lunes, 31 de marzo de 2014

Alyek no parecía ninfómana - María Paz Ruiz


Alyek fue mi primera compañera de apartamento en Europa. Era una mulata de ojos del color de la cerveza, que no pesaba ni cuarenta kilos y que siempre parecía estar enrumbada. No había que verla dos veces para confirmar que era una preciosidad boricua, dueña de una risa que se colaba hasta el baño, que saludaba atarzanando a sus íntimos amigos a saltos, y que, aunque la habían hecho muy bajita, siempre se intuía por dónde andaba. A mí me cayó bien cuando la conocí, quizá por una considerable cercanía geográfica nos sentíamos paisanas, pero lo cierto es que Alyek era más incomprensible que cualquier europeo.
Estudiábamos lo mismo, pero mientras ella trasnochaba en su portátil escribiendo una nebulosa tesis sobre la influencia del reggae en el pensamiento moderno, yo tenía que estudiar como una posesa. La primera semana la superamos sin sobresaltos, Alyek preparaba un arroz inmundo que jamás pude probar, pero el baño lo dejaba ordenado y oliendo a D.K. No veía mucha televisión y cantaba reggae 19 horas al día, pero tenía una voz que le hubiera valido para ganar cualquier concurso mediocre de televisión.
Pero cuando llegó el fin de semana todo cambió. Yo estaba consagrada al estudio, tenía que leer 1.8 libros al día, y no podía permitirme discotecas ni películas. Pero Alyek no tenía que matarse estudiando, sino más bien enrumbándose. Cuando llegó el viernes, con su opulenta sonrisa me pidió prestado un top y una cartera, se mandó a poner uñas de porcelana, y se fue a su bar preferido.
Volvió a las seis de la mañana, más borracha que un hooligan, taconeando por el pasillo y apestando a ron. Alyek sentía una extraña fascinación por los bomberos, que en aquella ciudad se reconocían por sus cuerpos de escándalo y sus noches libres. Esa viernes Alyek se fue a la cama con el bombero, pero de su hazaña genital me enteré yo, se enteró el vecino, y supongo que hasta su profesor de tesis. Alyek sufría, si se puede decir así, de un irreprimible deseo de ser escuchada mientras lo hacía, pero además Alyek tenía más aguante que los bomberos que entraban a mi casa, se pasaba horas enteras aullando entre espasmo y espasmo; y mientras tanto yo tenía que releer a gritos mis apuntes entre los ecos de sus quejidos, que se podían captar desde la cama con mi grabadora.
Salió temprano para no verme la cara, pero en el almuerzo se portó más dulce de lo que podía ser; y este comportamiento lo repitió tantas veces como fines de semana hubo en un año. Nunca le dije nada.
Me tiré los tres primeros exámenes. Para pasar los siguientes tuve que empezar a estudiar cuando ella no estaba, a invitar amigas para que la vergüenza pudiera más que un buen bombero, pero como era tan adorable, entraba en confianza y empezó a hacerlo con ellas en la casa. Nada detuvo los fines de semana de Alyek, ni siquiera el vecino se molestó en llamar al timbre. Después de muchos años he concluido que a la gente le gustaba oír a Alyek cantar, pero le fascinaba oírla gritar de placer. Un año después de que nos rescindieran el contrato de alquiler, por causas que no fueron aclaradas, salí una noche y me encontré a Alyek llorando a mares, temblando con su cigarrillo entre los dedos, y sin un bombero treintañero acosándola.
Me abrazó para contarme que sus íntimos amigos no querían vivir con ella, y que se moría de ganas por volver a vivir conmigo.

Sobre la autora: María Paz Ruiz

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