martes, 25 de febrero de 2014

Sol ciego - Fernando Puga


—Hasta luego Don Hugo.
Carmen se retiró a su habitación —oí el click del picaporte. Me deja a esta hora y yo disfruto a solas; eleva mi autoestima. Lo sabe, como también sabe que apenas será un rato; tomará u ...na ducha reparadora, unos pocos minutos frente al espejo y volverá a mi lado, protectora.
Carmen —hormiguita laboriosa que reaparecerá apenas apoye mi cabeza en la almohada. Me acompaña desde el accidente; no conozco su cara —ni su cuerpo, pero la imagino a partir del dibujo que construyen las yemas de mis dedos cuando palpan sus relieves llenos de historia.
No es tan ancho el mundo cuando estoy en casa. Sin bastón, deambulo entre muebles que conocen mi recorrido y me eluden, se abren a mi paso como palomas de plaza cuando el niño corre por la senda que lo lleva hasta los juegos. No tantean el aire mis brazos extendidos, no titubean mis pies, siempre al borde del precipicio, de la caída, del golpe, del ridículo. No. Cuando estoy en casa mantengo el equilibrio sin tener que pensar en ello; un funámbulo libre a punto de volar. Nada me apura y ése es el disfrute; cada pequeño acto, un rito íntimo, un último presente. Paso a paso me aligero hasta encontrar el sueño.
Arranco entonces con mi rutina liberadora que cada noche me conduce hacia la puerta que da al otro lado.

Ahora busco la pava, la que silba, y le pongo un poco de agua. Cuando silba significa que hirvió, pero no tiene que llegar a ese punto.
Ahora apoyo la pava sobre la hornalla. La enciendo con el magiclick que descansa en el rincón superior izquierdo de la mesada. Cuido de dejarlo en el mismo lugar.
Mientras se calienta el agua abro la puerta chiquita de la alacena, la de arriba. Busco la caja de té de hierbas —suave aroma a manzanilla, saco un sobre y lo meto en la taza alta y con rugosidades que permiten reconocerla aun a oscuras; la que guardo en un rincón del estante de los vasos junto al pote con miel.
Ahora pondré una cucharada de miel dentro de la taza. ¡Ah! Me olvidé de buscar la cucharita. Vuelvo sobre mis pasos hasta el cajón de los cubiertos y agarro una, no las más chiquitas, no sirven, se chorrea todo por los costados; una de las medianitas con mango de madera, son mejores. Lleno la cucharita con la miel y la meto en la taza.
Ahora vuelvo a la pava. La toco levemente con mi mano. El agua ya está bastante caliente. A pesar de mi demora buscando la cucharita el agua no llegó a hervir; no hubo silbido. Con la agarradera multicolor —¿desteñida?, que me regaló hace añares mi hermana mayor, hecha con sus manos y que cuelga de la llave de gas que está sobre la cocina, retiro la pava de la hornalla.
Ahora vuelco el agua caliente encima del sobrecito de té que espera dentro de la taza. Mientras se diluye la miel que lo cubre, mi dedo se apoya en el borde hasta sentir el calor del agua. ¡Listo! A esperar.
El té estará a punto dentro de tres minutos; se tiene que asentar, como todo lo que en el mundo vale la pena. Mientras espero busco a tientas la panera que está sobre la heladera; la de mimbre —la única de la casa. Dentro de la panera hay una caja de alfajorcitos cordobeses que trajo mi otra hermana —la que aún me visita, el día de mi cumpleaños.
Carmen me indicó que allí los dejaría y no me engaña. Estos alfajores no le gustan a nadie —a mí sí. Son de fruta, no muy grandes; muy adecuados para acompañar la tibia infusión. El dulzor fresco del alfajor y el aroma sin tiempo del té anticipan la suavidad de las sábanas que terminará por vencer la resistencia de mis voces interiores que no saben de aromas ni texturas –sólo reproches.
Saco un alfajor de la caja y con él en una mano y la taza en la otra voy a la cama; un camino que conozco. Con un movimiento mecánico enciendo la radio que está sobre la mesa de luz; algo habrá para escuchar que le avise a mis ojos que es hora de cerrarse, un arrullo que lubrique los engranajes del alma.

No siempre noto cuándo es de noche. Sobre todo en estos días de otoño en que todo es de un indefinido color pastel, sin notas estridentes. La misma tonalidad que se atisba desde el lado interior de mis párpados y que se aclara a medida que avanzo entre las sinfónicas notas de Brahms que revolotean desde la FM Clásica —se van espaciando los árboles del tupido bosque al que ingreso, hasta vaciar de obstáculos el horizonte.
En lo insondable del sueño, inmerso en un agudo cielo despejado, amanezco sobre el mar que brilla y abierto como explorador ante el sarcófago secreto del primer faraón, enceguezco a los hombres y mujeres que alborean en la playa — cuerpos que se entrelazan en la arena.

—Hasta mañana Don Hugo.
Carmen retira la taza vacía y da por terminado otro día de trabajo. Descubrirá en el silencio negro mi sonrisa repleta de colores, se acercará hasta rozarme con sus labios y mantendrá por un rato en su boca el sabor de la eufórica lágrima.
Sal que rebalsa.

Sobre el autor: Fernando Puga

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