domingo, 9 de febrero de 2014

Corriendo al encuentro del andén – Héctor Ranea

Nadie me encuentra. Corro para que no me busquen. Y corro más si no me ven. Es, creo, Buenos Aires, aunque de noche parece otra ciudad con una iglesia roja y blanca y verde. Iglesias de mármol. Pero cuando es de noche me escondo para que si me ven no me crean. Al alba corro. Entrecerrando los ojos para no ser demasiado visto. Subo al bondi 80 pero bajo sin pagar. Me chistan y cuando me chistan me detengo. ¿Qué pide este? ¿Monedas o saber dónde queda su casa? Tal vez las dos cosas. Me detengo a preguntar pero me arden las respuestas. Si esto es o no Paseo Colón, quiere saber. ¿Cómo diablos debería saber yo, que apenas soy un corredor?
Nadie me encuentra. No logro yo tampoco verme en los espejos. Seguramente es porque viajo demasiado apurado. La velocidad es enemiga de la reflexión. Quiero detenerme, al menos ir menos veloz, pero es inútil. No puedo bajar. Exhalo, inhalo. Me oxigeno.
Dentro se queman mil imágenes que valen cada una mil palabras. Es la quema, lloro la quema de mis libros, la quema de vehículos, el arma de mi abuelo enterrada en un jardín ahora desaparecido. El paquebote donde viajó mi mujer, la sonrisa de su infancia en mi bolsillo. Estoy llegando al lugar donde. Estoy donde el lugar. No hay más viento en mi cara, gastamos la sonrisa en un paquete de cigarrillos que no fumaré.
¿Por qué no fumo? Porque corro. Corro. Porque nadie me encuentra. No me buscan si corro. El animal con miedo no llama a los cazadores. Tengo mucho miedo. Estoy en el colectivo 54, ¿me lleva al Aeropuerto? No hay vuelos este día.
De regreso me subo al tren. Siempre quise volver al tren. El maquinista con su gorra de cocinero me pide los boletos. ¿Los boletos? ¿Por qué más de uno? Estoy solo. ¿Estoy solo? ¡Todo el tren para mí! Entonces, ¿por qué quieren cobrarme el maquinista y esa bonita mujer que corre conmigo?
Llego al andén. No corro más porque la señora me vio, me tiene ahogado el pecho con pasión de juventud. El pecho me ahoga. Hay algo en el pecho, la mujer se me tatúa entre el pecho y la espalda. Todo mi cuerpo vibra cuando me toca, me fluye el calor en las piernas. Ella me mira con un fervor de música y libros que están ahí, para que los lea. Es tanto mi amor por ella que en el pecho ahogado fenece mi último grito.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

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