jueves, 27 de marzo de 2014

Conceptos claros - Enrique Castillo


Evitó los gigantescos árboles por poco. Una maniobra desesperada llevó a su nave, casi en posición para colisionar, a un ángulo de aproximación menos extremo.
—Será  suficiente —trató de convencerse mientras giraba el mando del transporte espacial en un ultimo intento de maniobrar—. Gira, gira ¡Gira! —La maltrecha nave inició la maniobra, pero colapsó, dándose de lleno con el bosque. La inercia la hizo continuar su trayecto por más de trescientos metros segando cientos de ejemplares como si se tratara de vulgar pasto.
Finalmente se detuvo.
A duras penas pudo salir de los restos de lo que fuera una muestra de la mejor ciencia aplicada del Bortex superior. El esfuerzo de hacerlo, sumado a la tensión del accidente superaron sus fuerzas, cayó al suelo mientras el mundo se volvía negro a su alrededor.
Horas después recuperó el conocimiento. Un rápido relevamiento le permitió comprobar dos cosas, no tenía ningún hueso roto de milagro y,  por simple compensación, no había nada sano en lo que antes fuera su transporte, trabajo y hogar.
Miró con tristeza los restos de su pasado,  si quería sobrevivir en ese mundo inhóspito debía encontrar un refugio antes que algún depredador la encontrara a ella.
—No voy a salir al descampado en plena noche, quizás el bosque no esté libre de peligros —razonó—, pero me dará mayor cobertura contra lo desconocido.

Durante horas caminó internándose en el bosque añejo,  esquivando los sonidos más extraños.
Notó por el silencio que se formaba en cierta dirección, que alguna criatura se aproximaba,  se ocultó rápidamente tratando de no ser notada. Así permaneció largos minutos, aún después de que viera alejarse  (en dirección a su perdida nave) a dos enormes siluetas —¿o eran tres?—, juntó valor para seguir. O quizás fue temor a que regresaran, no podría estar segura que la motivaba más.
Creía no poder dar un paso más entonces encontró el borde de un claro. En el centro,  un par de construcciones primitivas de considerable tamaño.
Se acercó con precaución.
Una era una especie de cobertizo, había visto construcciones similares en otros mundos de bajo nivel tecnológico, la mayor debía ser la morada de la criatura que aquí se afincaba. Dudó un instante. “La mayoría de las culturas primitivas tienen índices más altos de hospitalidad con los extranjeros que aquellas de tecnologías elevadas”, recitó del manual de exploradores, dándose ánimos. Luego se acercó al portal. Estaba abierto.
Una luz tenue llenaba la gran sala, provenía de un precario sistema de iluminación por combustibles sólidos orgánicos. Estaba claro que la vivienda no tenía más divisiones que unos tabiques. El dueño de la vivienda los encontraría bajos, ya que no alcanzaban la tercera parte de la altura de la cabaña,  pero no era esa su perspectiva dado que su cabeza no tocaba el borde superior de los mamparos.
Giró a través de uno de ellos y dio con el sector destinado a preparar los alimentos, servirlos y descansar, una gran mesa con tres toscas sillas se apoyaba contra una de paredes de la construcción.   En el extremo opuesto del sector, una alfombra frente a un tosco sistema de combustión (o más bien los múltiples objetos que la rodeaban), hablaba de que este era el hogar de un núcleo social basado en el concepto de familia monoforme clásica: pareja gestante e hijos no emancipados.
Los elementos en la mesada le dijeron que los hábitos alimentarios de los moradores eran puramente vegetarianos,  o al menos la carne no era una constante dominante en su dieta. Un aroma atractivo le llegó desde la cima de la mesa, un aguijonazo de hambre la incitó a descubrir su origen. Rápidamente trepó por una silla de largas patas con una especie de escalera adosada en ellas. No paró a razonar que debía ser de la cría de sus involuntarios huéspedes, el estomago había tomado el control de sus acciones.
Era un potaje de raíces o algo similar. Atacó el plato más cercano con desesperación,  cuando lo hubo acabado aún tenía apetito, probó los otros, los encontró demasiado condimentados. Decidió que no tenía tanta hambre.
La larga jornada se hacía sentir. Decidió echarse a descansar.
Luego de algunos intentos encontró una acomodación lo suficientemente aceptable para reposar. Pronto se relajó y cayo en un profundo sueño reparador.

Wolkain estaba de malas. El, su esposa e hijo se proponían pasar una tranquila cena, acompañada luego de la relajante sesión de historias  frente a la hoguera, cuando el estruendo de una confragación  los apartó de sus platos recién servidos. Allá en los lindes del sur algo había abatido contra los ancianos. Era su labor como encargado de este sector del parque natural verificar que no hubieran daños.
—Tengo que ir —maldijo.
—Ni hablar, te acompaño —sentenció su compañera.
Fue inútil argüir, no solo terminó aceptándola a ella sino que tuvo que cargar con el mocoso. —¿No querrás dejarlo solo sin saber que extraño hay en el bosque?. —Imposible discutir con lógica.  Adiós cena.  Con compañía le llevaría horas ir y volver.
Habían vuelto siguiendo el rastro del criminal. Directo a su casa.
Wolkain entró primero cargando su bastón de guerra, no importa que tan molestos fueran, no arriesgaría la seguridad de su familia.
Las pistas eran claras, no tardaron en hallar al alienígena dormido en la cama del pequeño Warach.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Allanrr—, ha hecho nido en todas las camas, comió la comida de Warach y es claro que ha tocado los otros platos.
—¿Y tú qué crees? ¿Qué haces con un parásito que destruye tu carrera, mientras destroza alegremente dos centenas de los más ancianos árboles de Kashik? ¿Qué le haces a un bicho deleznable que te contamina la casa, los alimentos, los muebles? ¡Míralo! Es asqueroso, sin pelo en el cuerpo salvo en la cabeza, y ese es de un color enfermizo, amarillo como el sol. ¡Hasta debe ser venenoso!
El wookie miró a su compañera y ordenó secamente mientras alzaba su arma:
—Saca al niño.

Acerca del autor:  Enrique Castillo



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