, se había enamorado de Rijah, una israelí simpática que frecuentaba el locutorio y que por alguna razón que jamás mencionó, no quería volver a su país.
Ella no era mala. Sólo estaba desesperada. Y en esa desesperación lo rasguñaba a David en su lastimadura. Porque no era que Rijah hubiese planificado seguirle el tren de piel y sexo a los burdos inspectores de la línea de colectivo que paraba frente al locutorio como a todo hombre que la mirara con un poco de simpatía. No era que quería horrorizar a David, que vivía todo ello como una blasfemia formulada contra su capacidad intelectual forjada en el pensamiento marxista – leninista. No, nada de eso.
Rijah sólo quería vivir de la piel para afuera. Porque si lo hacía de otra manera iba a terminar ahogándose en su propia herrumbre.
Mientras, David se moría por un beso de ella. Y una noche casi lo logra. Pero ésa es otra historia…


Con autorización del autor, extraído de http://palabrar.com.ar/
Sobre el autor: Eduardo Betas

Pirro, rey del Epiro – Daniel Alcoba



Apenas coronado rey del Epiro, a los veintitrés años, a unos cortesanos que le preguntaron a quién dejaría el reino, Pirro respondió: “Al que tenga la espada más afilada”. Justo lo contrario de aquella maldición sibilina que dirigió Edipo a sus hijos, los mellizos Polinices y Eteocles, que ya peleaban en el vientre materno disputándose la soberanía de la placenta, y a quienes tuvo la mala idea de convertir en co reyes de Tebas.
Edipo agonizante, con Eteocles a la derecha y Polinices a la izquierda, entonó esta expresión de última voluntad:

Si mi herencia real peleáis a punta y tajo
De burros mandaréis la dinastía al carajo.
Y si hasta el Hades llega filtrándose en el suelo
Vuestra sangre, la nuestra, derramada en un duelo
Me cargo de vigor, pero encarno sin Eros:
Del Hades vuelvo aquí, tontos, para comeros.

Cuesta creer que los versos del anciano impresionaran a los co reyes tebanos que estaban a punto de iniciar un nuevo ciclo de tragedias, que eran las novelas criminales del período. En efecto, para los gemelos edipidas era difícil creer que el viejo pudiera regresar del mundo de los muertos; y menos aún para comérselos, cuando al pobre no le quedaba ni un solo diente.
Lo cierto es que no volvió. Aquello de salirse los muertos de sus tumbas para comerse a los vivos, especialmente a los de su familia, asustaba a la gente desde hacía siglos; exactamente desde que lo inventaran los sumero-babilonios y los persas.
Pirro (319 a.C - 272 a.C.), estaba en una tesitura diametralmente opuesta a Edipo moribundo: era una espada sin cabeza. Por eso se convirtió en criador y entrenador de elefantes de guerra, que eran la maquinaria bélica más pesada de entonces.
Los tarentinos solicitaron a Epiro el envío de un general experto y acreditado que los salvara de los romanos. Mentían contar con trescientos cincuenta mil infantes y veinte mil caballos lucanos, mesapios, samnitas y tarentinos: Pirro lo creyó. Tarento sólo aportó cinco mil reclutas, imberbes y armados con hachas de leñador muchos de ellos. Pero Pirro no cambió sus planes. Derroto a Roma y controlo toda la península, había resuelto en los días en que movía en el imaginario terreno de combate a 350 000 infantes no menos imaginarios. Fue contra Roma sin ellos.
En Heraclea salió con casco y coraza repujados con oro y plata, armas de tal calidad que enseguida los soldados, y tanto más los oficiales de uno y otro ejército dieron en recordar las de los héroes forjadas por Hefestos en su fragua del Etna. Además iba con mucha pluma en la cimera, tanta que los hoplitas veteranos de su ejército se extasiaban o excitaban mirándolo porque parecía Alejandro devuelto a la vida.
Un jefe de turma de la primera legión romana, cargó contra él después de seguirlo un buen rato por el campo de operaciones. Pirro le dio muerte pero supo que su equipo de campaña era una enorme tontería. Entonces cambió la coraza y el casco refulgentes que cantaban como cincuenta corifeos, por los vulgares de su amigo Megacles, y viceversa. Y en efecto, una hora más tarde los romanos dieron muerte a Megacles tomándolo por Pirro. La cabeza cortada de Megacles que estaba tocada por el casco repujado de oro y plata se paseó entre las filas latinas ensartada en la punta del glaudius de un tal Decio, que iba chillando:
¡Hemos matado al jefe de los griegos, hemos matado a Pirro!
A la sazón Pirro atacaba con elefantes que los romanos intentaban poner en fuga y estampida enviándoles cerdos embreados en llamas que chillaban mucho más que Decio y Pirro. Este acababa de oír las voces romanas que anunciaban su muerte, y para que no cundiera el desánimo en su tropa se quitó el casco con protector facial y comenzó a pasearse entre sus hombres vociferando: ¡Estoy vivo, estoy vivo, estoy vivo!
Y al fin de la batalla, que ganó por los pelos, casi en un suspiro, dijo: Otra victoria como esta y habré perdido la guerra.
Paró de guerrear con Roma, fue a Siracusa con proyectos de conquista en el norte de África, falanges de hoplitas, elefantes. Se casó con la primogénita del tirano Agatocles, que le dio en dote las poleis de Leucadia y Corfú. Pero Tenón y Sóstrato, los diarcas de Siracusa que lo llamaron, no querían saber nada de una campaña en África. Pirro mató a Tenón por llevarle la contraria y ganó el odio de todos los siciliotas que eran los griegos que vivían en Sicilia.
Alejandro Magno, primo de tercera colateral por la línea materna tenía igual que Pirro a Aquiles y Hércules como antepasados. Ambos linajes aunaban todas las taras políticas griegas. Y confiaban antes en las moharras, arcos, mazas que en el arte de la persuasión.
La efímera tiranía de Pirro se acabó con la muerte de Tenón, líder de los siciliotas. Sin saberlo, Pirro se había puesto en iguales circunstancias que Damocles: en cualquier momento el filo de una espada le daba en la cabeza.
Debió regresar a Tarento, a Beneventum, a Epiro, a Argos. Allí fue desafiado a singular combate callejero por un joven soldado del ejército de Antígono. El muchacho, que quería cubrirse de gloria, era temerario. Su madre, que no se fiaba de él y que presenciaba la escena desde lo alto de un tejado, se adelantó a su hijo lanzando una teja a Pirro tan atinada que le partió las cervicales de un golpe. Cayó del caballo, los soldados de Antígono lo decapitaron y luego lo celebraron paseando por el ágora su cabeza cortada.

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Daniel Alcoba