domingo, 25 de mayo de 2014

Ante el muerto aún caliente - Fernando Andrés Puga


—¿Vos decís que le gustó morirse? ¿Te parece?— le pregunté a Juana, sorprendido por esa afirmación tan contundente. Ella, no dejaba de lustrar el cajón ni un momento, como si quisiera devolverle la vida con la franela—. Es cierto que no la estaba pasando nada bien, que cada día estaba más estropeado, pero de ahí a afirmar que a alguien le pueda gustar morirse… No sé, che. Me parece demasiado.
—¡Pero sí! ¡Mírelo cómo sonríe! Si parece que nos estuviera invitando a ir con él. Se ve que no la está pasando nada mal, esté donde esté—. Quizás eso era lo que pretendía la vieja mucama con el constante franeleo, acompañarlo en el último viaje.
—¡Callate la boca!, pobre viejo. ¿Y Ricardito cómo está? Destrozado, supongo. ¿No lo viste todavía?— si alguien podía saber algo del único heredero, esa era la Juana. Quedó tan resentida cuando el hijo del patrón dejó plantada frente al altar a la Matilde, la niña de sus ojos, que desde entonces su única razón de vivir ha sido no perderle pisada, aguardando el momento de caerle encima.
—¿Ricardito? ¡Que va a estar destrozado! Ese está más feliz que no sé qué. Pasó por acá a primera hora, cargado de paquetes. Trajo regalos increíbles para todos, como si fuera Papá Noel. Ese sí que se sacó la grande. Y con lo fanfarrón que es, se va a volver insoportable— se descargó la muy turra, con mi querido ahijado.
—¡Pero si el muchacho es más bueno que el pan!— salí en su defensa.
—Era, querrá decir. Apenas se enteró de la muerte de Don Alfredo se le cayeron todas las caretas. Si hasta nos mostró su tatuaje. ¿Le parece a usted?— dijo con picardía malsana.
—¿Tatuaje? ¿De qué me estás hablando?— yo no podía creer lo que estaba escuchando. ¿El muy pelotudo se habría animado?
—Del tatuaje que se hizo en el culo. Se bajó los pantalones en medio del velorio y todos los presentes pudimos ver lo que se hizo en las nalgas. Fue realmente muy desagradable.
—Y dale. Contá. ¿Cómo era el tatuaje?— pregunté, haciéndome el que no sabe nada del asunto.
—¡Ah, no! Eso no se lo puedo decir, aunque usted lo debe saber ¿no? No se haga el mosquita muerta. Nos prohibió que habláramos de esto con usted. Para eso eran los regalos, vio. Para pagar nuestro silencio— sonrió con sorna, disfrutando sin duda de mi perplejidad—. Así que vaya y pregúntele usted. A lo mejor eso es lo que quiere. Mostrárselo a solas…— y siguió con el trapito. El brillo en sus ojos dejaba ver cómo gozaba de haber descubierto nuestro secreto, aunque conociéndola desde hace tanto tiempo intuyo que no habrá sido ninguna sorpresa para ella… ¡Vieja bruja!

Sobre el autor: Fernando Andrés Puga

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